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El viernes 14 de febrero se lo vio recorriendo las calles en las Llamadas del Barrio Sur. Vestía un traje colorido y llevaba un tambor: formaba parte, como tantas otras veces, de la Comparsa C 1080. Exactamente diez días después, el lunes 24, Carlos Páez Vilaró murió a los 90 años en Casapueblo. Sobre sus espaldas descansa una extensa trayectoria de pintor y “hacedor”, como le gustaba definirse a sí mismo.
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Para expresarse prefirió muchas veces el mural. Hay grandes pinturas suyas en la sede de la Organización de los Estados Americanos (OEA) en Washington, en el hotel Conrad de Punta del Este, en hospitales chilenos y argentinos y en los aeropuertos de Haití y Panamá. En 2003 fue nombrado ciudadano ilustre de Montevideo y en 2005 recibió en Buenos Aires el premio “Artista de las dos orillas”, del Consejo de la legislatura de esa ciudad. En 1956, Páez Vilaró dirigió el Museo de Arte Moderno de Montevideo, y en 1958 fue secretario del Centro de Artes Populares del Uruguay.
Desde Punta del Este al conventillo Mediomundo, el artista disfrutó del contacto con la gente, que apreciaba su afabilidad. Fue esta gente la que asistió a su velatorio en la mañana del martes 25, en la Sala Mario Benedetti de la Asociación General de Autores del Uruguay (Agadu). Luego el cortejo fúnebre se dirigió al Palacio Legislativo y a mediodía se realizó el sepelio en el panteón de Agadu, en el Cementerio del Norte.
En esta última despedida estuvo el presidente de la República, José Mujica. “Nunca lo vimos enojado, siempre sonriente, aun en medio de contrariedades y cosas por el estilo: buena lección para los orientales, ¡que sobreviva!”, expresó el mandatario. “Va a sobrevivir en nosotros, en el recuerdo, en la nostalgia, y cada vez que un gurí de este país se plante a mirar el sol”, agregó. “Gracias maestro”.
La obra de Páez, que había nacido el 1º de noviembre de 1923, goza tanto de la extensa admiración popular dentro y fuera de Uruguay, como del franco rechazo de quienes critican la simplicidad de las líneas de su dibujo y sus temas figurativos. Las imágenes que tan bien sabía generar funcionan como distintivos de símbolos universales: la paz, la sensualidad (la forma redondeada de sus mujeres) y la alegría (el uso libre del color).
Sus soles coloridos con reminiscencias indígenas y mejillas rechonchas llegaron a adornar los aviones de Pluna. También decoraron botellas de vino. Un mural suyo se encuentra actualmente en un salón de exposición de ropa blanca de la tienda Arredo.
Páez fue sencillo, directo, llano. Así era cuando hablaba y así fueron sus cuadros. Su pintura podría definirse, en algunos casos, como luminosa y optimista.
Con los años Páez Vilaró se convirtió en una figura sólida de la farándula de las dos orillas, con un pie siempre en Argentina, donde vivía últimamente. En su juventud se radicó en Buenos Aires; allí comenzó a desarrollarse como artista, luego de trabajar como aprendiz de cajista de imprenta.
Volvió a Uruguay en la década de los 40 y en esos años comenzó a vincularse con la comunidad afrouruguaya y el candombe, a través de los habitantes del emblemático conventillo “Mediomundo”. El tema de la cultura negra con los tambores y el carnaval se instaló con fuerza en su obra. Hizo, además, diseños para el vestuario de los lubolos, compuso música y escribió libros como “Entre colores y tambores”, “Mediomundo” y “Las Llamadas”. A estos libros se sumó “Entre mi hijo y yo, la luna”, donde relata su experiencia en la tragedia de los Andes, en la que estuvo su hijo Carlos.
Viajó bastante por África: conoció Senegal, Congo, Liberia, Camerún y Nigeria. En ese tiempo trabajó como coguionista del documental histórico “Batouk”, sobre el colonialismo y la independencia en ese continente, que cerró el Festival de Cannes en 1967.
En sus viajes tomó contacto con figuras pesadas del arte, como Pablo Picasso (una foto lo muestra a su lado con actitud de niño entusiasmado), Salvador Dalí y Giorgio de Chirico. También pasó una temporada con Albert Schweitzer (1875-1965), médico, filósofo, teólogo y músico alemán nacionalizado francés y premio Nobel de la Paz en 1952. Páez convivió con Schweitzer en 1962, en el leprosario que dirigía a orillas del río Ogowe, en África Ecuatorial.
Además de pintar, hizo escultura y cerámica. Valoró mucho su Capilla Multicultos en el cementerio Los Cipreses, en San Isidro, Buenos Aires, con un estilo similar a Casapueblo, donde hizo pinturas y vitrales.
Varios organismos nacionales e internacionales manifestaron el pésame por el fallecimiento de Páez Vilaró. En un comunicado del lunes 24, la OEA, en Washington, lamentó su muerte, ondeando la bandera a media asta. Su secretario general, José Miguel Insulza, no ahorró elogios para el artista: “Uruguay, América y el mundo han perdido a un artista genial, que a partir de la universalidad del arte imprimió un aura personal e inconfundible a su obra. Pocos como él plasmaron la diversidad y el carácter esencial de nuestro continente, y el eco de su trabajo llegó a todo el planeta”.
En 1960 Páez Vilaró pintó el mural “Raíces de la paz” a lo largo de la pared del túnel que conecta dos de los principales edificios de la sede del organismo. Mide 160 metros de largo y sus temas se relacionan con la paz y el desarrollo en América.
La laberíntica Casapueblo en Punta Ballena queda para sus visitantes como el escenario vivo de la capacidad de este artista para atesorar la belleza que se divisa desde los acantilados de cara al mar.