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    Hay que invertir “lo que haga falta” en educar y emplear a presos; no se puede reinsertar en la sociedad a “quien nunca fue incluido”

    Aquella vez su hija, todavía una niña, se abrazó a sus rodillas y él, drogado, la miró y se largó a llorar. “Hasta acá”, se dijo. Fue hace una década; Khristian Briones sumaba 18 años de encierro, entre una veintena de internaciones en centros de rehabilitación de menores y una década en las peores cárceles de Santiago de Chile por numerosos delitos. Era —así se decía— un hombre condenado, irrecuperable.

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    Sin embargo, “Dios mediante”, pudo salir de ese infierno. Formó pareja, tuvo otra hija, retomó los estudios y se convirtió en el primer profesional de su familia. Recibido de trabajador social, creó y dirigió la Fundación Dimas, una organización de inspiración católica que se dedica a ayudar a personas privadas de libertad o con antecedentes penales.

    En 2018 firmó un convenio con la Gendarmería de Chile para administrar uno de los pabellones del Centro Penitenciario Colina II, considerado el penal más violento del país.

    De visita el fin de semana a Montevideo para contar su experiencia —en el marco del ciclo de charlas Pensar en Grande, organizado por la agrupación Jóvenes para el Desarrollo—, Briones relató a Búsqueda su historia de violencia y redención, y resumió su teoría: “Hay que invertir todo lo que haga falta en educar al preso y en darle oportunidades de trabajo: no se puede reinsertar en la sociedad a quien no fue integrado, a quien nunca fue incluido en ella”.

    Este exrecluso está convencido de que “al ayudar al preso se salva a sus víctimas directas”, y se explica: “Yo llegué a 200 delitos por año, o sea que en mi década de ‘rehabilitación’ hubo 2.000 víctimas directas menos. Y en Chile hay entre 45.000 y 50.000 presos. Calcule...”.

    Durante la charla, Briones muestra los cortes en su brazo izquierdo, donde lleva tatuado un demonio de Tasmania que disimula las marcas autoinfligidas en prisión con hojas de afeitar; tiene más de 20 heridas de armas blancas y un 30% del cuerpo quemado.

    Después volverá a aquella imagen que le devolvió su hija abrazada a sus rodillas con su mirada infantil; y ahí se llevará los dedos a los ojos. Y contará que la reinserción de los presos y las oportunidades que da Chile también son parte del debate que provocó la crisis social de su país y que aún amenaza al gobierno de Sebastián Piñera.

    Entretanto, Uruguay mantiene una de las tasas de prisionización más altas de la región y se ubica en los primeros 30 lugares del mundo. Al cierre de octubre había un récord de 11.380 personas privadas de libertad. Si bien el país ha mejorado sus índices de pobreza y de desigualdad, en estos años también han empeorado sus niveles de seguridad y la situación del sistema carcelario tiene directa relación con ello.

    Cada año mueren alrededor de 40 presos en las cárceles uruguayas; al menos una decena de ellos se suicidan. Son una minoría los reclusos que reciben programas de educación: solo uno de cada cinco. Aunque las condiciones de reclusión generales son penosas, hay excepciones, como el trabajo en la cárcel de Punta de Rieles. Pero el panorama global no es alentador y más de la mitad de los que caen en prisión reinciden en el delito.

    En la disyuntiva planteada crecen los discursos represivos que piden cadena perpetua y llegan a plantear hasta “plomo” para los delincuentes, mientras que otros, como Briones, dicen que la vía es darles más garantías y herramientas para integrarlos a la sociedad.

    ADN delincuente

    Briones nació hace 41 años en Lo Espejo, una de las comunas con peores indicadores socioeconómicos de Santiago. A los 13 probó la pasta base y a los 14, Secundaria incompleta, ya era adicto a la droga y al alcohol. Su padre lo había dejado mucho antes, al año de vida; con su madre ausente por trabajo, quedó a cargo de sus tíos, que “jalaban pegamento” y del abuelo, alcohólico, que los golpeaba a todos. A los 15 abandonó los estudios y la casa junto a su hermano, un año menor, hoy preso.

    Al cabo de días en la calle, sin medios, comenzó un viaje que duraría un tercio de su vida: empezó a robar en micros (ómnibus), a desvalijar autos y a entrar a las casas. Luego empezó a robar a la gente, al principio “con mucho miedo”, cuenta. Sumó una veintena de entradas en el Servicio Nacional de Menores (Sename) de Chile, similar al Instituto Nacional de Inclusión Social Adolescente (Inisa) de Uruguay.

    “¿Qué buscaba? Consumir lo que veía: droga, fierros, mujeres; ganar dinero, respeto”, afirma Briones. “Nadie nace con el ADN delincuente”, agrega. Y explica que hay una situación social que crea un modelo que muchos jóvenes sin oportunidades imitan, y ese modelo es un tipo que carga un arma y usa ropa de marca. Hasta la música que escuchan suele glorificar la violencia y las hazañas sexuales. “Esos jóvenes, como fui yo —continúa—, quieren ser parte de eso, usar cadenas de oro, zapatillas Nike, el celular de moda, todo lo que te ilumine la tele, y rápido. Es como tener una lealtad a algo, aunque sea malo”.

    La presidenta del Inisa, Gabriela Fulco, dijo tiempo atrás a Búsqueda que algunos jóvenes son irrecuperables, porque “el quiebre” de códigos es “tan profundo” que no hay “esperanza” de rehabilitarlos a todos. “¿Cómo se pierde sensibilidad frente a la víctima de una rapiña que pide ‘por favor, no me mates’, y termina con un tiro en la cabeza?”, planteó la jerarca a cargo de la custodia de más de 300 menores infractores privados de libertad.

    Uruguay mantiene una de las tasas de prisionización más altas de la región y se ubica en los primeros 30 lugares del mundo. Al cierre de octubre había un récord de 11.380 personas privadas de libertad.

    El exrecluso no cree que haya “irrecuperables”, aunque concede que hay casos “muy complicados”, sobre todo entre los adolescentes. “La primera vez que me internaron en el Sename tenía 15 años. Al llegar vi cómo uno de 17 masturbaba a otro de 13 mientras la guardia dejaba hacer y decenas de chicos mirábamos los Power Rangers en una tele”, relata. A los días ya peleaba a los puños con otros internos y a las semanas se fugó.

    Ya no soportaba más. Era un menor asustado e iracundo. Empezó a robar, arma en mano, “empastillado hasta el pelo”, y pasó a ser el Flaco, apodo que le daba estatus y orgullo, dice.

    Aunque su relato hoy resulta más bien cálido, lejos de una imagen temible —aspecto prolijo, ojos vivos, voz firme, sonrisa algo desconfiada—, dijo haber “sobrevivido al Sename”, donde adquirió los hábitos criminales y se graduó como delincuente: “Aprendí el lenguaje, a ir ‘tapizado’ (vestido), a no ‘sapear’ (delatar), a no trabajar, a ser ladrón. Pero en la cárcel viví 10 veces más violencia; entré de lleno en la subcultura criminal”.

    Insiste en que el internado de menores infractores es “la escuela de la delincuencia” y la cárcel “la universidad”, de donde “nadie sale rehabilitado”, o muy pocos. “¿Quiénes se quedan ahí? Los pobres; este sistema es así”, sigue, y agrega: “Cuando hablan de reinsertar al preso a la sociedad se subestima que la mayoría no fueron integrados, nunca formaron parte de ella”.

    Y plantea: “¿Cómo pedirles que de mayores respeten las normas de convivencia y de institucionalidad y de ciudadanía cuando de niños y jóvenes fueron excluidos de todo?”.

    “Mi mundo era la delincuencia, la droga, el Sename, la cárcel, la calle. Nunca tuve carné de salud, nunca me revisó un doctor, nunca hice un trámite, un examen, nunca tuve contacto con la sociedad dominante. Solo tenía mi forma de pensar, ‘huevón, yo salgo a chorear y la gano’. Nunca había trabajado, al principio me daba vergüenza que me vieran trabajar. ¡Yo era ladrón!”, dice. 

    Más seguridad y oportunidades

    Una vez mayor de edad, las penas aumentaron. Briones siguió su tren de vida sin freno. Acabó condenado a siete años de prisión por robos en la Penitenciaría de Santiago Sur, donde vivió hacinamiento, torturas y participó en conflictos entre bandas rivales. Salió, dice, “más deshumanizado, drogadicto y violento”.

    Durante unos meses buscó trabajo, limpiar sus antecedentes. Pero no lo consiguió, volvió a delinquir y fue a parar otra vez a la cárcel, ahora por tres años. 

    La presidenta del Inisa, Gabriela Fulco, dijo tiempo atrás a Búsqueda que algunos jóvenes son irrecuperables, porque “el quiebre” de códigos es “tan profundo” que no hay “esperanza” de rehabilitarlos a todos.

    En prisión conoció a un sacerdote que lo ayudó, y abrazó la religión con entusiasmo. “Fue la primera persona que se fijó en mí, que me trató con humanidad”, recuerda. A meses de recuperar su libertad y a poco de cumplir 30 años consiguió su primer empleo, formó pareja y tuvo una hija. Y recayó. Hasta que ocurrió ese punto de inflexión o “milagro” que lo hizo corregir su rumbo de vida.

    Pasó un año en un centro  de rehabilitación, empezó a trabajar, retomó los estudios, se casó y en 2017 se tituló de trabajador social. En 2018 fundó una organización de inspiración cristiana que ayuda a otros presos y el gobierno le encomendó operar con planes de educación y proyectos de vida dentro de un módulo entero con 72 presos del penal más violento de Chile.

    Uno de los problemas clave en los centros penitenciarios, según el exrecluso, es que el 70% de los presos son adictos a las drogas. La mayoría son jóvenes de entre 18 y 30 años, casi analfabetos, lo que complica aún más la posibilidad de “habilitarlos”. 

    Por eso va más allá y en lugar de rehabilitar plantea que el objetivo del sistema penitenciario debe ser “la integración social”, por entender que “la seguridad combate el delito, pero las oportunidades combaten la delincuencia”. “Mientras, la cárcel seguirá siendo fuente de violencia, de desintegración y de nuevos delitos”, dice Briones tras sobrevivir 18 años en ese mundo.

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