Cineasta de culto, ídolo pop, saqueador de tumbas, resucitador de estrellas en el ocaso, erudito legitimador de desperdicios cinematográficos. Quentin Tarantino, el nerd del cine que triunfó en la meca del cine. El fan de Jean Luc Godard, de Joe Dante, de las películas de Chow Yun-fat. Trabajó como portero en un cine porno, como dependiente de un videoclub, y su primera película, My Best friend’s Birthday, tardó tres años en rodarse y parte del metraje se considera perdido, toda una leyenda.
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Después de la gran explosión con Perros de la calle (1992) —trágico y violento policial negro que desacomoda la estructura del espacio-tiempo— y Tiempos violentos (1994) —que se nutre de las historias sangrientas de la revista Black Mask, precursora de las novelas de crímenes baratas impresas en pulpa de celulosa para dar vida a elaborado retrato de personajes ligados por historias convergentes—, la influencia de Tarantino se expandió más allá de lo cinematográfico.
En la década de 1990 no solo se tarantinizaron centenares de películas, también lo hicieron programas de televisión (caso obvio: los noteros de Caiga quien caiga, ataviados al estilo Perros de la calle), bandas musicales, cómics y novelas. La explosión fue tan inmensa y desproporcionada que, de repente, para una parte del mundo parecía que el arte de narrar nacía de nuevo con él. Vamos, no cualquiera logra algo así. Tampoco debe ser sencillo sobrevivir a algo así.
Después del temblor
Después de haberse convertido en el epítome de lo cool, de ser el Indiana Jones de la cultura pop del siglo XX, Mr. T. adaptó un libro de Elmore Leonard, contrató actores veteranos, filmó un thriller crepuscular —el primero de su filmografía protagonizado por una mujer, Jackie Brown (1997)—, y muchos fans, tal vez los que celebran la parte más canchera del director, quedaron desconcertados: aquello era tan contenido que no parecía de él. Y después: a la carga con todo, un operístico festival del exceso y el virtuosismo, los dos volúmenes de Kill Bill (2003 y 2004). Nuevamente una figura femenina fuerte como protagonista. Nuevamente una historia de venganza. Nuevamente el homenaje, el reciclaje, la mirada irónica, esta vez hacia el cine de artes marciales chinas. Otra vez la pantalla como vertedero de comillas, guiños y alusiones.
Si en la delirante Bastardos sin gloria (2009) el teniente Aldo Raine encabezaba un escuadrón especial de cazadores de nazis y el realizador regurgitaba el género bélico y el spaghetti western para reescribir el final de la II Guerra Mundial dentro de una sala de cine —Tarantino concentrado—, el siguiente paso, Django sin cadenas (2012), fue otra estrafalaria, ultraviolenta y caricaturesca fábula de venganza ambientada en los años previos a la Guerra Civil (1861-1865), con un esclavo liberado aliándose con un alemán. Ahora, a los 52 años, el director se muestra simultáneamente como el enfant terrible de ingenio salvaje y el cineasta maduro y más oscuro.
Su último trabajo, ambientado en los años posteriores a la Guerra Civil, se presenta como “el octavo filme de Quentin Tarantino” —dice que después del décimo, se retira (no cuentan The Man From Hollywood, el corto que forma parte de Four rooms, de 1995, y Deathproof, de 2007). El título original, The Hateful Eight, juega con la idea de ser también su largometraje más odiado. Y algo de razón tiene.
Esto es lo que sucede en Los 8 más odiados. John Ruth (Kurt Russell) es un cazador de recompensas que lleva a la criminal Daisy Domergue (Jennifer Jason Leigh, ojo morado, sonrisa mefistofélica) rumbo a Red Rock, un pueblo donde ella va a ser ahorcada y él va a recibir su recompensa por eso. El índice de maldad de Daisy, encantadoramente siniestra, crece a tropezones, y hay que armarse de paciencia para presenciar un par de momentos brillantes en los que parece salida de otro mundo —o de un filme de horror y ciencia ficción de bajo presupuesto.
Nieva. En medio del camino se suma a la diligencia de Marquis Warren (Samuel L. Jackson), veterano coronel del Ejército de la Unión, uno de los “azules”, también es cazador de recompensas, pero de otra escuela, por eso prefiere llevarlos muertos. Nieva fuerte. Por si hacía falta algo más, de la nada blanca aparece Chris Mannix (Walton Goggins, de lo mejor de la película, crece a partir del estereotipo hasta convertirse en personaje y no al revés). Mannix dice que va a Red Rock. Que es el nuevo sheriff del pueblo. Ruth desconfía de todo y de todos. ¿No hay un arreglo acá para liberar a esta cretina? Daisy ríe.
La fotografía de Robert Richardson, tres veces ganador del Oscar (Hugo, El aviador, JFK) y nominado anteriormente por Django sin cadenas, es esplendorosa en cada detalle. La música de Ennio Morricone, desde la apertura, ya preparó el clima. El viento crece, la noche se acerca. Se viene el fin del mundo. La tormenta de nieve, el noveno pasajero, obliga a Warren, Daisy, Ruth, Chris y O.B Jackson (James Parks), el conductor de la diligencia, a refugiarse en la Mercería de Minnie y el Dulce Dave. No estarán solos. Allí también se encuentran otros huéspedes: Sandy Smithers (Bruce Dern), un veterano general del Ejército Confederado, Joe Cage (Michael Madsen), un cowboy solitario, y Oswaldo Mowbray (Tim Roth), un inglés extravagente que parece moldeado para que lo interprete Christoph Waltz.
La situación es extraña: Minnie y el Dulce Dave no están y a cargo del establecimiento quedó Bob (Demián Bichir), un mexicano. (Como estamos en una de Tarantino, el buffet de comillas está servido, varios personajes tienen nombres de directores, algunos menospreciados: Charles Marquis Warren fue un guionista de televisión, productor y director especializado en westerns, mientras que Joe Gage es el seudónimo que usaba el realizador de cine clase B Tim Kincaid cuando filmaba películas porno gay).
Encerrados en esta cabaña, aparentemente no todos son lo que dicen ser, así surge la trama de misterio, la parte Agatha Christie del filme, que, de verdad, es de manual. Los elementos están dispuestos para jugar con la tensión, el drama, el suspenso, la tragedia —pensar en Perros de la calle es inevitable—, aunque hay tanto parloteo que da la sensación de que el director busca adormecer al espectador para luego agitarlo con esos estallidos de violencia que le salen tan bien.
Tarantino filma, con elegancia, claro, la representación teatral de un grupo de personajes que hacen algo parecido a una representación teatral. Que desemboca en una carnicería bestial, y uno puede preguntarse si una anécdota tan pequeña necesitaba un empaque tan grande.
Tarantino, el radical —le fascina hacer declaraciones del tipo: “Morricone no es solo el mejor músico del cine, sino el mejor compositor de la historia de la humanidad, aún más que Beethoven o Chopin”, lo que demuestra que es una bestia—, bien avanzada la película, introduce su propia voz en el relato para narrar algunos hechos importantes de la historia. Otro cineasta con menos impunidad buscaría, quizás, otras opciones. Sin embargo optó por mantener las charlas soporíferas durante sesenta, noventa, interminables minutos, anular el drama, amagar con ideas interesantes (la división de la mercería, por ejemplo), y después tomar el camino fácil de contar, voice over mediante, sucesos que el mundo entero sabe que puede narrar en imágenes.
Las charlas prolongadas al absurdo son parte del sello del autor, por algo sus guiones se publican como libros y las bandas sonoras de sus películas se editan con tramos de sus parlamentos, tan filosos, ingeniosos, pero aquí llegan a un valle en que saben a relleno hasta que la película toma forma. Y el problema no es que tarde en tomar forma —el tiempo de cocción en un filme de misterio no es un inconveniente, todo lo contrario—: el problema es que el largometraje no tiene forma durante un tiempo considerable. Demasiado para algo que ofrece tan poco.
Los 8 más odiados (The Hateful Eight). Estados Unidos, 2015. Dirección y guion: Quentin Tarantino. Con Samuel L. Jackson, Kurt Russell, Jennifer Jason Leigh, Walton Goggins, Demián Bichir, Tim Roth. Duración: 168 minutos.
Vida Cultural
2016-01-07T00:00:00
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