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En cierto momento de esta investigación a propósito de la vida del poeta, agitador, soldado de no sé qué patria y activista político Eduard Savienko, más conocido como “Limónov”, el escritor francés Emmanuel Carrère se detuvo a pensar cómo era posible interpretar a semejante personaje. Y llegó a la conclusión de que solo había que levantar el telón y mostrarlo: poeta marginal en los estertores de la Unión Soviética, novelista vagabundo y mayordomo de un millonario en los Estados Unidos, consagrado hombre de letras en París, soldado devoto de la causa serbia en la guerra de los Balcanes y por estos días un renombrado opositor al gobierno de la Federación Rusa. Pero si alguien desea ir un poco más allá y analizar la existencia de este ucraniano, dice Carrère, solo puede hacerlo desde los parámetros de Philip K. Dick, es decir, desde la ciencia ficción. Una vez más, la realidad con sus sorprendentes, locos y aguzados matices, sobrepasa por lejos a la fantasía.
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Las geografías históricas que atravesó Limónov, hoy un señor de 70 años un tanto más aplacado, son directamente proporcionales a su voluntad, tan jugada como aventurera y bastante siniestra. Su biografía es apasionante porque estamos ante un personaje con diversos uniformes y pliegues, que en definitiva son los que tiene también la buena historia, la que sospecha de la inocencia de los inocentes. Nada que valga la pena es solo blanco o negro.
Limónov es un tipo complejo, contradictorio, por momentos de furibunda sinceridad, la mayor parte del tiempo oscuro, a veces simpático, a veces asqueroso. Es comunista, fascista, reaccionario, todo en un mismo envase. Si Stalin era el malo de la película, él lo defendía; si Gorbachov era el bueno, él lo atacaba. Carrère trata de entender, no de juzgar. Por eso Limónov se va desplegando como un abogado del diablo, un defensor del proletariado más lumpen, un resentido detractor de cualquier tipo de intelectualidad agrupada, un amante promiscuo y celoso, un demente contenido y no tan, un terrorista de guante blanco y finalmente un escritor inteligente. Una bestia equilátera de múltiples entradas. El mejor de los materiales para una biografía.
Fue educado en una familia orgullosa del imperio soviético. Su padre era un soldado fiel, luego vinculado al aparato estalinista. Eran tiempos de extrema claridad: o estabas con el bloque monolítico o eras un enemigo a combatir. En su casa tenían lo necesario, que no era mucho. Limónov aprendió a vivir con un colchón sucio, una mesa de trabajo, una máquina de escribir, un puñado de libros y vodka, eso sí, sin límites. La austeridad del espartano. Y así lo hizo durante toda su vida, cuando fue un pelagatos y cuando se convirtió en una celebridad y fundó su propio partido político.
Durante su adolescencia compartió calles oscuras y borracheras con delincuentes que oscilaban entre la poesía under, las grescas con la Policía y un futuro donde lo máximo era trabajar en la fábrica La Hoz y el Martillo y soñar con mujeres de grandes tetas. En fin, la Unión Soviética. Después de vagar por ciudades ucranianas de pobres corazones y de caminar la extensa, sombría y monumental Moscú, se hartó de respirar el aire totalitario, la insufrible propaganda oficial y los amenazantes Volgas negros, él, que siempre se sintió del pueblo, él, que siempre abrazó la causa comunista y nunca temió a ningún campo de reeducación ni a pelotón de fusilamiento.
Con su compañera de turno fue a parar a los Estados Unidos, donde también vivió a salto de mata. Allí conoció otro tipo de miseria pero miseria al fin, la que padecen los sin techo, los negros que viven del paro, los yonquis y las putas, en pensiones y hoteles malolientes como el Winslow, donde se refugiaban los rusos pobres, o el Embassy, imperio de chulos y traficantes de cuarta. La miseria capitalista, digamos. Así se largó a escribir sobre sus experiencias con detalles tan reveladores como sórdidos. Una de sus primeras novelas se llamó “El poeta prefiere a los negrazos”.
Comenzó a frecuentar ambientes culturales de escritores, músicos y pintores. En fiestas de gente ambientada le presentaron a disidentes como Nuréyev. Pero Limónov, que durmió a la intemperie y tuvo sexo en las plazas (con hombres y mujeres), despreciaba ese mundo de exiliados acomodados, de tipejos que hablan mal de su país y son idolatrados a quilómetros de distancia. Está bien, decía Eduard: la Unión Soviética apesta, pero ¿existe algún sistema que no destile azufre y podredumbre? Que a Sájarov, Brodsky y Solzhenitsyn les den por el culo.
Miren lo que es capaz de hacer un poeta como Limónov. En determinado momento sedujo a una ama de llaves y consiguió trabajo como mayordomo de un millonario. Su comportamiento fue impecable: planchaba las camisas, recogía la mesa, pasaba la aspiradora, guardaba los habanos en su caja de plata. Pero cuando el millonario se ausentaba, le bebía el coñac, revolvía sus cajones y metía putas en su cama. Y en una fiesta en una mansión vecina, la bestia equilátera llegó a subir a la azotea con un rifle y enfocar con la mira, uno a uno, a todos los invitados sin dejar de sentir el dedo en el gatillo. En esos tiempos, sus escritos eran el no va más de un beatnik llegado del frío, y merecieron los elogios de Ferlinghetti.
Pero hay mucho, muchísimo más. Eduard estuvo en París, donde se posicionó como un destacado novelista y un amante de mujeres ya no reventadas sino auténticas bellezas de portada de revista. Y volvió a Moscú siendo una celebridad, cuando se iniciaba la Perestroika y el infame Gorbachov resquebrajaba desde los cimientos a la poderosa, a la invencible Unión Soviética. Fiel a su condición desestabilizadora y sintiendo que nada podía hacer en un imperio que abandonaba casi pacíficamente el totalitarismo sangriento para entrar en una república de la peor calaña occidental, donde se respeta y hasta se alienta el disenso, Limónov se fue a la península balcánica y abrazó la causa serbia con un fusil en la mano. Allí estaban la necesidad de insurgencia, la pasión y los nacionalismos a ultranza que su país procuraba abandonar. Una zona donde la cosa iba en serio y había que tenerlos bien puestos. Por si fuera poco, el poeta también puede hablar por experiencia propia y en épocas de relativa paz de las prisiones de Lefórtovo y Sarátov y de los campos de trabajo en Engels. Quien no estuvo bajo rejas es un mariquita.
Semejante parafernalia es posible porque la realidad brota por sí misma y nos trae a esta clase de personajes. Pero el gran valor de Limónov reside en el ritmo vertiginoso e hipnótico que le imprime Emmanuel Carrére (París, 1957), un escritor que conoce de primera mano al personaje retratado y es capaz de mostrarlo en todos sus matices, desde los más brutales y condenables hasta los amables y compartibles. Además, es un repaso con ironía, humor y fineza a los tumultuosos últimos años de la Unión Soviética y los nuevos y no menos violentos de la Federación Rusa, con sus Yeltsin, sus Putin, sus oficiales gorilas (Carrère nos recuerda que Miterrand se apuró a saludar a los golpistas en agosto de 1991), sus mafiosos de nuevos horizontes y sus terroristas chechenos. En medio, como siempre, la gente, los trabajadores de las fábricas, antes exclusivamente estatales, ahora privadas, cuyas plazas y héroes, más allá de todo juicio moral y probada santidad son los que la historia les ha marcado: Pedro, Marx, Lenin, las figuras de la cristiandad, los soldados anónimos caídos durante la invasión nazi y los obreros ejemplares que se deslomaron y posibilitaron que la Madre Rusia fuera lo que fue, lo que es y lo que será.
Además de una extraordinaria novela, un estupendo libro de historia reciente, con un estilo donde periodismo y literatura son una misma cosa.
“Limónov”, de Emmanuel Carrère. Anagrama, 2013, 396 páginas, $ 630.