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    La geometría del desamor

    A cien años del nacimiento de Antonioni y 50 del estreno de “El eclipse”

    Por E.A.L.

    En los primeros minutos de película, la mujer da vueltas por el interior de una casa moderna, acaricia los objetos, pasa frente a un espejo donde vemos su imagen reflejada y corre las cortinas. Movimientos sin sentido, digamos. El hombre la observa. No se dicen nada pero notamos un clima tenso, enrarecido. Los cuadros, los muebles, los ceniceros, los libros y la lámpara adquieren la misma importancia que las figuras humanas. De pronto, la mujer, que es Monica Vitti, anuncia que se va, que la relación ha terminado. El hombre, que es Francisco Rabal, intenta una reconciliación y aclara que hará lo que sea necesario para mantener el vínculo, pero la mujer no cede. Una vez en el exterior de la casa, lo primero que se destaca es una gruesa columna de cemento coronada por una especie de plato volador. Si antes el clima era raro, ahora es rarísimo. No hay nadie en las calles: solo la mujer. Y luego el hombre, que insiste en acompañarla. Dos soledades en un paisaje de incertidumbres. Michelangelo Antonioni en estado puro.

    Así comienza El eclipse (L’eclisse, 1962), que se exhibió cincuenta años atrás en el Festival de Cine de Cannes dividiendo al auditorio en dos mitades bien diferenciadas: los que quedaron encandilados y los que salieron desconcertados. La división se trasladó a la crítica especializada y a las altas esferas: luego de arduas deliberaciones se decidió compartir el Premio Especial del Jurado entre la película de Antonioni y “El proceso de Juana de Arco”, de Robert Bresson, mientras que la Palma de Oro se la llevó... la brasileña “El pagador de promesas”, de Anselmo Duarte, que además de ganarle al director italiano y a Bresson, dejó por el camino a Luis Buñuel (“El ángel exterminador”), a Otto Preminger (“Tormenta sobre Washington”), a Satyajit Ray (“Devi”), a Agnès Varda (“Cleo de 5 a 7”) y a Sidney Lumet (“Viaje de un largo día hacia la noche”). Brasil debería arrodillarse y agradecer de por vida semejante distinción.

    Volvamos a la película de Antonioni. De las calles vacías de un suburbio romano pasamos a la Bolsa de Valores, donde imperan el gentío y los gritos. Más rareza, porque bien visto, lo que sucede en un lugar de estas características, donde la gente vocifera totalmente sacada de quicio, unos se enriquecen y otros se funden, es muy delirante. Allí encontramos a la madre de Monica Vitti, que es adicta a la compra y venta de acciones, y a un jovencísimo Alain Delon, quien interpreta a un empleado de los que van y vienen con especulaciones, intuiciones y datos concretos. En este contexto ocurre una de las secuencias más famosas en toda la filmografía de Antonioni: el minuto de silencio que se realiza por la muerte de un corredor de bolsa y el consecuente bullicio que vuelve a irrumpir cuando pasan los 60 segundos.

    Tenemos, entonces, a una mujer que vaga por calles desiertas; a un yuppi emprendedor, de buena familia y mejor sueldo, que coquetea con esa mujer; a una vecina que ha vivido en África y tiene una certera puntería. Y luego un paseo en avioneta, y un borracho que hace eses, y un auto sport con la llave en el contacto, y acciones que se desploman, y esquinas, plazas y calles desiertas, y seres anónimos que descienden de un autobús con un diario cuyo titular anuncia: “Peligro de guerra nuclear, la paz es endeble”.

    Antonioni —responsable del guión junto a Tonino Guerra— era conocido por sus distintivos planos-secuencia. Y también por el cuidado plástico y fotográfico de cada uno de sus encuadres, en blanco y negro como en El eclipse (la fotografía es de Gianni Di Venanzo), o en color como ocurriría desde “El desierto rojo” (1964) en adelante. Lo que no cambiaría es ese mundo enrarecido y de claustrofóbica poesía, de donde abrevaría otro genio como Andrei Tarkovski. Dicho sea de paso, Guerra, que murió en marzo de 2012 a los 92 años, también fue guionista de “Nostalgia” (1983), la penúltima película del cineasta ruso.

    El empleo de la banda sonora de El eclipse es otro aspecto superlativo. En el arranque hay una canción de Mina, mientras que para el desenlace Antonioni eligió unas enigmáticas notas de piano que se diluyen en la tarde, al mismo tiempo que parecen difuminar el contorno de las propias figuras humanas. Pero lo más expresivo reside en la potenciación de los sonidos circundantes, como la secuencia en que Vitti corre tras el perro de su vecina, que se ha escapado, y termina enfrentándose a una fila de mástiles sin bandera que el viento mece en lo alto, creando un silbido y un pesadillesco contrapunto al golpear las cuerdas con los fierros, como si fuesen los molinos de viento que asaltaron la frondosa imaginación del Quijote.

    “Nunca me interesaron las visiones contenidistas del cine”, dijo una vez Antonioni, que había nacido un 29 de setiembre en Ferrara, Italia, hace cien años. “Para filmar uso mi estómago y mi instinto antes que mi cabeza”. Y es cierto; solo hay que ver “Blow Up” (1967), “Zabriskie Point” (1969) y “El pasajero” (1975) para comprender que lo visual rebasa con creces cualquier intento reduccionista de tipo social o testimonial.

    También dijo que “una película no debería estar pensada para entretener o hacer dinero; una película solo debería ser pensada como la mejor película posible”.

    Los críticos han señalado que el cine de Antonioni trata de la incomunicación, de la decadencia de la burguesía italiana y de la soledad. Sí, es acertado, pero hay mucho más que eso y así lo demuestran “Las amigas” (1955), “El grito” (1957), “La aventura” (1959) y “La noche” (1961).

    Plano a plano, El eclipse indaga en las constantes básicas del ser humano, como el amor, el desamor y la codicia, pero también nos habla de cielos rajados por lejanísmos aviones a chorro, de teléfonos que suenan y que nadie contesta, de la última luz de la tarde y las primeras farolas encendidas, de agua que se desprende de un tanque y sigue su curso hasta perderse calle abajo. En una palabra: de geometrías plásticas y existenciales cuya reverberación final es sopesada por la sensibilidad de cada espectador.

    Por algo las películas de este cineasta que estudió economía, que una vez se definió como “marxista intelectual” (eso suena a no me jodan y déjenme en paz), que intentó pintar (no le fue bien en la tela pero sí en la pantalla), que admiró el neorrealismo de Roberto Rossellini y que murió el 30 de julio de 2007, el mismo día que Ingmar Bergman, destilan muchísimo más de lo que se ve y no se dejan reducir fácilmente a palabras e ideas.

    Las malas películas se olvidan. Las buenas se aprecian en su contexto. Y las obras maestras siempre están naciendo.

    Vida Cultural
    2012-11-22T00:00:00