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    Huyó de Bangladesh, la pasó mal en Brasil, llegó hasta el Chuy con coronavirus y hoy vive en el Estadio Charrúa a cargo del Mides

    Cuando las palabras no pueden comunicar, todo el resto comunica. Los gestos se vuelven fundamentales, adquieren otro valor. Las manos, los ojos, cada músculo de la cara al servicio de lo que se quiere transmitir. Debe ser toda una experiencia ver a tres tipos tratando de hacerse entender cuando no hay ni inglés ni idioma universal que acuda al rescate. Es inevitable sentir cierta frustración a los pocos minutos de iniciado este simulacro de conversación que no lleva a ningún sitio. Hasta la pregunta más fácil se vuelve compleja. Pero es 2020 y hay celulares en todos los bolsillos. Después de unos minutos la tecnología y las herramientas de la traducción simultánea ayudan a entablar un diálogo más o menos fluido con este ciudadano de Bangladesh que luego de un periplo de tres meses, que incluyó una primera escala en Cuba, un pasaje por Surinam, un pesadillesco paso por Brasil con robos, golpizas, hambre, caminatas interminables, y un diagnóstico positivo de coronavirus en la frontera del Chuy, ahora está en una sala del Estadio Charrúa de Montevideo intentando contar su historia con un tapabocas a través del Google Translator.

    Se llama Jakir Hossain y tiene 41 años. Eso dice el pasaporte que muestra, porque hablando ni siquiera puede hacer entender su nombre. Salió de Bangladesh escapando de una situación personal y política que cuando la quiere contar lo hace llorar inmediatamente. “Bangladesh politics problems”, chapucea en inglés. Es automático. Menciona a Bangladesh, habla de su familia que quedó allá, de sus padres y hermanos, y llora. Se quiebra. Cuando las palabras no pueden comunicar, todo el resto comunica.

    Jakir fue noticia en Uruguay hace más de un mes. Fue el primer caso de Covid-19 en el departamento de Rocha, un caso importado y bastante insólito. Nadie entendía muy bien qué hacía un bangladeshí perdido en el Chuy, cómo había aparecido ahí, solo con lo puesto. Sin dinero, con hambre y sed. Fue encontrado por la policía en la frontera, estaba viviendo en la calle. Le hicieron el hisopado de rigor: además de todo, tenía coronavirus. A partir de allí se activó un protocolo sanitario para hacerse cargo de su situación. Hizo unos días de cuarentena en un polideportivo de la ciudad fronteriza. Durante esos días de confinamiento, un médico pakistaní instalado en el Chuy sirvió de puente comunicativo con la realidad uruguaya. Era el único que podía entender el bengalí cerrado de Jakir. Cuando tuvo el alta, el Ministerio de Desarrollo Social (Mides) en coordinación con la Administración de Servicios de Salud del Estado (ASSE) decidieron su traslado a Montevideo.

    Desde hace un mes está viviendo en el Estadio Charrúa, donde practica la selección nacional de rugby. Gracias a un acuerdo con la Unión de Rugby del Uruguay (URU), se acondicionaron las instalaciones para recibir a pacientes positivos en Covid-19 en situación de vulnerabilidad. Hay varias habitaciones privadas con todo el confort destinadas a estos pacientes. Ahí dentro todos le llaman a ese lugar como “el hostel”. “Uruguay, good, good”, dice el bangladeshí, que avisa que quiere quedarse en el Charrúa por lo menos un mes más. “Quiero estar un poco mejor y más saludable”, reafirma la voz femenina y robótica del traductor de Google. “Acá, good”, agrega Hossain. Y levanta sus dos dedos pulgares.

    A Uruguay gracias a YouTube.

    Bangladesh es un país al sur de Asia en el que abunda la gente (son más de 167 millones de habitantes), abundan los ríos y abunda la contaminación. Es, de hecho, el país más contaminado del mundo, quizás como reflejo de una economía saturada de industrias del cuero, ladrillos y textiles. Una nota de El País de Madrid relata que en el río Daleshwar se puede ver cómo dos “gigantescas tuberías” de plantas depuradoras “vomitan espuma blanca”, los peces mueren casi automáticamente y algunos bangladeshíes aprovechan para recogerlos. También son famosas sus malas condiciones de trabajo. El antecedente más escalofriante es el de un accidente en 2013 en el que murieron más de 1.100 trabajadores por el derrumbe de una fábrica.

    Cuatro meses atrás, Jakir Hossain, decidió que tenía que abandonar Bangladesh, pero no por ninguno de estos motivos. Su problema era más inminente y directo: el gobierno quería matarlo. Al menos eso cuenta. De inmediato, y sin que nadie se lo pida intenta dar una prueba. Llama tres veces a su hermano —que todavía vive en Bangladesh— que no lo atiende, pero apenas un par de minutos después devuelve la videollamada.

    La pantalla del celular de Jakir muestra a un hombre muy delgado, postrado en una cama, convaleciente, en un entorno muy precario. Tiene las manos atadas a la altura del abdomen y una venda en la frente con un manchón anaranjado. El hombre no habla, solo jadea dolorosamente. Dice que es su padre. El hermano, que lo filma, dice algunas palabras incomprensibles. La llamada se corta.

    Con el traductor de Google y con Javier —empleado de la Unión de Rugby que trabaja en el “hostel”— Jakir logra hacer entender lo medular de su historia. Él y su familia trabajaban como fabricantes de ropa. Les iba bien, hacían ropa para marcas importantes como Zara, H&M y Lacoste, y pasaban una situación económica relativamente buena, hasta que comenzaron a tener un enfrentamiento con el gobierno. El conflicto es difuso. Según su relato, algunos políticos de su país hacen negocios con las importaciones y exportaciones. Ese fue el origen del problema por el que su vida empezó a correr riesgo. Como huyó, golpearon a su padre; le cortaron un brazo con una herida grave, aunque no llegaron a arrancárselo. Su familia tuvo que escapar de la ciudad en la que vivían y ahora se esconden en la casa de un tío.

    Jakir, de religión musulmana, dice que Alá puede haber tenido algo que ver en su decisión de venir a Uruguay. Pero más que ninguna otra cosa, fue YouTube el factor determinante. Viendo videos en esa aplicación llegó a cuatro conclusiones que le resultaron suficientes: “Buena gente, buen gobierno, no guerra, no terrorismo”. Con dos valijas, dos celulares, US$ 1.500 y un pasaje a Cuba dio comienzo a su travesía.

    Desde Cuba compró un pasaje a Surinam, donde se “aceleraron sus problemas” porque se quedó sin plata. Logró cruzar a Guyana, vivió un mes en una mezquita y luego cruzó a Brasil. Ahí empezó lo peor. En Brasil “no english”, dice Jakir que parece a punto de romper en llanto cada vez que nombra ese país. Cuenta que pedía ayuda (“help me, help me”), pero solo conseguía que le dieran agua y le indicaran erráticamente cómo seguir su camino a Uruguay. En la ciudad de Boa Vista, cercana a Guyana, pasó tres días sin comer hasta que lo rescató un grupo de militares y lo llevó a un campamento. Para llegar a Porto Alegre y luego al Chuy, tuvo que vender un anillo de oro y uno de los dos celulares que llevaba.

    Ahora está en el destino que cuatro meses atrás veía por YouTube, aunque su nueva vida recién empieza. Sin plata, sin contactos y con enormes dificultades para hacerse entender. A Jakir le queda mucho trabajo por delante. Por eso, según cuenta él mismo y confirman sus anfitriones, no quiere salir del estadio y la mayor parte de las horas las pasa en su cuarto, hablando con gente por el celular, trabajando. Su objetivo es dedicarse a su especialidad: la ropa. Quiere importar los productos con los que trabajaba en su país o al menos las telas. Un amigo que dice tener en Singapur es su principal aliado para conseguirlo. Su siguiente objetivo es traer a su madre.

    La directora de Vulnerabilidad del Mides, Fernanda Auersperg, dijo a Búsqueda que a partir de su segundo hisopado que confirmó su alta hace unos días, se están haciendo gestiones con Cancillería para regularizar la documentación de Jakir en Uruguay. “Además, estamos buscando alternativas para que pueda aprender español, que es su principal barrera hoy en día”, agregó, y dijo que están pensando en brindarle un lugar en un centro 24 horas “hasta que cuente con las herramientas necesarias para que pueda iniciar su proyecto de vida en Uruguay”.

    Jakir le habla al celular para que traduzca. Espera con expectativa que la voz de Google termine de decir las palabras en español: “Me gustaría quedarme en este estadio por un tiempo”. Y levanta otra vez sus pulgares. Parece que todavía no se siente listo para salir al ruedo. Por si el mensaje no quedó suficientemente claro, vuelve a hablarle al traductor. “Comí muy mal cuando estaba en Brasil”.

    Información Nacional
    2020-07-09T00:00:00