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    La gran bestia roja

    Una monumental biografía sobre Lenin del periodista húngaro Victor Sebestyen
    Por Ch.

    La familia Uliánov está devastada. Han condenado a muerte a su hijo mayor, Sasha, un muchacho brillante, de mirada lánguida, por atentar con una bomba junto con otros compañeros contra la vida de Nicolás II. Sasha era miembro de un grupo de estudiantes revolucionarios, una dotación radical de anarquistas y nihilistas al estilo de Los demonios, de Dostoievski.

    La familia tenía esperanzas de que la pena capital fuese conmutada por cadena perpetua. Pero el zar fue inflexible y Sasha terminó en la horca. Su hermano menor, Vladímir Ilich, tenía entonces 17 años. Hay quienes creen que la venganza subyace como un motor esencial en la historia. Lo cierto es que Vladímir Ilich, que adoraba a su hermano con la misma fuerza que detestaba al zar y a su sistema explotador y opresivo, a partir de ese momento se dedica a una sola cosa: pensar en la revolución. Día y noche estudia y se prepara para derrocar a la realeza y a la burguesía y liberar a los campesinos. No habrá tregua. Lee libros de economía, política, historia, sindicalismo y todo Marx, a quien conoce de pe a pa. Solo para distraerse y descansar, cada tanto, alguna que otra novela, por lo general con claro contenido social. Pasan los años y su determinación es total: hará la revolución cueste lo que cueste. Se recibe de abogado y trabaja un tiempo en un estudio jurídico, pero ya es conocido en los círculos izquierdistas de San Petersburgo como un líder pujante e intransigente, un tipo de una sola nota: o estás con él o estás contra él. Sus hermanas están con él; su padre es un liberal en el sentido pleno del término; a su madre no le importa la política, ha perdido un hijo y no quiere perder otro; y Nadia Krúpskaya, quien será su futura esposa y lo acompañará toda la vida en esta ardua y monacal aventura de hacer la revolución, también oficiará como su secretaria y confidente. En cierto modo esa imagen del hombre bajo y robusto, pelado, con barba perita, enfundado en un traje raído y hablando desde una tribuna con el puño amenazante, se mantendrá incambiada porque responde al correlato de una única obsesión: llevar al proletariado al poder.

    Vladímir Ilich Uliánov, quien estremecerá al mundo con uno de sus tantos seudónimos, Lenin, será el primer gran carnívoro del marxismo. Y salió al ruedo con todo: “En la política, solo hay un principio y una verdad: lo que beneficia a mi oponente me perjudica, y viceversa”.

    El exilio.

    Su vida, como lo demuestra la apasionante biografía Lenin, del periodista húngaro Victor Sebestyen (Ático de los Libros, 2020, 666 páginas), fue un verdadero thriller enclavado en algunos de los momentos más importantes de la historia del siglo XX. La policía secreta del zar, la Ojrana, ya conocía sus pasos. Lo consideraban uno de los tantos e incipientes izquierdistas que había que soportar en un mundo de sospechas y choques, donde los reyes —o quienes están en el poder— deben conservar sus posesiones y posiciones y en lo posible evitar que les agiten a las masas con locas ideas. Lenin también sabía que lo seguían y jugaba acorde a ese sistema de espionaje, que incluía disfraces (pelucas y barbas postizas), papeles y documentos falsos, tinta invisible para las cartas, andar presuroso por las calles menos iluminadas y otros trucos similares. A los que molestaban demasiado los encarcelaban, los enviaban a Siberia, los expulsaban de Rusia o los ejecutaban. Lenin, al principio, era un molesto intermedio, digamos: daba charlas en salones apartados y escribía artículos propagando las ideas de ese alemán que tan en boga estaba con sus ideas de la explotación de los obreros por las clases privilegiadas. Había otros líderes más importantes que Lenin, como Plejánov, que era brillante y desde su exilio europeo en Suiza se encargaba de difundir las ideas de Marx.

    En otoño de 1895 Lenin cofunda junto con otros compañeros La Liga de Lucha para la Emancipación de la Clase Obrera, la primera organización marxista de Rusia, que todavía no era un partido. Además, pretendían sacar un diario. La Ojrana, mediante un agente doble (uno de los “compañeros”, que era dentista), se entera de los planes y hace una redada cuando el primer número de la publicación estaba a punto de salir. Catorce meses de prisión y tres años de exilio en Siberia para Lenin, que no va a parar a los barracones más siniestros, sino a una cabaña aislada, con vistas a la estepa y la autorización de portar una escopeta de dos caños para cazar. Incluso tenía una asignación del Estado. Ventajas de un futuro pez gordo. Cumple las penas y recupera la libertad con la condición de no vivir en ciudades importantes, donde pueda corromper a las masas. Juego de niños para Vladímir Ilich, que se instala a 140 kilómetros de la ciudad más importante y desde allí comienza a operar en serio. Ya existía una red de marxistas en la amplia madre Rusia y gente importante que aportaba dinero a la causa, como la millonaria Aleksandra Kalmikova y el magnate textil Saava Morózov, simpatizantes izquierdistas o sencillamente suspicaces empresarios que no le daban demasiada vida a la dinastía de los Romanov.

    En 1898 se había fundado en Minsk —sin la presencia de Lenin— el Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia (POSDR), ahora sí el primer partido abiertamente marxista, que luego de las habilidades de Vladímir Ilich se transformaría en su partido, el Partido Comunista. Se discutía acaloradamente en el POSDR, donde había marxistas más liberales, digamos, o gente con diferentes opiniones. Lenin, inflexible e irónico y muchas veces abiertamente insultante, anunciaba sus diferencias con líderes importantes como Plejánov o Mártov: “El partido no es una escuela de perfeccionamiento para señoritas. La revolución es un asunto complicado”.

    Con la Ojrana persiguiéndolo no era posible operar en Rusia. Lenin se instala en Múnich, la primera de muchas ciudades de su exilio europeo de 17 años. Vive en pensiones, habitaciones de alquiler o pequeños departamentos donde los principales muebles siempre son los libros. Funda, dirige, edita y sobre todo escribe en el diario Iskra (Chispa), que entra de contrabando en Rusia a través de militantes y viajeros que adhieren a la causa, contactos y agentes secretos capaces de sortear obstáculos como hoy lo hace el narcotráfico: de maletas con doble fondo a botes con paquetes impermeables, de botes a compartimentos secretos en ferrocarriles, de allí en carros tapados por heno a las fábricas, a las casas, a los centros universitarios. De Alemania se va a Londres. Pasa horas en la sala de lecturas del Museo Británico, uno de sus sitios preferidos. Visita la tumba de Marx y no para de trabajar hasta 15 horas diarias en la organización de los militantes, en el diario, en sus artículos. Lo asaltan las primeras jaquecas, sufre de hipertensión y es presa de frecuentes ataques de irritabilidad, pero se mantiene firme e intransigente. Los militantes respetan a Plejánov, aman a Mártov y temen a Lenin, cuyas órdenes no se discuten. Recibe visitas previamente agendadas de contactos y camaradas. Una mañana en su domicilio de Holford Square aparece un joven nervioso de quevedos y aspecto desaliñado, de una familia judía acomodada de Ucrania, que desea conocer al líder de los comunistas. Su nombre: León Davidóvich Bronstein, que el mundo conocerá como Trotski.

    El tren sellado

    En Bruselas se celebra en un almacén de harina el segundo congreso del POSDR. Los delegados discuten mientras las ratas corretean entre sus pies. La Ojrana está al tanto y persigue a los revolucionarios de hoyo en hoyo, de cueva en cueva. El congreso se traslada a Londres, donde se produce el cisma entre bolcheviques y mencheviques. La diferencia entre ambos no es tanto ideológica (todos son marxistas) como operacional. Los que insisten y ganan las votaciones por cansancio son los bolcheviques, los que se van a sus casas cansados de discutir son los mencheviques. Lenin es el líder de los primeros; Mártov y Plejánov están entre los segundos.

    En Rusia, Nicolás II no sabe qué hacer: el hambre y las revueltas son moneda corriente, las brutales represiones de la policía y los muertos también. San Petersburgo vive uno de los inviernos más fríos de todos los tiempos, pero el fuego del descontento no hace otra cosa que crecer aceleradamente. Industriales como Morozov aumentan su financiación al partido. Parecen darse las condiciones para la revolución y Lenin irrumpe de incógnito en San Petersburgo en 1906. Disfrazado y con el seudónimo Karpov, es la primera vez que habla en público ante 3.000 personas en el palacio de la condesa Sofía Panina. Impera la ley marcial y la caballería zarista embiste contra los manifestantes. Pesa sobre Lenin una orden de arresto que lo obliga a retroceder hasta Finlandia (no es fácil: debe saltar de un tren en marcha y atravesar dos días a pie un lago helado), desde donde sigue impartiendo directivas. El régimen zarista está moribundo. Es necesario organizar bandas para asaltar los bancos, las oficinas de correos, falsificar billetes, boicotear los ferrocarriles. Plejánov y Mártov quedan horrorizados, no desean que se les confunda con semejante banda de rapiñeros. Son las “señoritas” de las que hablaba Lenin, quien en cambio confía en un joven y leal bolchevique georgiano para encabezar esas bandas armadas: un tal Stalin. Precisamente en Tiflis, en un sanguinario asalto se apoderan del dinero de una diligencia bancaria. Stalin había puesto al frente de la operación al bandolero Kamo. En una escena digna de La pandilla salvaje, murieron más de 50 personas entre tiros y bombas.

    Gorki, que además de dramaturgo, novelista y simpatizante de izquierdas es un hombre adinerado, invita a Lenin a su villa en Capri, donde habrá otros comunistas para discutir sobre filosofía y beber buen vino. Pero esos lugares lujosos y la sanata dialéctica no son para Vladímir Ilich, acostumbrado a las intrigas de verdad, a dormir en taperas, a los sacrificios reales. Lo único que lo distiende y por breves momentos lo hace olvidar de su objetivo revolucionario son los paseos por las montañas y pensar en su amante Inessa, una pionera del feminismo y la mujer más glamorosa de todas las exiliadas en París. Y escribir para otro diario bolchevique nuevo: Pravda (Verdad), financiado por el comerciante Tijomírov gracias a la herencia de su padre. Así como era clausurado, Pravda volvía a abrir con otro nombre manteniendo la palabra verdad: Verdad de los Trabajadores, La Verdad Proletaria, Verdad Diaria, etc. Llegaba a millones de lectores.

    Lenin intuía una inevitable guerra mundial en puerta. Cuando finalmente se hizo evidente en 1914, el líder bolchevique estaba en la Galitzia austríaca. También sabía que el ejército ruso, debilitado por las intensas revueltas civiles, no resistiría demasiado. En el frente de batalla los oficiales impartían desesperadas y absurdas órdenes para que los soldados no disparasen más de tres balas diarias debido a la escasez de municiones. El zar vivía en una nube de algodones rosa que poco a poco viraba hacia el rojo profundo. El único beneficiado de todo esto sería el movimiento socialista. Se acercaba la hora de la revolución.

    Además de la Ojrana, los alemanes también lo vigilaban. Entre trenes cargados de soldados y fronteras celosamente custodiadas, Lenin se mueve hacia Zúrich. En Rusia las cosas no podían estar peor: entre 1914 y 1917 el pan había subido 500%, escaseaban los alimentos básicos, la gente hacía días de cola para conseguir un pedazo de panceta y, lo que es peor, no había vodka. Y en Zúrich, lejos de casa, Lenin ve con desesperación cómo estalla la revolución, su revolución. Fracciones importantes del Ejército se habían amotinado en varias ciudades, la multitud hambrienta asaltaba las comisarías, los edificios gubernamentales y linchaba a jefes de policía. El zar había abdicado y el abogado socialista moderado Aleksandr Kérenski estaba al mando de un gobierno provisorio. Lenin, enloquecido, se compra una peluca, se la coloca ligeramente torcida y manda telegrafiar a sus bolcheviques de Petrogrado (futura Leningrado y hoy de nuevo San Petersburgo): “Esta será nuestra táctica: 1) no confiaremos en el nuevo gobierno ni le ofreceremos nuestro apoyo. 2) Kérenski es especialmente sospechoso. 3) Armar al proletariado es la única garantía de su protección. 4) Elecciones inmediatas en el ayuntamiento de Petrogrado. 5) No habrá acercamiento de ningún tipo con otras partes”. Y le faltó poner: “Salgo en tren ya mismo para ahí”.

    A los alemanes, que estaban en guerra con Rusia, les servía enviar a la gran bestia roja de vuelta a su país. Vladímir Ilich se había manifestado en contra de la guerra y haría cualquier cosa con tal de llegar al poder. Le facilitaron un tren sellado que iría desde Zúrich hasta la Estación Finlandia en Petrogrado. Lenin viajaría con otros pasajeros exiliados, entre ellos, su esposa Nadia y su amante Inessa, en una locomotora y un vagón verde con cinco compartimentos (dos de primera y tres de segunda clase) que nadie abriría en las fronteras. Como custodias iban soldados alemanes y rusos que tenían prohibido hablar entre sí; una línea con tiza en el piso del vagón que nadie debía traspasar marcaba la frontera entre las dos fuerzas. Fue una semana de viaje. En Berlín el tren estuvo detenido 20 horas con sus puertas selladas a cal y canto, mientras tropas iban y venían en plena Gran Guerra. En las estaciones de Suecia y Finlandia se congregaron multitudes para ovacionar al líder bolchevique, que finalmente llegó antes de la medianoche del 4 de abril de 1917 a una atiborrada Estación Finlandia. La capital rusa era un caos cloacal, pero a Lenin lo esperaba una guardia de honor que ejecutó La Marsellesa cuando el líder saltó al andén. Los músicos todavía no sabían La Internacional. La revolución es violenta, sucia y caótica. Y también un aprendizaje.

    El poder no se comparte

    “Todo el poder debe quedar en manos de los sóviets”, dijo Lenin en Las tesis de abril, que incluía abolir el Ejército, la Policía y el funcionariado y nacionalizar los bancos. Así se fue preparando el golpe de octubre, que tuvo idas y venidas dignas de varios policiales, con más trenes de mercancías que escondían a fugitivos, más disparos y corridas por los bosques. Lenin se había alojado en un pequeño apartamento del barrio obrero de Petrogrado y tenía que llegar al Smolny, donde se alojaba el cuartel general bolchevique, que estaba en la otra punta de la ciudad. Era imperioso tomar las riendas y comunicarse con todos los ramales del aparato. No había ley ni orden en Petrogrado, un espejo de lo que ocurría en toda Rusia. Kerénski había pedido su captura. Una vez más, Vladímir Ilich acudió al disfraz: la peluca, lentes negros y una gorra de proletario, a lo que sumó una rápida afeitada de la perita. Junto con su guardaespaldas se dirigió a pie hacia el Poder con mayúscula, sin pases ni papeles de ningún tipo. El Smolny era un viejo edificio, una especie de transatlántico nocturno plagado de soldados que dormían en los pasillos, revolucionarios que conspiraban en oficinas, obreros y gente apiñada contra las grandes columnas calentándose las manos alrededor de hogueras. Al principio los confundieron con dos borrachos y podrían haberles metido un tiro en la frente, pero la suerte jugó del lado de Lenin y su disfraz, que de pronto dejó al descubierto al hombre bajito, recio, inquebrantable, el líder indiscutido de los bolcheviques. Con asombro, los soldados lo llevaron a un despacho en el que se enfrentó a una serie de mapas de la ciudad desplegados sobre un escritorio. Le indicaron los principales puestos defensivos de los bolcheviques. Según Trotski, Lenin miró todo aquello y dijo: “Estoy mareado. De ser un prófugo al poder supremo… es demasiado”. Y también según Trotski, el racional, el marxista número uno, el gran líder ateo… se santiguó.

    Hubo un partido, que fue el bolchevique, y para defenderlo también un ejército, que fue el Rojo, a cargo de Trotski, y una policía secreta, la Checa (futura KGB), que respondía directamente a Lenin. No se instaló la dictadura del proletariado: se instaló la dictadura de un hombre que decía representar al proletariado. “La dictadura significa, y tomad nota de esto de una vez por todas, poder sin restricciones y el uso de la fuerza, no de la ley”, declaró. Sabía que Trotski y Stalin no se llevaban bien, como tantos camaradas carnívoros, pero esa es otra de las terribles historias que deparó la revolución soviética. Muy astutamente los mantuvo en un delicado equilibrio, haciendo caso omiso a sus mutuas quejas e insultos. Estaba claro quién impartía los decretos, quién dictaba las ejecuciones. Y Lenin fue el peor en su momento al desestimar cualquier atisbo de democracia. A partir de su liderazgo comenzó un largo juego de tronos que no parece tener fin, ni siquiera con la caída de la Unión Soviética. Dio su consentimiento para ejecutar a toda la familia Romanov, niños incluidos. Durante la campaña de confiscación de granos a los campesinos mandó fusilar a quienes retenían alimentos, aunque fuesen miserables porciones, y ordenó incendiar pueblos enteros. “Sea despiadado”, le telegrafiaba a Trotski. Y también vio, con desazón, cómo la enorme burocracia era capaz de trancar las cosas, cómo la ausencia de préstamos e inversiones privadas complicaba a la revolución y cómo los principales camaradas, la izquierda exquisita de todos los tiempos, se acomodaba y mantenía sus privilegios, alojándose en las mejores suites de los hoteles expropiados y dando indicaciones a los camareros al mejor estilo burgués, mientras él y su esposa vivían con la austeridad de toda la vida en un par de habitaciones del Kremlin de Moscú, a donde había trasladado la capital. Siempre se paga un precio. Sobrevivió a un atentado a manos de la revolucionaria Fanni Kaplán, que le metió dos balazos. Siguió con su trabajo y con una importante carga de odio que nunca lo abandonó. Su irritabilidad lo llevó a un derrame cerebral, luego a otro y otro, hasta que murió el 21 de enero de 1924.

    Una vez Marx le escribió a Engels: “No confío en ningún ruso. Tan pronto como llegan, se desata el infierno”.