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Y llegó la última de Almodóvar. Que ni siquiera necesita firmar con nombre y apellido. “Un film de Almodóvar”, se lee en la pantalla o en el afiche. Para qué más. Es como decir: una de Buñuel. Una de Kubrick. Una de Hitchcock, el cineasta que quizás más influencia ha tenido en la obra cinematográfica de Almodóvar. De Hitchcock, el español ha extraído recursos para el desarrollo de la estructura narrativa y el retrato de los personajes.
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Más que una filmografía, Almodóvar creó un mundo, un lenguaje. Un mundo Technicolor, parecido al que ocurre fuera de la sala de cine, compuesto de colores intensos y saturados como intensos y saturados son los seres que lo habitan. El color del mundo de contradicciones y contrastes de Almodóvar es ruidoso, animado, dramático, musical. Está en el vestuario, la escenografía, el maquillaje. Es un elemento vivo de cada película.
Almodóvar, que obtuvo el Oscar a la mejor película de habla no inglesa por Todo sobre mi madre, se nutrió de melodramas y musicales, del folclore español y la movida madrileña, de los roperos de las madres y las hermanas de sus amigos y de las canciones de sus abuelas. Influido por otro que no precisa más que su apellido, Fassbinder, padre del Nuevo Cine Alemán, introdujo en el centro de la atención una fauna urbana ubicada por lo general al margen de la pantalla. Prostitutas, dealers, travestis, fetichistas, violadores, voyeurs, seres perturbados, apasionados, intoxicados. No como una exhibición de freaks, sino como investigación de las emociones y las relaciones, no siempre armoniosas, no siempre apacibles, entre las personas. Y en todo esto: una presencia femenina poderosa, mujeres que como amigas pueden ser fantásticas y que como enemigas, mucho mejor.
Sus primeras películas, comedias desprolijas, chillonas, fueron recibidas como simpáticas anomalías, obras de un diletante exótico que por la mañana trabajaba como auxiliar administrativo de Telefónica y que a la tarde aprovechaba los últimos rayos solares para filmar a sus amigas sin mostrar el menor gesto de preocupación por nociones básicas como la continuidad. Así, un personaje aparecía con el pelo largo, luego corto, luego largo y de un color sutilmente más claro o más oscuro en una misma escena. Lo que parecía la acción que algunas voces tildaron de incompetente era, además de una señal de inmadurez profesional, consecuencia de una serie de condiciones y dificultades externas con las que Almodóvar lidió y gracias a las que fue depurando su estilo.
A mediados de los 70 y principios de la década de 1980, en el inicio de su obra cinematográfica, la falta de tiempo y dinero lo obligaba, por ejemplo, a rodar una secuencia de forma intermitente a lo largo de varios meses, lo que redundaba en problemas que ni siquiera tendrían cabida en el trabajo de un estudiante de cine. El asunto es que había algo poderoso minimizando esos inconvenientes: la resonancia humana del relato, la honestidad y la vitalidad de la narración. Almodóvar solucionó problemas filmando. Y de ese modo, a la vista de todos, aprendió a hablar cinematográficamente, creó su propio lenguaje, delimitando un estilo, haciendo más grande y más rico ese mundo que había empezado a conformarse en cortos con títulos chispeantemente ilustrativos como Dos putas o una historia de amor que termina en boda y Sexo va, sexo viene, y el largometraje Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón. Cuando la falta de recursos no fue tal —o cuando se disimulaba con mayor pericia—, prevalecieron los habitantes del planeta Almodóvar, los personajes y sus historias. El éxito comercial y la atención de la crítica fue en aumento con ¿Qué he hecho yo para merecer esto?,Mujeres al borde de un ataque de nervios, donde las fortalezas del realizador se hicieron más evidentes. A través de sus mujeres inconformes, rotas, plenas, autosuficientes, trágicamente glamorosas y glamorosamente trágicas, exploró, sin dejar de lado el humor y la guarrada, lo que se agita bajo la superficie y define a las personas: la sexualidad, el miedo, el deseo, la culpa, el resentimiento, las tensas relaciones entre el pasado y el presente, las diversas formas de transformación. Lo que deriva en uno de los hilos que atraviesa buena parte de su filmografía: las relaciones entre madres e hijas. Y que en Julieta, su reciente gran obra, vuelve a profundizar.
Julieta, que recrea los vaivenes en el vínculo de una mujer y su hija, tiene algo de puzzle, yendo hacia atrás y adelante en el tiempo, y evidencia lo visto en La ley del deseo, Átame!, Tacones lejanos y Carne trémula: que Almodóvar cada vez filma mejor. O mejor: cada vez con mayor sencillez. Ese tipo de sencillez a la que se llega cuando se tiene un gran dominio de la técnica. La forma de acercarse a los rostros y los objetos, la manera de manipular el tiempo y el espacio, la capacidad de construir melodramas como si fueran policiales.
Almodóvar se basó muy libremente en tres cuentos de Alice Munro, Destino, Pronto y Silencio, contenidos en Escapada, uno de los libros que tenía Vera en la infravalorada La piel que habito. Debido a que siguen a una misma protagonista, Juliet, en tres momentos cruciales de su vida, el realizador los convirtió en una sola pieza. Una pieza fragmentada, con un personaje femenino partido en dos (vivaz en sus años de juventud, golpeada, abatida en la madurez), y donde la presencia de la muerte, como siempre ocurre en el planeta Almodóvar, es seguida por algo que nace. La protagonista es interpretada por dos actrices, Adriana Ugarte en la juventud, y Emma Suárez a partir de los 40 años. Como Raimunda (Penélope Cruz), que en Volver retornaba a su pueblo, Julieta regresa, en busca de sentido, al mismo edificio donde vivió durante años. La intención es escribir sobre su hija, Antía, de la que lleva tiempo sin saber demasiado. Varios tramos se arman a partir de los recuerdos que evoca Julieta, de momentos cruciales (cuando conoce al padre de su hija, interpretado por Daniel Grao, cuando vive en el pueblo de pescadores, cuando visita a su madre) y los vínculos que se establecen en el trayecto, acompañada de las lecturas de Marguerite Duras y La tragedia griega, de Albin Lesky. Esta es una historia trágica, habitada por la casualidad, por señales y palabras que se repiten, por las fuerzas indescifrables del destino. Un historia contada de forma austera, porque la carne ya está retorcida por lo fatal, por la culpa vista como un virus que se contagia, por la depresión (y por cómo reaccionan los demás ante las personas deprimidas), por la necesidad de rearmarse (y por las fuentes de energía para hacerlo), por la idea de formar una familia para escapar de la propia. Ugarte y Suárez, dos rostros y dos cuerpos de una misma mujer, trabajan por primera vez con el manchego. No pueden estar más geniales. Regresan, en pasajes breves pero significativos, Darío Grandinetti, que acompaña a Julieta en sus 40, y Rossy de Palma, que aporta humor y veneno. Después del paso en falso de Los amantes pasajeros, que parecía una imitación de su cine, el gran Pedro regresó con un auténtico “film de Almodóvar”.
Julieta (España, 2016). Dirección y guion: Pedro Almodóvar. Con Emma Suárez, Adriana Ugarte, Daniel Grao, Rossy de Palma, Inma Cuesta, Darío Grandinetti, Michelle Jenner. Duración: 96 minutos.