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    La primera vuelta al mundo en un libro de la catalana Isabel Soler

    La intensa y polémica vida del militar y navegante portugués Fernando de Magallanes, finalizó en combate hace cinco siglos. Con el agua hasta la cintura y rodeado de adversarios, a quienes subestimó, recibió una segunda herida de lanza, pero dicen que alcanzó a mirar hacia atrás para confirmar que su tropa lograba llegar a bordo y ponerse a salvo.

    Estos últimos momentos del capitán general de la Armada de las Molucas fueron relatados por el cronista italiano Antonio Pigafetta, que al parecer no solo estaba cerca y logró sobrevivir a una flecha envenenada que atravesó su mejilla, sino que luego tuvo la suerte de ser uno de los pocos que lograron regresar a Castilla en el navío Victoria para contarlo y pasar a la historia como los primeros en dar la vuelta al mundo.

    El relato escrito por Pigafetta fue entregado en persona al rey Carlos I en Valladolid y recién se publicó en castellano en 1999 con el título de El primer viaje alrededor del mundo. Relato de la expedición de Magallanes y Elcano, aunque el autor no nombra al maestre vasco ni una sola vez, quizás porque estaba enfrentado a su venerado capitán general.

    La historia recoge que, después de haber hecho lo más difícil, Magallanes murió con cerca de 40 años, en una pequeña isla que luego se llamó Filipinas, y aunque en ese lugar perdido del océano Índico se le rinde homenaje, más relevante parece su figura en este rincón del planeta, adonde llegó, descubrió el estrecho que lleva su nombre y renombró como Pacífico al océano que entonces llamaban Mar del Sur.

    Entre Oporto, Punta del Este y Sevilla

    En un libro de 484 páginas escrito por la profesora de literatura y cultura portuguesas de la Universidad de Barcelona Isabel Soler (Magallanes & Co., Acantilado, 2022), se repasa la hazaña de la expedición de Magallanes, pero también se explican los serios escollos que tuvo en tierra, tanto en Portugal como en Castilla, antes de hacerse a la mar con cinco barcos y unos 240 hombres y pasar mucha hambre, mucho frío y al final sentir una enorme frustración al no poder demostrar que las islas Molucas, repletas de las codiciadas pimienta y clavo, pertenecían a Castilla, según el Tratado de Tordesillas.

    Soler, usando por momentos el estilo de un tratado de historia política y náutica y por otros de una novela de aventuras, sigue el rastro de Magallanes desde el Oporto de la infancia, con escasos datos, hasta la pequeña isla de Mactán, en la que perdió la vida. Sin embargo, advierte que su biografía no estaría completa de no reconstruir también el final de la primera vuelta al mundo que culminó Juan Sebastián Elcano, por lo demás un éxito involuntario, porque el objetivo era comercial, en servicio de la Corona y de los inversores que financiaron la aventura, en pleno auge del mercantilismo.

    Para llegar a las Molucas y llenar los barcos de especias, a Magallanes le convenía evitar las zonas controladas por sus compatriotas, que, con justicia, lo tenían por traidor. En lugar del peligroso cabo de Buena Esperanza, que ya había sufrido, buscó el camino, aún más temerario, del sur. Después de tocar fugazmente Brasil, arribó a lo que hoy es el balneario Punta del Este, entonces conocido por los cartógrafos y marinos como cabo de Santa María.

    Como explica el investigador uruguayo Juan Antonio Varese, años después se comenzó a llamar Cabo de Santa María al accidente ubicado donde hoy está La Paloma, la puerta al Atlántico, lo que justifica que, siendo presidente, José Mujica soñara con construir allí un puerto de aguas profundas.

    El cabo de Santa María, nominado e identificado por la bitácora de Francisco Albo en la expedición de Magallanes como la entrada al río de Solís, se ubicaba en 35º de latitud sur, correspondiendo a la península de Punta del Este. Sin embargo, la costumbre de los marinos le adjudicó años después a la hasta entonces conocida como punta de Rocha el nombre de La Paloma, y así quedó.

    Buscando el estrecho, Magallanes ingresó al Río de la Plata y quizás ayudó a bautizar Montevideo, pero cuando se dio cuenta de que no era lo que estaba persiguiendo dio marcha atrás y, con mejor suerte que su compatriota Juan Díaz de Solís, siguió en dirección sur, camino al pasaje a las Indias.

    Después de abandonar el más o menos conocido Río de la Plata, la expedición continuó a tientas ayudado por el coraje y las cartas de marear alemanas y francesas, pero al llegar a la bahía de San Julián, donde el capitán general decidió invernar antes de seguir, comenzaron los verdaderos problemas.

    El frío, el hambre, el cruento escorbuto por falta de vitamina C y la incertidumbre ayudaron a concretar un complot que ya se venía preparando desde antes de zarpar de Sanlúcar de Barrameda, pero el astuto capitán general fue informado y golpeó antes, con suma dureza, y así pudo seguir, pasar por el maravilloso paisaje del estrecho que luego llevó su nombre y comenzar el dramático trayecto por el océano que por suerte encontró pacífico.

    Para ese entonces, al capitán general ya le faltaba una nave, porque en medio de los fiordos unos desertores se habían escabullido y puesto rumbo a España a bordo de la nao San Antonio.

    Clavo portugués y negocio fallido

    El documentado, a veces demasiado detallado y en general entretenido, libro de Soler aporta pistas acerca de cómo debió sentirse Magallanes cuando, después de tanto esfuerzo y espantosas muertes por escorbuto, cayó en la cuenta de que los mapas que llevaban estaban mal y que, según Tordesillas, las Molucas no eran castellanas sino portuguesas.

    La autora, que no tiene temor de anunciar, con humor, sus dudas por la falta de alguna información, lanza la siguiente hipótesis: convencido de que jamás podría regresar a Sevilla, Magallanes decidió demorarse antes de ir por las especias. Por eso —dice Soler— comenzó a catequizar y a comerciar con los reyes del lugar, con base en que el tratado también decía que la llegada de la cruz por primera vez a un territorio daba derechos de conquista, aunque quedaba claro que el principal objetivo de la costosa expedición no se cumpliría.

    Después de la muerte de su jefe, los sobrevivientes devinieron en piratas, y en las islas los marinos, además de combates y negocios, tuvieron experiencias con bellas mujeres, como cuenta Pigafetta, quien aporta detalles sobre las costumbres sexuales de los nativos.

    “El viaje de la vuelta al mundo empezó como concierto, pasó a ser una sinfonía y fue menguando dramáticamente hasta convertirse en ensamble”, sostiene Soler en la introducción, que busca ser un antídoto a las celebraciones acríticas de los 500 años de la primera circunvalación a la Tierra, porque “las crónicas oficiales dan sensación de unidad, de proyecto preconcebido, de plan premeditado y esa idea es engañosa”.

    Otra de las preocupaciones del libro es registrar que la empresa, histórica pero fallida, igual que la encabezada por Cristóbal Colón, no fue solo obra de reyes dispendiosos y marinos audaces, sino del esfuerzo de muchas personas con identidades y profesiones bien definidas.

    Uno de los más importantes socios de Magallanes fue el cosmógrafo portugués Ruy Faleiro, junto con quien había dado el paso de Lisboa a Sevilla. Faleiro lo había salvado de jugadas sucias como la del lobista Juan de Aranda, ni siquiera llegó a embarcar porque estaba “turbado del juicio” y quedó en tierra.

    Entre los que finalmente comenzaron la singladura desde Sanlúcar, la mayoría sin saber nada de los planes, había castellanos, portugueses y de otras tierras con buenos profesionales, algunos eran padre e hijo, en especial, vascos, griegos, venecianos, genoveses, sicilianos, alemanes, franceses y también dos esclavos negros que fueron llevados en viajes anteriores. Castellanos y portugueses competían desde hacía mucho tiempo en el mar, de modo que muchos de origen luso debieron ir camuflados con nombres falsos. La lista incluyó 139 locales y 34 lusitanos, entre marineros, técnicos y oficiales, aunque algunos tuvieron que renunciar al viaje por “exceso de portugueses”.

    Soler presenta también un panorama de las profesiones que coincidieron a bordo: carpinteros, calafateadores, escribanos (para registrar las mercaderías, las enfermedades y las defunciones), artilleros (una especialidad de franceses y alemanes), un alguacil encargado de la administración de justicia, Gonzalo Gómez de Espinosa, natural de Burgos y fiel a Magallanes, cuatro religiosos y un único cirujano, el sevillano Juan de Morales, aunque contaba con tres barberos que lo asistían, como era habitual. El papel de condestable de cada nave (jefe militar en nombre del joven rey Carlos I) era en paralelo de los pilotos, maestres, contramaestres y guardianes, que estaban para mandar a los marineros y a los grumetes.

    Elcano, que al final condujo la nave Victoria a Sevilla con 18 tripulantes, según Soler con mucha suerte, originalmente era maestre de la Concepción. Junto con la San Antonio, la Trinidad (donde iba Magallanes) y la Santiago, eran cogobernadas en teoría por el capitán general y el veedor de la flota, Juan de Cartagena.

    La presencia de Cartagena fue un problema desde el principio. Tenía la misión de poner los límites al capitán general y lo hizo hasta que llegaron a San Julián (hoy, sur de Argentina). Magallanes no lo mandó matar y descuartizar como a otros amotinados, pero lo dejó en tierra de la Patagonia con un sacerdote, un poco de bizcocho y vino.