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    La cámara perdida de un aficionado ilustre

    El escritor, ensayista literario y docente uruguayo José Pedro Díaz se sentía un poco tonto. Era abril de 1950 y su viaje por Europa junto con su esposa, la escritora y poeta Amanda Berenguer, había comenzado en febrero tras la obtención de una beca que les permitió viajar con el objeto de profundizar sus estudios. Instalado en Bruselas, Díaz cargaba, según lo describiría en sus diarios, con dos aflicciones: su “desenfrenado entusiasmo de cineasta amateur teórico” y el hecho de no contar, en esa altura del viaje, con una cámara propia. La consiguió ese mes, en París, tras una tarde entera dedicada a su compra. Con esa filmadora, retrató parte del viaje de dos años junto con Berenguer en una serie de imágenes en movimiento cuya inspiración recorre el encanto ingenuo de un turista, el hambre por la cultura de un literato voraz y la mirada de un cinéfilo apasionado por un arte que luego desplazaría. Díaz filmó mucho y guardó, tras su regreso al país, todo. En su nueva película, El filmador, el documentalista Aldo Garay comparte por primera vez la creación fílmica de Díaz, sus “apuntes cinematográficos”, que tienen más de 70 años y fueron recuperados a través del trabajo de la Biblioteca Nacional, el Laboratorio de Preservación Audiovisual de la Universidad de la República y Cinemateca Uruguaya. La película es una biografía como pocas, en las que el anhelo del registro y el temor a no olvidar —y no ser olvidado— se unen en la obra múltiple de un intelectual incansable de la generación del 45. Es, a fin de cuentas, el mejor homenaje que alguien que ha vivido de filmar pudo haberle hecho a quien, por un momento, tal vez pensó en hacerlo. Sobre El filmador, que se estrena el jueves 10, Garay conversó con Búsqueda.

    —¿Qué hito marcó el camino hacia El filmador?

    —Comienza con un mail del investigador Ignacio Bajter. Al desarmar la casa de José Pedro Díaz y Amanda Berenguer, y lo que fue el taller donde estaba ubicada la imprenta La Galatea, aparecieron un montón de películas en latas. Las tuvieron un tiempo en la Biblioteca Nacional pero después se dieron cuenta de que tenían olor, estaban avinagradas. Las llevamos al archivo de Cinemateca y se hizo una transferencia precaria a DVD. Sin entender mucho lo que estaba viendo, porque no había ninguna cronología o ningún intertítulo que indicara en qué lugar estaban, pensé: “Esto es realmente impresionante”.

    —¿Qué otras impresiones tuviste al ver el contenido de esos rollos?

    —Que necesitaba más datos. Cuando leí el diario (Diario de José Pedro Díaz, Biblioteca Nacional, Ediciones de la Banda Oriental, 2011) tuve un boceto de la forma de la película, que es el diálogo entre los apuntes fílmicos y la crónica del viaje. Los filmes de Díaz no son un archivo plano de un registro único. Hay intenciones, códigos del cine doméstico y del narrativo. Parten de un viaje cultural, con una búsqueda de esa Europa idealizada y su arte, del no perderse nada y de filmar para recordarlo todo. También está su esposa, que era su musa, y el juego de darle la cámara a ella para que lo filme a él. Ella también es filmadora y en ese viaje él ve con claridad que esa escritora, esa poeta, va a estallar. Ella era la acompañante y él el escritor, y luego la vida los reposiciona.

    —¿Te interesaban las figuras de Díaz y Berenguer por aquel entonces?

    —Si bien las conocía, no las tenía tan presentes. Pero el interés fue creciendo. El acervo fílmico me metió en ese mundo y no solo en ellos, sino en la generación del 45, de la que aparecen personajes increíbles en las filmaciones. Al primero que reconocí fue a Peloduro (Julio E. Suárez). A José Bergamín no lo ubiqué hasta una segunda visualización. También aparecen Amalia Nieto y varios más. Para el trabajo de reconocer escenarios y caras, y ubicarlos en ese contexto, fue muy útil el trabajo del investigador Alfredo Alzugarat.

    —En el diario de Díaz se transmite tanto su curiosidad por el cine como la preocupación que le generaba. ¿Qué percibiste en esa afición suya?

    —En esos dos años desde que se compra la cámara hasta que regresa a Uruguay, hay una transformación. En ese viaje dejó de ser el que registraba paisajes para empezar a armar una puesta en escena. Absorbió no solo de los manuales técnicos, sino que se metió en el lenguaje cinematográfico. Su cinefilia ayudó en esa práctica. Él iba mucho a la Cineteca Francesa. Nombra películas de Marcel Carné, La Sangre de un Poeta, de Jean Cocteau, y vio Un perro andaluz muchas veces. Le gustaba lo más experimental y onírico, y en su archivo se ven esas tensiones y cómo se va formando una mirada.

    —¿Creés que toparse con un matrimonio de intelectuales que cargaban una cámara era recibido con asombro en esa época?

    —Lo que te puede responder eso es un extracto del diario, cuando se enfrentan a un grupo de campesinos en España y él los filma. “Mira que aunque te quedes delante la máquina esa no te hace nada”, le dice un campesino a otro, según lo que escribe. Díaz y Berenguer venían de París y había una diferencia cultural y de desarrollo. Estaban insertos en un grupo de intelectuales uruguayos, y hay algo performático en esas representaciones. Por ejemplo, a Antonio Larreta se lo ve actuando, agarrándose la cabeza, y Bergamín hace como que se tira de un puente. No hay naturalismo, y eso interpela una vieja discusión sobre si el documental rescata lo real o es toda una representación. En ese encuentro en Santillana del Mar, esos labriegos españoles están trabajando y hay que ver hasta qué punto la cámara modificó esa labor. Otro momento similar es el de Marina di Camerota, cuando van al pueblo y la gente posa como si fuera una foto fija. Esos gestos me conmueven mucho. Es como volver a los principios del cine.

    —¿Por qué pensás que Díaz no continuó desarrollando esta faceta?

    —Díaz era un erudito, de muchas condiciones, pero también mostraba inseguridades. Quizás la generación crítica y cinematográfica de esa época era bastante implacable y ponía la vara muy alta. Durante esos años de viaje él filma mucho, se instruye, compra manuales y llega a Uruguay y hasta filma su vida doméstica. Luego guarda la cámara, las películas y nunca más vuelve a filmar. Ni siquiera hablaba de eso. Vaya a saber uno qué procesos operaron en él para esconder esto y dejarlo ahí casi al punto de perderlo. Tal vez se concentró en escribir y lo consideró un hobby. O no lo valoró, quizás.

    —¿Cómo terminó Daniel Hendler narrando parte del documental?

    —Tuve en mente varias voces y se hicieron pruebas. De lo que tenía pavor, pero sabía que con Daniel no iba a suceder, era dar con esa cosa de la voz de locutor. La intención era meterte en un cuento, en un diario, y tener un narrador, alguien que tuviera cadencia, forma, cambio de ritmos, pausas y respiros. Alguien que estuviera vivo. Generalmente los locutores están muertos, son artificiales, y a eso le tengo un pánico horrible. Daniel vio el material recuperado y le gustó mucho la escritura de Díaz. Cuando vos encontrás sensibilidad del otro lado, hay planes que se van allanando y construyendo de a poco.

    —El documental muestra en detalle el trabajo que demandó recuperar y digitalizar los archivos. ¿Siempre tuviste claro que eso formaría parte de la película?

    —Me pareció que la capa actual de la recuperación de la película podría ser una parte de las escenas que hubiese filmado Díaz con otros artistas de esa época. Esa cosa artesanal, de sentir la materialidad del cine, pega con la pulsión que él mostraba. Ver el celuloide, la resistencia en el tiempo de un material, pero también su fragilidad. En el proceso que se ve en el Laboratorio de Preservación Audiovisual se percibe muy bien. Lo tomé como si fuera una de las tantas escenas que hace Díaz con, por ejemplo, el escultor Eduardo Yepes, al meterte en el proceso de creación de alguien.

    —Al recibir las películas y un diario tan detallado, ¿sentiste que corrías el riesgo de no poder ver más allá del pasado?

    —Este fue un proceso de dos o tres años y te diría que fue de las películas que más me costó construir. Fui recortando, buscando, y generando diálogos que creo que tienen sentido y lógica. Era importante no dejar a nadie afuera. Hay una tendencia bastante extendida en el documental en la que podría haber dejado el archivo, no explicar nada, no decir quiénes son y armar un largometraje de cine encontrado, abierto y musicalizado. Ese podría haber sido un camino que garpa mucho en el ámbito de festivales, que es un mundo muy snob en algún sentido, y eso puede gustar. Pero había una historia que contar, detrás y delante de un lente, y un diario increíblemente bien escrito como para prescindir de él. Ni siquiera es un acto que tenga que ver con una cuestión creadora de mi parte. Las imágenes me lo reclamaban.

    —Cuando se te nota más emocionado es cuando te referís al hallazgo de esos materiales y el proceso de su recuperación.

    —Es que me alegra mucho. Que se haya recuperado ese material y que otros puedan hacer en el futuro un documental sobre Amanda Berenguer me parece fascinante. Me pone más contento que El filmador, así como también me alegra que se haya dedicado tiempo para que hoy esas películas no se pierdan en un país donde a veces tenemos una relación compleja con la cultura del archivo. Recién ahora se está tomando conciencia de la importancia cabal de eso. Otra cosa que a mí me conmueve mucho, y es esa cosa fantástica que tiene el cine, es que trae a los muertos. No solo los trae, sino que son jóvenes. Y esta es una película de jóvenes. Todos tienen alrededor de 30 y durante 70 minutos vuelven a vivir ese viaje como si fuera el presente. Pasaron un montón de cosas en el mundo y, sin embargo, sus inquietudes y alegrías siguen estando ahí.