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    La penúltima

    Había una vez... en Hollywood, de Quentin Tarantino
    Colaborador en la sección de Cultura

    Hollywood, 1969. Rick Dalton (Leonardo DiCaprio) atraviesa una fuerte crisis profesional y personal. El actor conoció mejores épocas. Protagonizó películas como The 14 Fists of McCluskey, donde rociaba nazis con un lanzallamas, y fue la estrella absoluta de Bounty Law, una serie de televisión ambientada en el viejo oeste. Ahora se ve relegado a papeles de “estrella invitada”, generalmente para hacer de villano, en series de otros. La última señal de que está acabado llega con la oferta de un productor (Al Pacino), que le propone filmar spaghetti westerns en Italia. Fuma como un condenado y bebe sin horarios. Siente que ya nadie se acuerda de él; peor: que ya ni siquiera saben quién es él; de hecho, Cliff Booth (Brad Pitt), su doble de riesgo, se encarga de recordárselo: “¡Eres Rick fucking Dalton, no lo olvides!”.

    Booth vive en una caravana ubicada detrás de un autocine, prácticamente en las afueras de Los Ángeles (el viaje que hace del trabajo a casa y de casa al trabajo es realmente largo), espacio que comparte con Brandy, una pitbull muy bien amaestrada. En el ambiente se rumorea que este veterano de guerra taciturno y aparentemente bastante seguro de sí mismo cometió un crimen y prácticamente se le han cerrado muchas puertas laborales. Booth le organiza la agenda, oficia de chofer (Dalton perdió su licencia por manejar borracho) y realiza tareas de mantenimiento de la casa de su jefe. Es un lacayo fiel y un oído amable e incondicional: “Más que un amigo, menos que una esposa”. Ambos están solos y está claro que ambos se necesitan mutuamente.

    Una tercera línea narrativa presenta a Sharon Tate (Margot Robbie), la nueva sensación de Hollywood. Joven, bella y talentosa, está casada con Roman Polanski, el cineasta del que todo el mundo habla, el director de El bebé de Rosemary. La pareja, el reverso de Dalton y Booth, se muda justo al lado de la casa del actor. Cruzando estas líneas asoma un grupo de mujeres hippies reunidas en torno a un tal Charlie, que no es otro que Charles Manson.

    En la novena película de Tarantino (dice que se retira luego de la décima) la acción se desarrolla en un mundo imaginario que se entrelaza con el mundo real dando forma y contenido a un lienzo único, vibrante, como el microuniverso de Jack Rabbits Slim, aquel restorán de Pulp Fiction, donde conviven personajes reales y hechos históricos con criaturas y acciones que son pura ficción. Y, como en Pulp Fiction, hay tres historias sobre una misma historia: la de Dalton, Booth y Tate, una historia sobre el fin de una era, del amor libre y la inocencia. Salvo por algunos flashbacks, la narración de Había una vez... es prácticamente lineal, en contraste con la fragmentación de Pulp Fiction. El tono, al menos durante los dos primeros actos, está más cerca de la melancólica Jackie Brown que de la implosiva Pulp Fiction. Para el tercer acto, Tarantino regresa al espíritu revisionista de Inglourious Basterds.

    Tarantino está enamorado de esa época, de ese Hollywood. Y así observa esa época y ese Hollywood: como un enamorado. Se pasa un buen tiempo contemplando a su amor y los rasgos que tanto le fascinan (la película dura 161 minutos). Parte del encanto (para muchos, no para todos) del estilo del director consiste en definir a sus personajes por lo que consumen: por las películas que ven, la música que escuchan, la comida que comen, y aquí abundan primeros planos y planos en detalle de productos, sean películas, programas de televisión o canciones, comida para perros, hamburguesas o cigarrillos, elementos que componen el Hollywood privado del realizador, al igual que los planes que no salen tal como se proyectaron, los pies descalzos, las escenas de o con baile, los anacronismos, el humor negro, las mujeres de armas tomar y la violencia que estalla de manera inesperada. Y los diálogos y las sentencias marca de la casa, como cuando Booth le dice a Dalton: “No llores delante de los mexicanos”.

    El empaque luce estupendamente, con una reconstrucción impecable, revestida de un potente universo musical. El cuento se sostiene en gran parte gracias a Pitt y DiCaprio, tanto juntos como separados. Sin ellos, se desinfla entre digresiones y guiños pop, insertos en clásicos como El gran escape, anuncios de radio, alusiones a series y largos tramos de gente manejando por L.A. Pitt compone un personaje áspero, que se mueve con cautela y que aún así se mete, de puro inconsciente, en la boca del lobo. DiCaprio, siempre impecable, ofrece varios momentos soberbios, como las escenas que comparte con Trudy (Julia Butters), niña actriz que prefiere no ser llamada por su nombre real sino por el de su personaje en la ficción.

    El juego, tan caprichoso como ingenioso, de combinar personajes ficticios con personajes históricos no siempre sale bien. La pelea entre Booth y Bruce Lee (Mike Moh), en la que el artista marcial es presentado como un payaso, es una broma que no cuaja, como el gag de la italiana hablando con el oficial de Policía. Sin embargo, Tarantino logra un momento sutilmente bello y emotivo cuando Tate va a una sala de cine a verse a ella misma en Las demoledoras. Allí, en lugar de recrear escenas de la película, Tarantino elige mostrar a la verdadera Sharon Tate. Es muy simple y es una joya.

    La soundtrack de la película:

    Vida Cultural
    2019-08-15T00:00:00