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    La hora del lobo

    El faro, de Robert Eggers, en Cinemateca

    Todo nace en el mar, incluso los miedos y las pesadillas. A una isla remota y solitaria vemos llegar el recambio de los fareros, que bajan lentamente sus bártulos del bote mientras los que han cumplido su tarea se retiran. Nadie dice una palabra. Solo escuchamos las olas que golpean contra las rocas, el viento que surca un cielo gris plomizo y la bocina que indica como un latido grave y profundo la presencia de una niebla amenazante. Y vemos el faro, una extensión un poco más prolija y pulida que la que nos ha dejado la naturaleza en las rocas. Esto es en un riguroso y contrastado blanco y negro, no podía ser de otra forma. Y en un formato de pantalla de 1.19:1, casi una caja cuadrada, como en las viejas películas.

    No hay diálogos hasta que los dos hombres bien resguardados se sientan a la mesa dispuestos a cenar. El encargado de velar por la luz, el veterano Thomas Wake (Willem Dafoe), propone un brindis al aprendiz Ephrain Winslow (Robert Pattinson). Al fin y al cabo pasarán juntos unos cuantos días. El primero es un curtido lobo de mar, repleto de historias de tifones, naufragios y gangrenas; el segundo viene de la tierra y de los bosques, no bebe (en principio) y debe encargarse de todos los trabajos de mantenimiento. De todos menos de la enorme lámpara que corona la torre y emite la luz de advertencia para los navegantes. Allí arriba ni siquiera puede entrar, se lo impide una reja con un candado cuya llave guarda celosamente Wake, déspota de día, cuando vuelan las gaviotas, y borrachín afable por las noches cerradas, en las que siempre quiere brindar con su latón lleno de aguardiente pendenciero. Antes de acostarse, en un pequeño agujero de su mugroso colchón, Winslow encuentra una pequeña sirena tallada en marfil.

    Claro que hay una hermandad con La hora del lobo (Vargtimmen, 1967), de Ingmar Bergman, que también ocurría en una isla y aludía a ese momento en que la vigilia cede terreno a las pesadillas y avanzan los jinetes del apocalipsis. Allí los demonios se desataban en la mente de un pintor cuando unos sardanápalos que vivían en un castillo lo invitaban a cenar. En El faro (The Lighthouse, 2019, reestreno de Cinemateca, consultar día y hora) los barómetros cambian abruptamente cuando una gaviota es destrozada contra un pozo de piedra. En un caso y en otro la furia desatada es inevitable. Al caer la noche y ante la ausencia de centinelas, los mitos se materializan, Neptuno está en su apogeo y las sirenas existen.

    Robert Eggers, responsable de la perturbadora La bruja (The Witch: A New England Folktale, 2015), se inspiró en varias fuentes y escribió el guion con su hermano Max. Es probable que su infancia y recuerdos de Nueva Inglaterra, donde creció y tal vez haya leído a Melville y a Robert Louis Stevenson, hayan incidido en esta historia de terror marino. Se sabe que en esos parajes se alimentan los monstruos lovecraftianos. En el bosque y en el mar anidan los peores enemigos.

    Hay tres presencias exclusivas: los dos actores y el faro, construido especialmente para la película, cuyo protagonismo es esencial. Sus entrañas, con esa caseta inclinada que conduce a la torre a través de una escalera que es una garganta viviente. El corredor claustrofóbico, cavernoso, parece tragar a los personajes al mismo tiempo que desata los costados sombríos de sus obsesiones, su sexualidad encapsulada y sus miedos, que se liberan gracias al alcohol con la fuerza de una tormenta, que además está por llegar. Es cierto que podría tratarse perfectamente de una película de terror con puntas fantásticas, alucinatorias y mitológicas, pero cuando la interacción está jugada de tal forma a los actores y a sus mundos interiores —otra vez Bergman— la historia también se encuadra en un drama de los más logrados e intensos. Los parlamentos referidos a la épica y a la inmensidad del mar, la alternancia entre peleas y bailes, entre cantos enloquecidos y discusiones, entre una imprescindible calma y una inevitable violencia, los rostros ajados, las emociones descuartizadas, depositan ante nuestros ojos dos interpretaciones de las mejores que se hayan visto en los últimos tiempos. El cuidado en el vestuario y los objetos, desde los botones de las chaquetas y la pipa de Wake hasta las lámparas de queroseno, la impecable fotografía y disposición de las figuras dentro del cuadro —apretadas y encerradas en un faro, en una isla, que a su vez está en el medio de la nada— nos ubican en una historia de fines del siglo XIX con toda la autoridad de un clásico.

    Resonancias de Melville, Poe, Stevenson, Shakespeare y Bergman soplan en esta realización de Eggers filmada en Cape Forchu, Nueva Escocia, Canadá, durante 32 días en los que el equipo de rodaje también padeció las inclemencias del tiempo. Dafoe y Pattinson dejaron el alma, probablemente con las actuaciones más importantes de sus carreras, declamando en un viejo inglés con códigos marineros una poesía sucia, vil y salada, impecablemente transformada en imágenes. Sí, es una obra maestra.

    Vida Cultural
    2020-08-12T22:24:00