Si a cualquier estudioso del cine le preguntaran cuáles fueron las películas que significaron un avance importante en el leguaje cinematográfico, seguramente no dudaría en responder. Porque si realmente está enterado, si conoce la historia del cine al dedillo y si sabe verdaderamente qué es lo que allí importa y por qué, diría que El nacimiento de una nación de David W. Griffith (1915) inventó los fundamentos de la narración cinematográfica, ni más ni menos. Que El ciudadano de Orson Welles (1941) replanteó los mecanismos del lenguaje y los hizo más complejos en cuanto a la complementación entre tema y estilo. Y que Hiroshima mon amour de Alan Resnais (1959) reformuló todos esos elementos, quebró el lenguaje tradicional de contar una historia (algo que Welles ya había propuesto), separó el tema de la forma, para que ambos jugaran papeles equivalentes sin chocar entre sí, y logró asombrosamente que esa deconstrucción de la narración, que en su momento pudo parecer desconcertante para mucho público, fuera aceptada y asimilada por el cine moderno como una evolución natural, sin estridencias ni rupturas, lenta pero seguramente.
En 1959, época en que Resnais hizo Hiroshima mon amour, el cine mundial estaba enfrentado a una revolución estética. Los jóvenes de la Nouvelle Vague francesa se rebelaron contra el “cine de papá”, acartonado y literario, y salieron a filmar sin ataduras ni convenciones, innovando en la manera de encarar los temas y en los temas mismos. Proponían que el fondo y la forma eran una sola cosa, lo defendían desde la crítica cinematográfica (la mayoría escribía en revistas especializadas, principalmente en “Cahiers du Cinéma”, bajo la influencia de André Bazin) y desde que François Truffaut, Claude Chabrol, Jean-Luc Godard, Eric Rohmer, Jacques Rivette, Jacques Doniol-Valcroze, Pierre Kast y otros se lanzaron a hacer películas, demostraron en los hechos lo que defendían desde sus críticas. No solo fustigaban el “cine de papá” (el de Jean Delannoy, Claude Autant-Lara, Julien Duvivier y otros popes del cine francés) sino que adherían a la “teoría del autor”, donde admiraban el cine norteamericano de Alfred Hitchcock, Howard Hawks, Nicholas Ray, Douglas Sirk y Samuel Fuller. La obra de estos muchachos dio buenos frutos en la medida que no aplicaran en el cine propio las discutibles ideas que tenían sobre el cine ajeno.
Pero junto a estos representantes de la “nouvelle critique” vinieron otros que ya hacían películas (largos o cortometrajes) o que su actividad provenía de la misma industria del cine, como ayudantes de dirección, montajistas o fotógrafos. Allí estaba el independiente Alexandre Astruc, pero también Chris Marker, Jean-Pierre Melville, Louis Malle, Agnès Varda, Roger Vadim y Alain Resnais. Todos se mezclaron por la sencilla razón de que eran jóvenes, audaces y con ideas, pero en realidad no hubo un movimiento organizado ni existió un manifiesto (como el de Oberhausen en Alemania). Solo ocurrió que los productores vieron en esta juventud un filón de taquilla y comenzaron a financiar películas que atraían al público por su renovada temática y su fresca presentación (Los 400 golpes, Sin aliento, Los primos, Los amantes), pero pronto quedó claro quién tenía talento y quién no, quién iba a sobrevivir y quién iba a quedar por el camino, quién ganaba premios en Cannes o Venecia y quién ni siquiera figuraba. Era la misma época de los angry young men británicos, del deshielo soviético pos estalinista, de los neorrealistas italianos de la terza generazione, de la renovación del cine argentino, del cinema nôvo brasilero y del surgimiento de los directores provenientes de la televisión en Hollywood. Todo el cine mundial estaba en cuestión.
Alain Resnais.
Había nacido en Vannes (Bretaña) el 2 de junio de 1922 y desde los diez años empezó a experimentar con la cámara cinematográfica. A los 21 tomó un curso de montaje en el IDHEC (Instituto de Altos Estudios Cinematográficos) y lo abandonó a los 18 meses porque se aburría. Luego de la guerra comenzó a colaborar en cortometrajes de arte y en 1946/47 fue asistente de dirección de Nicole Vedrés en el documental París 1900. Desde 1948 realizó cortos sobre pintores (Van Gogh, Gauguin, Picasso) y en 1954 se encarga del montaje de La Pointe Courte de Agnès Varda, que hoy parece un clarísimo antecedente de Hiroshima mon amour. Homero Alsina Thevenet, en su momento, llegó a sospechar de la paternidad de Varda sobre el filme, tan claramente vinculado a las ideas de Resnais. El nombre del director se empezó a conocer fuera de Francia con Noche y bruma (1955), documental sobre Auschwitz con un estilo poético muy particular. Toda la memoria del mundo (1956) tenía también una forma muy seductora (cámara en continuo movimiento) para recorrer las estanterías de la Biblioteca Nacional de París. Una proeza.
Con todos esos antecedentes a favor, parecía que un filme sobre la bomba de Hiroshima le iba a caer perfecto a la modalidad de Resnais, pero sin embargo el producto resultante fue algo desconcertante y fundamental. En esa época (y tan luego en esa época), el director tenía la primera y la última palabra. Por lo tanto que el fotógrafo fuera Sacha Vierny (su colaborador habitual) no resultó ninguna sorpresa, pero que el libreto le fuera encomendado a Marguerite Duras (una de las emblemáticas autoras del “nouveau roman”) fue significativo. Los documentales de Resnais siempre tenían un comentario literario (y muy poético) en la banda sonora (Jean Cayrol, Remo Forlani, Raymond Quenau), por lo que el director le pidió a Duras un texto que olvidara “deliberadamente” toda referencia al cine, sin pensar en imágenes. El asunto era simple: una actriz francesa (Emmanuelle Riva) llega a Hiroshima para colaborar en un filme pacifista sobre la bomba atómica y se enamora de un arquitecto japonés (Eiji Okada), pero ese romance se ve asaltado por los recuerdos de la mujer sobre su juventud en Nevers, cuando en plena ocupación alemana se enamoró de un soldado enemigo, presenció su fusilamiento por la Resistencia y ella fue rapada y humillada por colaboracionista.
Sin embargo, para llegar a esa historia, hay que recorrer un largo camino, porque el filme se introduce en los pensamientos de la mujer (su nombre nunca se conoce), y tal como ocurre con la bruma de los recuerdos, éstos son desordenados y surgen de improviso, como cuando ve a su amante de espaldas, desnudo en la cama, y recuerda al alemán muerto en la misma posición. De esa manera se construye (o deconstruye) el relato: con fragmentos, frases, recuerdos, saltos del presente al pasado, sugerencias visuales continuas que trazan paralelismos entre una historia y otra. Pero no solamente allí reside su (en ese momento) innovadora forma. La banda sonora funciona a veces en forma independiente (Resnais experimentaría ese recurso con más amplitud en su filme siguiente, El año pasado en Marienbad, 1960), con una entonación poética que pretende sumergir al espectador en una envolvente irrealidad, como si nadie estuviera en efecto pronunciando esas palabras sino que ellas parecen provenir de una meditación interior o de un deseo (o urgencia) de saber cosas que no basta con ver, sino que se deben sentir. Ese lenguaje poético, sumado a las imágenes montadas con especial intención, componen un estilo sugerente, atrapante, hipnótico, casi como el de un sueño.
Las claves del filme.
El comienzo ya es motivante. Dos cuerpos desnudos se abrazan, pero a veces aparecen húmedos, transpirados, y otras están cubiertos de arena, ocasionalmente brillando como polvo de oro o como oscura ceniza radiactiva. La banda sonora reproduce palabras dichas con cierta monotonía. Una voz de mujer repite: “Quatre fois, au musée, j’ai vu les photographies, faut d’autre chose, les réconstitutions, faut d’autre chose”. La voz de un hombre, con fuerte acento extranjero, replica: “Tu n’a rien vu à Hiroshima... Rien”. Ella quiere saber, ha ido al museo, ha visto fotos, reconstrucciones, quiere saber cómo fue, pero no ha visto nada. Nada de eso puede compararse a la realidad. “Me matas. Me haces bien”, repite, cuando aún no se han visto sus caras. Son dos cuerpos entrelazados haciendo el amor. La muerte quedó atrás. El amor purifica todo. ¿Pero cuánto dura el amor? ¿Qué viene después de él? Ella ya lo sabe. El recuerdo de Nevers la asalta, el sufrimiento y la culpa todavía la persiguen. Y ahora esa culpa está en Hiroshima, por lo que sufrió esa gente, esa ciudad pulverizada, esos hijos deformes, ese holocausto que hace apenas catorce años cayó como un castigo sobre población civil inocente y que las fotos del museo reflejan en su horror, pero nunca en todo su inmenso horror.
Entonces se entrelazan en la historia los temas de la memoria (lo que pasó en Nevers, aquel sufrimiento y luego la humillación), el olvido (que nunca termina de cerrarse), el amor (el antiguo, el actual, el presente sin futuro, el pasado que resurge) y la muerte (la del amante alemán, la del pueblo de Hiroshima, la de un nuevo amor que no se sabe aún si va a perdurar). Ella ha venido a esa ciudad castigada pero reconstruida, con una inmensa plaza que recuerda el pasado, pero los edificios son modernos, la gente vive normalmente, todo ha quedado atrás. Todo, menos la memoria. El amante (que tampoco tiene nombre) es un hombre moderno, distanciado de los horrores de la guerra, atraído por esa hermosa y frágil mujer occidental, sensible, inteligente, culta. Hay un aura fatalista de que nunca volverán a verse, que esas horas serán las últimas. Por eso ella le cuenta su trágica historia y él la escucha, emocionado por saber esa historia que sólo el conoce.
La innovación de Hiroshima mon amour, que la coloca como un mojón en la historia del cine, es algo que, visto hoy, puede no sorprender, pero en 1959 causó un gran revuelo por su forma cinematográfica que no se parecía a ninguna otra, por saltar sin aviso de una escena a la otra como mezclando pasado y presente, actualidad y recuerdo, memoria y olvido, tal vez recuerdos imaginados, sublimados, brumosos, deformados, cargados de subjetividad o de emotividad. Pero nada se explica, solo se muestra. Incluso el enigmático final, tal vez simbólico, tal vez abierto: “Hi-ro-shi-ma... C’est ton nom, Hiroshima”, le dice ella. “Ton nom est Nevers... Nevers en France”, le contesta él. Nunca se sabrá si volverán a encontrarse, si esa es una despedida o un reencuentro, porque antes se han separado y ella ha quedado con el recuerdo de aquella noche que pudo ser la única y la última. La formidable música de George Delerue y Giovanni Fusco todavía resuena en la memoria, porque si Hiroshima mon amour se refiere a la memoria y al olvido, es imposible olvidarla. Sus imágenes, sus palabras, su música, permanecen en la mente más de cincuenta años después.
Y eso que cuando el filme se estrenó en Uruguay (cine Coventry, 7 de junio de 1960), ese mismo año se conocieron La dolce vita (Fellini), Río Bravo (Hawks), Intriga internacional (Hitchcock), La fortaleza escondida (Kurosawa), El destino de un hombre (Bondarchuk), Cenizas y diamantes (Wajda), La balada del soldado (Chujrai), Verano violento (Zurlini), Fin de fiesta (Torre Nilsson), Tren nocturno (Kawalerowicz) y La gran guerra (Monicelli), todas ellas obras maestras, pero la de Resnais fue elegida por los críticos como la mejor de 1960. Eso da la pauta de lo que era el cine en aquellos tiempos. Resnais todavía vive y hace películas, con más de 90 años, pero ninguna fue tan emblemática como Hiroshima mon amour. Al igual que Orson Welles, nunca pudo superar su opera prima. Pero no por casualidad (hay que recordar que El ciudadano se reestrenó también en 1960, como frutilla de la torta), ambas comparten ese raro privilegio de marcar una época, de trazar una línea entre pasado y futuro, “antes de…” y “después de…”. Y eso, solamente eso, ya es verdaderamente insuperable.
Vida Cultural
2013-07-11T00:00:00
2013-07-11T00:00:00