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A principios de 2011 Pepe Vázquez se retiró de la Comedia Nacional, tres años después que lo había hecho Julio Calcagno. Entrevistado por Búsqueda, Vázquez aventuró: “Ahora esperaremos a que (Jorge) Bolani cumpla 70 años para volver a hacer El viento entre los álamos.Cuanto más viejos estemos, mejor saldrá”. Ahora que el protagonista de Whisky volvió al llano, los hechos le dan la razón. El reestreno de esta comedia permite reencontrarse con una de las mejores piezas de las tablas montevideanas en lo que va del siglo.
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Durante tres temporadas (2005, 2006 y 2007), esta historieta protagonizada por tres veteranos de la Primera Guerra Mundial que viven su otoño en un asilo en las afueras de París, recorrió con enorme éxito toda la ciudad. Se estrenó en la Verdi, pasó al Notariado, giró por salas barriales y la Carpa Municipal, recorrió el interior y bajó de cartel a sala llena en el Solís. “Siempre nos ilusionamos con el retorno. Fue la gente que en estos años no dejó de preguntarnos ‘¿cuándo vuelven?’”, dice Mario Ferreira, director de la puesta, que con escasas variaciones se repuso en el Teatro Alianza.
Tres ancianos ven pasar el tiempo en la terraza del asilo donde están confinados. Son hombres duros, templados a fuego de balas, sobrevivientes de la Línea Maginot, veteranos de la última guerra de trincheras. Y ahora se dedican a asolearse. Esa planchada con vista al campo es ahora su territorio y están dispuestos a defenderlo a bata y bastón ante la amenaza de que sea invadido por otros internos.
La personalidad de los tres individuos es pintada con trazo nítido por el francés Gérald Sybleiras (1961), un autor no muy prolífico, que tuvo el olfato de hallar un tema sensible para la sociedad francesa, el de los viejos soldados que poblaban los geriátricos europeos durante las últimas décadas del siglo XX. Le Vent des Peupliers —el título original— se estrenó en Francia en 2003, con tal éxito que el dramaturgo británico Tom Stoppard (autor de Arcadia, en cartel por la Comedia Nacional) la tradujo al inglés como Heroes en 2005 y la transformó en un hit de la escena global, a lo largo de Europa y América.
Renée (Calcagno) está internado hace 25 años, tiene una familia que nunca lo visita pero le escribe cartas que no lee, y se regodea con las alumnas adolescentes de un colegio vecino al asilo mientras dispara acidez e ironía a discreción. Fernando (Vázquez), el cascarrabias del trío, llegó hace seis meses, aún se mantiene en forma, luce con orgullo sus escarapelas, pero paradójicamente, es el más temeroso, consciente de que el mundo de afuera ya no es el suyo. Gustavo (Bolani) tiene un pedazo de obús incrustado en la cabeza y sufre vahídos cada dos por tres, que recuerdan a las “chiripiorcas” de Chespirito. “Me parece que me están viniendo cada vez más seguido”, dice Gustavo. “Nooo, nada que ver”, responden sus camaradas. Además de mantener su histrión en plena forma, saca notable provecho de su anatomía desgarbada, que se desarma a cada paso. Parece que sus huesos se van a desparramar en escena como en un dibujo animado. En efecto, todo aquí tiene visos de cómic. Puntazo para Mario Ferreira, que diez años después ha logrado mejorar aún lo que ya era muy bueno. El vino viejo bien guardado se ha vuelto un jerez exquisito.
Los tres viejos achacosos pasan la tarde entre importantísimas nimiedades y rutinas de naderías. Que la Hermana Magdalena, la maquiavélica regente del asilo a quien ninguno se anima a enfrentar, quiere eliminar a uno de ellos porque cumple años el mismo día que otro; que la estatua canina que los acompaña en la terraza debe estar ahí y no aquí; que las alumnas del colegio de al lado se insinúan con esas polleras cortitas y se hacen irresistibles (bienvenida la incorrección que nos ha regalado el paso del tiempo); y que los 600 metros que los separan de esa línea de álamos, detrás de la cual la vida sigue su curso vertiginoso son, al fin y al cabo, la última distancia que les queda por recorrer.
El paso inexorable de la parca se anuncia por carta, cuando se lleva a algún familiar, o en persona, cuando le toca a otro internado. Escrito con sencillez y maestría, el texto refleja cómo se aleja la vida y se vuelve cotidiano el final. Pero, y aquí está la virtud de esta obra, sin drama ni búsqueda de culpables ni editoriales moralizantes. Así es la vida y así es la muerte.
La puesta en escena se mantiene. Proyecciones de cielos y nubes sobre marco blanco, tres sillas y un perro de losa. La música de Sylvia Meyer se desliza sobre los versos de Carlos Maggi: “No es posible morir en paz después de haber vivido la guerra, (…) álamos altos en la tierra hundidos, juntos en la noche que no tiene paz”.
Es una experiencia liberadora reírse de —y con—estos tres vejetes. Porque ahora que están despojados de los cartones y almidones oficiales, disfrutan como cerdos. Los tres —pero especialmente Calcagno— tensan la cuerda, corren la raya, improvisan a piacere, llevan la ironía a terrenos poco explorados, como un experimentado trío de jazz en un sótano de Manhattan un sábado a las tres de la mañana. Se sorprenden, se encuentran, se pierden, se olvidan de la letra, se la recuerdan y se ríen con solo mirarse. El actor-creador al palo. El público se suma desde el vamos, cómplice de esta fiesta de teatro. Al final, además de haber presenciado una ficción de gran calidad, queda la agradable sensación de haber compartido cien minutos de intimidad con tres de los mejores actores uruguayos de los últimos 40 años.
El viento entre los álamos, de Gérald Sybleiras. Teatro Alianza, Sala China Zorrilla (Paraguay 1217) Miércoles y jueves, 21 h. Abitab, $ 360.