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    La realidad es diferente a todo

    Por Ch.

    Al principio predomina cierta sensación de extrañeza. El narrador dice que ha llegado a Bélgica, a la Estación Central de Amberes, una joya de la arquitectura industrial cubierta por una cúpula de más de 60 metros de altura. Le duele la cabeza, tal vez debido a la entrada y salida de los trenes, tal vez provocada por el bullicio general, y se refugia en el zoológico, más precisamente en el aviario, que está al lado de la estación. Cuando el dolor de cabeza remite, da un paseo por la zona y visita el Nocturama, que tiene una importante colección de aves rapaces. Debe acostumbrarse a la luz artificial, a la visión apesadumbrada de los animales, y allí comienzan a desatarse los recuerdos que nos llevan a un tal Austerlitz, un hombre “con el pelo rubio y extrañamente rizado, como solo había visto antes en Sigfrido, el héroe alemán de Los Nibelungos de Fritz Lang”, dice el narrador.

    Austerlitz (Anagrama, 2002) fue la última novela del alemán Winfried Georg Sebald, para muchos críticos —entre ellos Susan Sontag— un genio de los pocos, poquísimos, que realmente ennoblecen el arte literario con la frondosidad de su vocabulario y la asombrosa sensibilidad y talento con que lo maneja. Al poco tiempo de publicada la novela, Sebald murió el 14 de diciembre de 2001 en un accidente de auto en Norfolk, Reino Unido, donde estaba radicado desde hacía muchos años y daba clases de literatura centroeuropea y creativa. Se dio de frente contra un camión. Tenía 57 años.

    ¿Una novela? Más bien parece un ensayo sumamente erudito, un híbrido sobre ciertos aspectos de la historia europea reciente o los espacios arquitectónicos, los que se mantienen y los que desaparecen, todo tejido con extrema delicadeza y aguda observación. Es que Austerlitz, el personaje, es un hombre de inmensa cultura y conocimientos que se detiene ante edificios, repara en los detalles, compara períodos y dispara sensaciones imposibles de pasar por alto. Entonces ya solo se va registrando una única voz, la de Austerlitz, a lo largo de varios encuentros en el tiempo, con ese modus operandi que tenía Thomas Bernhard —cuya influencia fue reconocida por el propio W. G. Sebald— de recordarnos cada tanto con un “dijo Austerlitz” que quien habla es este personaje y no el narrador.

    Si es posible desarrollar una sinfonía en la literatura, esta novela es un claro ejemplo. Además, tiene la estupenda traducción de Miguel Sáenz, también traductor de Bernhard y especialista en mantener, en la medida de lo posible, la musicalidad del idioma alemán en el español. Delicada, proporcionada y culta, Austerlitz, la novela, se balancea y se mece con pinceladas que nos llevan cada vez más lejos, porque Austerlitz, el personaje, que habla francés e inglés, lo vamos descubriendo de a poco, fue un huérfano checo del Holocausto, un niño pequeño dejado por la urgencia de la guerra y sus orígenes judíos en las puertas de la casa de una pareja de párrocos, quienes lo educaron. La melancolía y el abatimiento que destila Austerlitz, el personaje, se debe entonces no solo a una Europa cuya integridad y belleza siempre resulta amenazada por cada contienda bélica o por cada nuevo avance desatinado de la sociedad, que los hay cuando a un demente se le ocurre invadir y bombardear otro país, cuando se arruina un sitio patrimonial y se levanta en su lugar un moderno shopping o cuando sencillamente se destroza la naturaleza y todas las vidas que allí conservan su hogar. Es también una búsqueda de los orígenes, de la cultura, de la identidad y del idioma materno, de la auténtica esencia que hace de nuestras vidas algo digno de ser vivido. Dice Austerlitz: “Si se puede considerar al idioma como una antigua ciudad, como un laberinto de calles y plazas, con distritos que se remontan muy atrás en el tiempo, con barrios demolidos, saneados y reconstruidos, y con suburbios que se extienden cada vez más hacia el campo, yo parecía alguien que, por una larga ausencia, no se orienta ya en esa aglomeración, que no sabe ya para qué sirve una parada de autobús, qué es un patio trasero, un cruce de calles, un bulevar o un puente”.

    Una novela total, adecuado término para Austerlitz, que tiene de todo. El torrente de una voz que habla de imperio y nación, de la vida interior de los animales, de Casanova en Dux, de las golosinas nazis, de los hoteles de Marienbad y de la locura de Schumann, de un museo de veterinaria o de un librito de medicina de 1755, mientras recupera su propio pasado en una Praga brumosa y fantasmal. Una voz que también describe la lentitud de un recepcionista de hotel o el gallo de un prestidigitador del circo Bastiani y los transforma en microcuentos. O desgrana una vieja película en cámara lenta. Páginas asombrosas que se leen y se deshacen en el paladar de tan bien escritas. Y que no importa ya hacia dónde van, solo queremos que ese balanceo, esa magia de juntar las palabras, no se termine.

    Sebald investigaba exhaustivamente para cada uno de sus libros. Y les agregaba fotos. Hay gran cantidad de información en sus páginas, pero lo que importa no es qué hay de cierto, medianamente cierto o inventado en lo que nos cuenta Austerlitz, que dicho sea de paso, y como no puede ser de otra manera, tiene mucho del propio Sebald. Cuando alguien se dispone a escribir con total libertad, ya estamos en el campo de la ficción y de la novela. Y si por el contrario se propusiese no salir de la verdad, ¿solo con semejante intención estaría garantizada la verdad? En cierto sentido, es imposible salir de la simple y llana ficción. Debemos conformarnos con la convicción de lo construido, de lo bien construido. Creo en todo lo que dice Austerlitz, el personaje; disfruto todo lo que cuenta Austerlitz, la novela.

    En Vértigo, por ejemplo, que se compone de cuatro relatos largos, Sebald juega con personajes reales y ficticios, incluso con él mismo (que también puede ser “ficticio”) y poco importa, porque “la realidad, como sabemos, siempre es diferente a todo”.

    Amaba la literatura del suizo Robert Walser, un maestro que prefiguró a Kafka. Walser quería pasar inadvertido, desaparecer. Raro en un escritor. Le gustaba tomar paseos al aire libre y vivió gran parte de su vida en un internado. Sebald creció en un silencioso pueblo de Baviera, de esos que pretenden sobrevivir al margen de todo, del ruido, de los cambios, del progreso. En cierta forma, también un internado. Huyó de allí y se radicó primero en Suiza y luego en Inglaterra. En lo posible, rehuía del trato social. Escribía a mano. Y viajaba para sus investigaciones. Al fin y al cabo, pasear, viajar y escribir terminan siendo el mismo acto solitario, un acto que implica movimiento, detenida observación y análisis, pero que inexorablemente es interior, frágil y subjetivo como cada vida, como la vida de Sebald, como la vida de Austerlitz.

    Cuesta imaginar la muerte violenta de un escritor con la precisión y suavidad de Sebald. Un roquero se puede estrellar contra un camión; también un pintor apasionado o un vertiginoso actor de cine como James Dean. Pero Sebald no, no y no. Estaba cansado de escribir, él mismo lo confesó. Quizá fue eso. Aunque pensándolo bien… Resignémonos: la realidad es diferente a todo.