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    Iba sentado al costado de la vida

    Obras maestras: Cuentos de amor de locura y de muerte, de Horacio Quiroga

    Es el 19 de febrero de 1937. El paciente tiene 58 años y una barba espesa que resalta sus mejillas cada vez más hundidas. Está en una habitación del Hospital de Clínicas de Buenos Aires y hace un día le diagnosticaron cáncer de próstata. La noticia le da vueltas en la cabeza y necesita salir a dar un paseo por la ciudad. Cuando regresa a su cama de enfermo, está decidido: se va a suicidar con cianuro. El paciente se llama Horacio Quiroga y ese 19 de febrero morirá.

    Esta historia podría haber formado parte de uno de los cuentos del propio Quiroga (Salto,1878-Buenos Aires,1937), quien vivió perseguido por los accidentes, los suicidios, los vaivenes económicos y las desdichas afectivas. Leer su biografía es seguir la ruta de una especie de maleficio que se apoderó de él y de su familia.

    Cuando era un bebé de brazos, su padre se mató accidentalmente con un disparo de escopeta al bajar de una lancha, y años más tarde, cuando era un adolescente, su padrastro se suicidó. En 1901 la fiebre tifoidea mató a dos de sus hermanos, y ese mismo año, el propio Quiroga mató de un disparo accidental a su amigo Federico Ferrando. Después llegaría el suicidio de su primera esposa y el de su amigo, el escritor Leopoldo Lugones, en 1938. Y como si la maldición se heredara, dos de sus hijos, Eglé y Darío, tuvieron su mismo destino de suicida.

    Es obvio que la literatura de Quiroga está empapada de su trágica experiencia vital, y tal vez para muchos sea el escritor que exorcizó con su obra su propia tragedia humana. Pero para llegar a ser uno de los maestros latinoamericanos del cuento breve, el escritor salteño fue algo más que la encarnación literaria de un destino negro.

    Primero tuvo la influencia de la escuela modernista de Rubén Darío, y después la del realismo y naturalismo de Poe, Maupassant y Kipling. Pero Quiroga fue evolucionando hacia una estética singular que abrió paso al cuento moderno rioplatense. En su Decálogo del perfecto cuentista, registró una especie de arte literario para el relato breve en el que establecía los que serían los rasgos distintivos de su prosa: precisa, estilizada, directa.

    Hoy Quiroga es un clásico de la literatura uruguaya, estudiado en escuelas, liceos e incluso en universidades extranjeras. Pero su literatura no siempre obtuvo reconocimiento. Jorge Luis Borges dijo en una entrevista: “Horacio Quiroga es, en realidad, una superstición uruguaya. La invención de sus cuentos es mala, la emoción nula y la ejecución de una incomparable torpeza”.

    Tal afirmación del escritor argentino se deshilacha al leer Cuentos de amor de locura y de muerte, con el que Quiroga alcanza su madurez literaria y también su reconocimiento. Para contestar las palabras de Borges con un estilo breve y quiroguiano: Invención: inolvidable; emoción: intensa; ejecución: contundente.

    Publicado en 1917, el libro tuvo en su primera edición 18 cuentos, pero Quiroga fue haciendo cambios y depurando la escritura, hasta que finalmente dejó 15 relatos que forman parte de la edición que hoy se conoce. Fiel a su estilo sin vueltas, el escritor pensó un título que condensara su contenido, sin segundas interpretaciones. Y el propio Quiroga dejó establecido que se escribiera todo seguido, sin comas entre las palabras, porque el amor, el desamor, la locura y la muerte derivan unas de otras, se conectan, se atraen.

    En este libro, el mundo está cruzado por la vida salvaje de Misiones y el aparentemente mundo ordenado de la civilización. Por sus páginas pasan peones rurales, parejas que se pierden para siempre, hombres solos en batalla con la naturaleza, empresarios enloquecidos y animales con alma humana. “Todos los cuentos de Quiroga, cualquiera fuera su tema, están construidos de manera impecable. Pero debo señalar que aquellos que se sitúan en Misiones están impregnados del misterio, la pobreza, la amenaza latente de la selva”, escribió Juan Carlos Onetti en el artículo Horacio Quiroga: hijo y padre de la selva.

    Y entonces uno lee A la deriva y se encuentra con Paulino, ese hombre que accidentalmente, porque siempre el accidente irrumpe en algún momento de la vida, pisa una yararacusú y se sube a su canoa en busca de ayuda, aunque conoce su inevitable destino. “Pero el hombre no quería morir”, dice el narrador, y sabemos que no hay “peros” que puedan salvar a este hombre en su travesía por el Paraná y “la amenaza latente de la selva”.

    También uno se puede enfrentar a Los mensú, a esos hombres que acumulan varios trabajos zafrales y por eso son “mensualeros”, de allí su nombre. Ellos suelen gastar sus menguados jornales en varios excesos. “Flacos, despeinados, en calzoncillos, la camisa abierta en largos tajos, descalzos como la mayoría, sucios como todos ellos”, así son los dos mensú, peones de obraje y protagonistas de esta historia que entran en un círculo sin salida de juergas, deudas y muerte.

    Y quien haya leído La gallina degollada no habrá podido olvidar esa historia tremenda con cinco hermanos: cuatro son varones e idiotas, aunque habían nacido sanos; la otra es una niña bella e inteligente, hasta que ocurre la desgracia. La descripción de los hermanos es de una aterradora belleza plástica: “Tenían la lengua entre los labios, los ojos estúpidos, y volvían la cabeza con toda la boca abierta (…) Se animaban solo a comer o cuando veían colores brillantes u oían truenos. Se reían entonces, echando afuera lengua y ríos de baba, radiantes de frenesí bestial”.

    En el libro también hay un buque a la deriva que produce la misteriosa desaparición de los tripulantes de otra embarcación (Los buques suicidantes); hay almohadones que encierran a un ser dominante, de esos que van matando lentamente, como lo hacen algunos hombres (El almohadón de plumas); hay animales que hablan y ansían la libertad que no tienen (El alambre de púas) y hay perros que tienen visiones muy cercanas a la realidad (La insolación).

    La fatalidad de los personajes a veces deriva de algunos de sus vicios. En La miel silvestre un hombre muy goloso no puede contener sus deseos frente a un panal de abejas y termina siendo devorado por hormigas carnívoras. El cuento, como muchas veces sucede en Quiroga, tiene su explicación empírica o científica: la miel de aquel panal es paralizante y el final del pobre personaje, aterrador: “Tuvo aún fuerzas para arrancarse a ese último espanto, y de pronto lanzó un grito, un verdadero alarido, en que la voz del hombre recobra la tonalidad del niño aterrado: por sus piernas trepaba un precipitado río de hormigas negras”.

    Quiroga fue periodista, constructor de canoas, juez de paz, fotógrafo y floricultor en Misiones. Creó con sus colegas y amigos el Consistorio del Gay Saber, una especie de laboratorio literario representativo de las mejores letras de la generación del 900. Su último matrimonio fue con una amiga de su hija Eglé, que lo abandonó en Misiones porque no pudo soportar la selva.

    Cuando supo que iba a morir, Quiroga pidió a las autoridades del hospital que dejaran subir a su habitación a un hombre, Vicente Battistessa, que estaba recluido en el sótano por sus deformidades. La visión de este hombre solitario, sufriente y monstruoso fue la última que tuvo Quiroga antes de morir, dolorosamente, luego de ingerir cianuro. Un final con efecto sorprendente, como le gustaba para el remate de sus cuentos.

    Vida Cultural
    2015-06-18T00:00:00