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    La Historia como debe ser contada

    “Lincoln”, de Steven Spielberg

    Todo el mundo sabe que Abraham Lincoln (1809-1865) fue un gran hombre, un presidente excepcional y una de las mayores figuras históricas de la humanidad. Abolió la infame esclavitud, ganó una guerra fratricida y sangrienta, terminó con la absurda secesión de la Confederación y preservó la unidad de Estados Unidos hasta entregar la vida por esa causa. De origen humilde y escasa educación, ejerció la abogacía y llegó en 1860 a la Presidencia del país con el 39% de los votos para su Partido Republicano (los demócratas votaron divididos y ello lo favoreció), pero en su reelección de 1864 arrasó con el 55% de los votos y creyó que estaba pronto para lograr que el Congreso votara la 13ª enmienda constitucional que abolía la esclavitud. Pero enfrentaba un problema: si la guerra terminaba antes, los diputados sureños reincorporados al Parlamento se iban a oponer a la medida. Si lograba que se votara ya, le faltaban aún 20 votos para obtener la mayoría necesaria. Era una cuestión de importancia vital aprobar la 13ª enmienda antes de cesar la guerra, aunque las tratativas para firmar la paz estuvieran ya encaminadas.

     Acá es donde comienza la película de Spielberg. Es un largo y apasionante juego político donde se debate uno de los temas fundamentales de la era moderna: aunque parezca increíble para las mentes actuales, hace apenas 150 años había hombres que consideraban a otros hombres como inferiores, al punto de comprarlos y venderlos como mercancía y disponer de su vida si lo creían oportuno. Había seres humanos que no eran considerados como tales, tratados como bestias de carga y colocados en una escala menor que los perros y los caballos, a los que seguramente se dispensaba un trato hasta cariñoso. Claro que había un factor económico en todo ello: liberar a los esclavos equivalía para los dueños de las plantaciones de algodón (no había industrias en el Sur) tener que pagar sueldos en lugar de explotar la mano de obra gratuita. Repugnante excusa que mucha (muchísima) gente consideraba muy válida.

     Que un presidente reivindicara el derecho de los esclavos a ser libres parecería en este siglo XXI un argumento medieval, pero en la segunda mitad del XIX las discusiones en el Congreso de los EEUU eran muy acaloradas. Lo curioso para espectadores actuales es comprobar que eran los republicanos los abolicionistas y liberales, mientras que los demócratas eran no solamente esclavistas sino ultrarreaccionarios. Claro, habían perdido la elección por paliza, seguramente muchos de quienes estaban ocupando escaños no volverían luego del cambio de legislatura, por lo que el presidente pensaba que se podía maniobrar entre esos diputados opositores que ya no tenían compromiso político y hasta comprar votos con promesas de cargos y otras prebendas.

     Ahí es donde se luce el libreto de Tony Kushner (autor de “Ángeles en América”). Toda la cocina del gobierno de Lincoln, la trastienda de sus decisiones políticas, las discusiones entre los ministros, el secretario de Estado, los representantes del ala radical del partido y las voces airadas de la oposición, dan lugar a un inteligente juego de contrastes y contraluces, porque Lincoln es un político hábil y sabe dónde tiene que golpear puertas, mientras todos los demás bailan según su ritmo dentro de un clima tenso que está cerca de convertir al filme en un thriller de suspenso. Y Spielberg sabe mover con maestría los hilos de la trama porque es un notable realizador de cine, discípulo de los grandes maestros David Lean, William Wyler y George Stevens. Hay un Spielberg juguetón, que se divierte haciendo ágiles aventuras para todo público, y hay otro Spielberg serio, dedicado a temas que le importan y que ha logrado títulos excelentes como “El imperio del sol”, “La lista de Schindler”, “Amistad”, “Rescatando al soldado Ryan” y “Munich”.

     Ese es el Spielberg de Lincoln, el demócrata liberal que se anima a recordar que antes eran los republicanos quienes tenían ideas progresistas, y que si Barack Obama está sentado hoy en la Casa Blanca es debido a ellos. Pero no se trata solamente de hacer un filme discursivo tipo lección de Historia. Spielberg maneja un lenguaje refinado a través de su notable fotógrafo Janusz Kaminski, logrando que la luz y el tono del color se adecuen perfectamente a la época, de manera de que cada encuadre posea una calidad plástica realmente brillante, realzando la perfecta reconstrucción de época con un detallismo en escenografía, vestuario, utilería y maquillaje verdaderamente exquisito. Y la música del consagrado John Williams es otro punto a favor.

     Pero, ¿qué sería de todo esto sin un elenco espléndido? Cada uno de los papeles está a cargo de actores de primera: Sally Field como la esposa Mary Todd; Tommy Lee Jones como Thaddeus Stevens, líder del ala radical; David Strathairn como el secretario de Estado William Seward; Joseph Gordon-Levitt como el hijo mayor Robert Lincoln; Hal Holbrook como el veterano consejero político Preston Blair; James Spader, John Hawkes y Jackie Earle Haley como los encargados de “convencer” a los opositores demócratas; Lee Pace como un enfervorizado líder antiabolicionista. Todos están notables y es absurdo que en los Screen Actors Guild Awards se haya premiado al elenco de “Argo” en lugar de éste. Parece desde ya que el Oscar (y el filme tiene 12 nominaciones) no se inclinaría por Lincoln ni por Spielberg. Qué injusticia.

     Pero quien no tiene rival es Daniel Day-Lewis. Si no gana sería todo un despropósito. Ya tiene un Globo de Oro, un Screen Actors Guild Award y un Bafta. Nadie se atreve a discutirlo. El actor inglés se mete en la piel de Lincoln como si hubiese nacido para el papel. Es tan minuciosa su labor, tan cuidada de gestos, de actitud, de voz y hasta de humor, que es toda una obra maestra de composición. Pero no es un trabajo de maquillaje como el de Paul Muni en “Juárez”. Es natural, minimalista, rico en matices, porque Day-Lewis (que parece altísimo) sabe mostrar autoridad y luego volverse campechano para contar un (mal) chiste, o para confraternizar con funcionarios menores de su gobierno, o para discutir con su esposa de cosas cotidianas que refieren a hijos, a familia, a relación de pareja.

     Para “Petróleo sangriento” (que le valió su segundo Oscar en 2007 luego del primero por “Mi pie izquierdo” en 1989), el actor sacaba un tono de voz y un acento que el oído educado de un espectador podía identificar como la forma de hablar de Walter Huston (Oscar por “El tesoro de la Sierra Madre”, 1948) y aún la de su hijo, el director y actor John  Huston. Acá en cambio se escucha una voz parecida (en inflexión, en calidad tonal, como algo afónica, quebrada y susurrante) a la del gran Walter Brennan, que ganó tres Oscars entre 1936 y 1940, el último por “El caballero del desierto” de William Wyler. Aprender de los mayores no es robar. Es reformularlo para sonar auténtico y convincente. Una actuación memorable para uno de los filmes de este año y de varios años, porque vale como documento histórico, como estudio de una personalidad fascinante y como película de gran calidad visual y sonora. Es para ver y escuchar, porque lo que se dice es siempre interesante y sin lugar a dudas aleccionador. En tema y en forma, como el cine debe ser.

     “Lincoln”. EEUU, 2012. Dirigida por Steven Spielberg. Escrita por Tony Kushner sobre “Team of  Rivals” de Doris Kearns Goodwin. Duración: 150 minutos.

     Jaime E. Costa