Taddei habló con Búsqueda sobre su periplo entre la Suiza de América y la de Europa.
—¿Cómo es la historia de su familia?
—Los Taddei venimos de pescadores y cultivadores de vid de la zona norte de Italia y sur de Suiza, afincada al pie del Monte Brè, sobre el lago de Lugano. Con la II Guerra Mundial, nuestros abuelos paternos vinieron con su hijo pequeño a Uruguay y se dedicaron al oficio de las molduras de yeso para la construcción. Mi abuelo trabajó en los talleres de José Belloni y armó una empresa constructora. Mi papá fue artista plástico, trabajó en el campo, y con la crisis de los 60 se volvió a Suiza con mi madre y nosotros, con uno y tres años. Luego nos volvimos a Uruguay cuando terminé la escuela. Mi familia es como la canción de Martín Buscaglia: “Ir y volver”.
—¿Qué recuerda de esa infancia en Suiza?
—Nos criamos en Pregassona, un pueblito en el medio del campo, muy calmo, con mucho verde, silencio, viñedos y nieve. Hice la escuela en plena naturaleza. La educación primaria apuntaba a lo ecológico: el cuidado del agua, de la basura, de la energía. Eran obsesivos con ese tema. Que cada familia se hiciera responsable de su entorno ambiental. A tal punto que se me vuelve incontrolable la culpa. No me puedo controlar si alguien deja el aire acondicionado prendido y la ventana abierta.
—¿Cómo fue venir a Montevideo en los 80?
—Volvimos en el 81, en pleno Mundialito. Hicimos el viaje en un transatlántico desde Italia, que puso 15 días, un viaje alucinante, cargados con guitarras, bombos y charangos. Nos instalamos en La Blanqueada, por Carlos Anaya, lindo barrio. Allí fuimos al Liceo 8 y nos costó adaptarnos. Éramos los raros, con acento raro, y hasta los peinados eran raros. Yo no escuchaba a Menudo y Parchís sino a los Inti Illimani, y les hablaba del Che Guevara… “¿Qué es esto?, ¡no hablen con esta comunista!”, decían (ríe). Todos me tomaban el pelo, y eso me chocaba mucho porque en la escuela suiza hay mucho respeto. No te tomaban el pelo por ser flaco, alto o morocho, y acá se da mucho la burla. Yo ligaba bastante hasta que me avivé y lo bajé a uno de un piñazo (ríe).
—¿Cuál es su primer recuerdo musical?
—Mi casa en Suiza siempre estaba abierta a los exiliados que llegaban a Europa, por los contactos de mi viejo. Pasaron muchos músicos y artistas, y eso fue una gran escuela que nos permitió una apertura de géneros, autores y poetas. Mi madre me compró un acordeón a piano chiquito cuando tenía tres años. Lo tenía siempre conmigo, iba a jugar con él a cuestas, y le sacaba melodías. Hasta que una noche lo dejé en un murito y me lo arruinó la lluvia. En la escuela, en Suiza, tuve educación musical curricular y canté durante muchos años en coros. Por suerte tengo esa base.
—¿Ya estaban tocando en el grupo familiar?
—Sí, desde los últimos años en Suiza, con mis viejos, mi hermano y mis primos. Hacíamos folclore andino, de Violeta Parra, Zitarrosa e Inti Illimani, que eran furor en Lugano porque estaban radicados en Italia. Yo tocaba el bombo y las tarkas. Afanaba acordes de guitarra de mi primo, inventábamos arreglos de voces y tocábamos en fiestas latinoamericanas, que había por todos lados.
—¿Cómo surgió lo del canto?
—En ese marco, cantar era algo natural. Luego, en el liceo, con Claudio armamos muchas cantarolas en mi casa y en los campamentos, y a los 15 años ganamos un concurso de canto y viajamos a Francia. Cantamos juntos con Claudio como hasta los 20 años, y seguimos nuestros caminos, siempre en contacto. Me influenció mucho la figura de Violeta Parra, me invadió su energía femenina. Y aunque en aquella burbuja no entendía nada de lo que pasaba en el mundo, esos textos me cautivaban y me emocionaban. Al cantar siempre conecto con mi infancia en Suiza.
—¿Es difícil especificar qué canta Rossana Taddei?
—Puede ser. Cantábamos desde folclore italiano a canciones rusas, que son maravillosas. Los folclores, músicas arraigadas a los lugares, siempre te conmueven. Hace poco fuimos con Cheché a Sicilia y conocimos la tarantella, que surgió como un ritual ancestral de sanación. Quien era picado por una tarántula, debía bailar durante horas hasta caer fundido, desmayado. Todo un símbolo de exorcismo del mal, el dolor, la pérdida, la angustia.
—¿Qué sucedió en 1985 que marca el inicio de su carrera?
—Ese año una prima me invita a participar de un concurso latinoamericano de canción francesa llamado L’air du temp, cuyo premio era un viaje a París a cantar en ese festival. Ella tenía elegido el poema de Carlos Maggi Apenas enamorada (Toute juste amoureuse). Yo tenía 15 años y ni idea de quién era ese señor. Claudio nos ayudó con la guitarra y la melodía y lo cantamos a tres voces femeninas, una armonía cristalina, aterciopelada. Superamos todas las etapas y ganamos el concurso, pero dos días antes de viajar sufrimos un copamiento con siete delincuentes y mi padre recibió un balazo. Se salvó de casualidad. Cuando entré a verlo a la sala me dijo: “Vos te vas”. Me fui en shock total, a cantar algo que ya no me importaba, y pensando en mi papá. Elijo ese momento tan potente, mezcla de euforia y drama, como comienzo: el día en que mi viejo nació de vuelta.
—¿Cómo se convirtió en cantautora?
—Sin darme cuenta, la presencia de Violeta Parra era muy fuerte, así como la inspiración de mi madre, que nunca cantó en vivo pero en casa cantaba siempre. Junto a las voces italianas como Mina y Fabrizio D’Andre, estaba el impulso a la creatividad de la escuela suiza: nos hacían escribir poemas, agregarles dibujos y luego recitarlos. Aún conservo esos cuadernos. Ahí está la primera canción que hice, Al revés. Después mi primo José Luis me regaló un diario en blanco, empecé a llenarlo y hasta el día de hoy sigo escribiendo bitácoras. Seguí haciendo canciones, grabé dos discos con Claudio —Camarón Bombay y De Minas a París, ambos por Sondor—, e hice mi primer disco solista, Tu luz violeta. Hasta que apareció Leo Maslíah, le mostré mis canciones e increíblemente para mí, me invitó a hacer un disco juntos, Taddei Maslíah, en 1997.
—¿Cómo desarrolló esa variedad de matices en su voz?
—La base viene de la escuela, donde el maestro de canto nos enseñó a respirar para cantar. Y acá fui a clases con Estela Ibarburu (destacada pianista y cantante clásica), la mamá de Estela Magnone, y otras profesoras que me inculcaban el estilo lírico, pero a mí me interesaba la música popular. Quería cantar mis canciones. Con ellas aprendí a respirar, colocar la voz y proyectar el sonido. Incluso ensayé en el coro de aquella Aída que se hizo en el Sodre a medio construir, dirigida por Stefano Poda, pero al final no canté.
—¿Cómo articula el rol de compositora con el de intérprete?
—Interpretar a otros te quita el peso de cantar algo tuyo, cuando estás demasiado ligada afectivamente con eso. Hasta que lográs soltarlo y abordar esa canción como si no fuera tuya. Pasás a ser un intérprete de vos mismo, y eso me gusta. Por eso es más fácil, divertido y relajado hacer un tema ajeno, porque me lo apropio con total libertad.
—Cuando improvisa, ¿de donde viene esa faceta espiritual?
—En esos momentos siento que entro en contacto con otra parte, con alguna fuente, y no soy del todo consciente de lo que sucede. Otra cuestión que entra a tallar en mi canto es la vocación por el trabajo corporal. En el momento del canto recurro a mi formación como docente de educación física en el ISEF. Esa carrera es una belleza. Aprendés mucho sobre ritmo y juego, un complemento fantástico para la creación.
—¿Ejerció la docencia?
—Sí, durante diez años, gimnasia formativa con preescolares y mujeres. Di clases de natación, me encanta y sigo nadando. La parte lúdica y recreativa alimentó mucho mis talleres de música. Ayudarte a que cantes y seas libre con tu voz, a que tu cuerpo se libere de esa coraza estructurada a tal punto que si te hago bailar te viene un ataque de locura porque pensás que es un ridículo total. Trabajo con el ridículo de la manera más espantosa que se te pueda ocurrir.
—¿Está de acuerdo en que su figura se potencia en el escenario?
—El disco se completa cuando se lo presenta en vivo y la gente te lo devuelve. En vivo, es el disco más el público, es cuando se aprecia totalmente a un artista. Las emociones son diferentes que en el estudio. La energía que descargó Ney Matogrosso este año todavía me dura. Esos artistas son místicos.
—¿Cómo se conocieron con Etchenique?
—Cheché tocaba con Jaime Roos y yo iba a los candombailes. Sin conocerlo, bailaba con su ritmo. Lo vi con Los Pusilánimes de Hugo Fattoruso, que me partió el cerebro, y lo conocí en la banda de Leo Maslíah. Me hacía reír. Después, él se fue a tocar en los cruceros del Caribe, hasta que en 2004 lo invité en un tema de Saliendo al sol, el disco que hice con Nico Mora. Terminamos girando los tres por Rocha todo el verano. Y bueno…
Vida Cultural
2015-09-03T00:00:00
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