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    La rubia más linda... y la más triste

    50 años sin Marilyn Monroe (1926-1962)

    Era difícil creerlo, pero cuando aquella fatídica mañana del 5 de agosto de 1962 los titulares de los diarios anunciaron que la estrella más rutilante del cine había aparecido muerta, las fotos que acompañaban esas notas mostraban a una rubia despampanante que apenas tenía 36 años y toda una década previa de ostentar ese envidiable puesto del cual ninguna otra había logrado desplazarla.

    A partir de entonces, y de las poco claras circunstancias que rodearon su muerte, Marilyn Monroe pasó a ser un símbolo en varios sentidos. No solo el sex symbol en que la industria y la prensa pretendían encasillarla, sino también un claro ejemplo de cómo la fama y la popularidad pueden incidir negativamente en una persona de emociones inestables, sensibilidad acorralada, frustración artística y sentimientos confusos. Cuando lo que se tiene no basta y no se puede obtener lo que se quiere, es como si la propia Marilyn estuviese incorporando para sí la intencionada letra de aquella canción de Irving Berlin que entonó brillantemente en El mundo de la fantasía (1954): “Luego de conseguir lo que quieres, ya no lo quieres”.

    Con ese repentino fallecimiento, Marilyn consiguió, sin embargo, algo impensado: el pase a la inmortalidad. No hay muchos casos similares de preferencia en la memoria y el cariño del público cincuenta años después. Hoy casi nadie se acuerda de Rodolfo Valentino ni de Jean Harlow, ambos desaparecidos en plena juventud. Pero se acuerdan de Monroe y de James Dean, ejemplos de perdurabilidad incomparables, porque la tragedia puso final a una carrera que solamente podía ir hacia arriba. En un principio se creyó que la profunda depresión que le causó su despido de Something’s Got to Give (1962) y el hecho de encontrarse sin trabajo podría haber precipitado su fin no voluntariamente sino a causa de las enormes dosis de pastillas y alcohol que se había acostumbrado a consumir. Pero luego se supo que 20th Century Fox la había recontratado por dos películas y se proponía continuar con su trabajo inconcluso.

    Entonces, surgió la teoría conspirativa: que el clan Kennedy se la había sacado de encima porque ella (primero con JFK, luego con Bobby) se había acercado demasiado al poder y amenazaba con desestabilizar la armonía conyugal de los gobernantes. Muchos artículos, libros, testimonios y documentos trataron de probar esa teoría, pero el misterio persiste hasta el día de hoy. El célebre Richard Avedon hizo una serie de fotos muy publicitada días antes de su muerte, donde ella no parecía tan abatida ni derrotada. Tenía incluso proyectos y supo reírse de sí misma cuando un reportaje con “Life”, en esa época, se titulaba: “Fama, ¿te vas? Adiós, ya te conozco”. Allí hablaba muy inteligentemente de su vida, de su carrera y de que cuando todo pasa siempre es tiempo de empezar otra vez. Nunca fue la rubia tonta que la Fox intentó patentar y que tuvo un caricaturesco ejemplo en Jayne Mansfield (también de trágico final), porque cuando una estrella se ponía rebelde había que demostrarle que era sustituible, aunque en ese caso fuera de la peor manera.

    Adiós Norma Jeane, hola Marilyn

    Norma Jeane Mortensen nació el 1º de junio de 1926 y era la hija natural de una madre mentalmente inestable. En su vida hubo orfanatos, infancia infeliz, un matrimonio apresurado a los 18 años con Jim Dougherty durante la guerra, el primer divorcio y una carrera de modelo tras la búsqueda de un tipo de muchacha rellenita y rozagante que recordara a la desaparecida Jean Harlow y a la muy actual Lana Turner. Los primeros pasos artísticos la llevaron a usar el apellido de soltera de su madre, Monroe, y un ejecutivo de Fox eligió como nombre Marilyn, pues le recordaba a la estrella de vaudeville Marilyn Miller. Algunas de sus primeras apariciones en la pantalla quedaron en el cuarto de montaje.

    Pero en 1950 la suerte empezó a sonreírle porque dos directores importantes supieron aprovechar su talento aún incipiente: John Huston en Mientras la ciudad duerme (The Asphalt Jungle) y Joseph L. Mankiewicz en La malvada (All About Eve). Sabía poner cierta picardía tocada con un leve soplo de ingenuidad, lo que resultaba tan gracioso como encantador. El contrato con Fox (siete años) le permitía hacer películas fuera del estudio, y en 1952 Fritz Lang la utilizó en el drama Tempestad de pasiones (Clash by Night), donde la protagonista Barbara Stanwyck tuvo mucha paciencia con ella. Ese año apareció en otros cuatro filmes, de acuerdo al tratamiento que todos los estudios utilizaban para fabricar estrellas, pero tuvo la suerte de caer bajo las órdenes de Howard Hawks en Vitaminas para el amor (Monkey Business), donde sus breves escenas junto a Cary Grant llamaron la atención. Ya estaba lista para la gran oportunidad, y Hawks estaría a la orden para guiarla otra vez.

    Como Lorelei Lee, una cazafortunas loca por los diamantes, Marilyn se robó el protagonismo de Los caballeros las prefieren rubias (1953) a pesar de competir con la voluptuosa morocha Jane Russell (que encabezaba el reparto) y de haber sustituido a Betty Grable, quien era la rubia de espléndidas piernas a la que la Fox dedicaba sus mejores comedias musicales. El rendimiento de la canción “Diamonds Are a Girl’s Best Friend” era una glorificación de su espléndida figura, su cabellera platinada, sus rojísimos labios, su mirada entornada, sus blancos y perfectos dientes, su sensualidad a flor de piel: la apoteosis que consagra la carrera de una estrella que, además de contar con un físico privilegiado, sabe entonar una canción y moverse (no bailar, pero aparentar hacerlo) con felina elegancia. El Technicolor rutilante resaltaba a la perfección esas virtudes consagratorias, y Marilyn Monroe accedió al podio de los ganadores, con estrella de la fama en el Hollywood Boulevard y todo.

    Para probar que no solo era una muñeca sensual, falsamente ingenua y mentalmente hueca, ese mismo año intervino en Torrente pasional (Niagara), donde otro maestro, Henry Hathaway, la convirtió en la típica rubia traidora del film noir atreviéndose a exhibirla en una escena muy audaz para la época: en el bungalow donde duerme (en cama separada) con su marido Joseph Cotten, está tapada solamente con una sábana, dejando entrever que debajo de ellas está desnuda, algo que se le escapó a la censura, siempre tan vigilante. Luego de esas dos culminaciones, la Fox se interesó más en el CinemaScope que en sus estrellas, llegando a subutilizarlas, a veces malamente. Pero Monroe se las arregló para lucirse en el papel de rubia tonta (y cegatona) en Cómo pescar un millonario, donde eclipsó a Betty Grable y a Lauren Bacall gracias a que la pantalla anchísima multiplicaba su figura hasta por cinco veces, con siete metros de altura y un múltiple espejo de dieciocho metros de ancho. Había Marilyn por todos lados.

    Empiezan los problemas

    A fines de 1953, la famosa foto de Marilyn posando desnuda para un calendario (1949) no solamente no arruinó su carrera sino que sirvió para apuntalar su prestigio de sex symbol. En enero de 1954 se casó con la estrella del beisbol Joe Di Maggio, viajó a Corea, donde cantó para las tropas (13.000 personas) y tuvo el primer problema con Fox a causa de Almas perdidas (River of No Return), un western filmado por Otto Preminger en las montañas de Canadá con Robert Mitchum y el CinemaScope como atracción principal. Cantaba algunos temas en un saloon lleno de buscadores de oro, pero la obra fracasó comercial y artísticamente y ella no se hablaba con el tiránico director. Luego apareció tercera en el reparto de El mundo de la fantasía (There’s No Business Like Show Business), un típico musical de vaudeville donde cantaba tres canciones y muy poco más. Una de ellas, “Heat Wave” (Ola de calor), hacía subir literalmente la temperatura de la sala, pero las estrellas eran Ethel Merman, Donald O’Connor, Dan Dailey, Mitzi Gaynor y hasta Johnnie Ray. Además del CinemaScope, claro.

    Los verdaderos problemas empezaron durante el rodaje de Comezón del séptimo año, una ingeniosa comedia dirigida por Billy Wilder, porque al director se le ocurrió (como motivo publicitario, tal vez) filmar en pleno Manhattan la escena en que el aire del subte levanta las polleras de la protagonista, repitiéndola una y otra vez ante un marco de público enorme y los celos furiosos de Di Maggio, quien no pudo soportar que su mujer fuera expuesta de esa manera. El divorcio se produjo en noviembre de 1954, y la ironía fue que Wilder tuvo que rehacer la escena en estudios porque las tomas se habían estropeado. Pero no era solamente eso. Marilyn estaba harta de los papeles de rubia tonta y pretendía otros compromisos dramáticos. Se fue a Nueva York y se inscribió como oyente en el Actor’s Studio de Lee Strasberg. Ese maestro llegó a decir que había solo dos actores que estaban por encima del resto: Marlon Brando y Marilyn Monroe.

    Cuando volvió, no era la misma. Su nuevo agente, Milton Greene, exigió un nuevo contrato por cuatro películas en siete años, con derecho a rechazar las que no fueran de su gusto. Formó la Marilyn Monroe Productions para participar y obtener beneficios en cada uno de sus filmes, además de libertad para trabajar para otros estudios. Y también impuso una lista de 16 directores con los que trabajaría exclusivamente: George Cukor, Vittorio De Sica, John Ford, Alfred Hitchcock, John Huston, Elia Kazan, David Lean, Joshua Logan, Joseph L. Mankiewicz, Vincente Minnelli, Carol Reed, George Stevens, Lee Strasberg, Billy Wilder, William Wyler y Fred Zinnemann. En mayo de 1955, comenzó a salir con el dramaturgo Arthur Miller, dejando en claro que ahora era una actriz seria, intelectual y estudiosa. Por cierto, la prensa tomaba todo esto como un desplante. Pero ella se casó con Miller y estaba decidida a cambiar.

    El primer paso fue Nunca fui santa (Bus Stop) una pieza teatral de William Inge donde estaba realmente muy bien bajo la dirección de Joshua Logan como corista barata de acento texano acosada por el joven y virginal cowboy Don Murray, quien la ve como el ángel de sus sueños. En una escena memorable, ella canta “That Old Black Magic” en forma voluntariamente horrible, pero el galán no se decepciona. Alentada por ese éxito crítico, se fue a Inglaterra a buscar a Laurence Olivier para hacer juntos El príncipe y la corista, una comedia de Terence Rattigan, pese a lo cual la aventura no fue afortunada. Olivier la amedrentaba, ella se había llevado a Paula Strasberg como coach, quien alimentaba su ego pero entorpecía la filmación, comenzó a olvidar sus parlamentos y a faltar a las sesiones de rodaje, estaba siempre enferma y el actor-director casi enloqueció. Parte de ese rodaje se puede ver (bastante novelado) en la reciente Mi semana con Marilyn (2011), donde Michelle Williams intenta capturar la esencia de Marilyn y queda muy, muy lejos de su objetivo.

    La última parte es la más conocida. Se convirtió en una mujer de carácter inestable, entorpecía la filmación con demoras y ausencias y solo logró completar tres títulos en cuatro años: Una Eva y dos Adanes (Some Like it Hot) de Billy Wilder, considerada la mejor comedia de todos los tiempos; La adorable pecadora (Let’s Make Love) de George Cukor, un musical poco atractivo pese a las canciones de Cole Porter y a Yves Montand; y, finalmente, el homenaje de su marido Arthur Miller cuando la pareja ya estaba a punto de separarse: Los inadaptados (The Misfits) de John Huston, que fue su canto del cisne.

    Las pruebas para Something’s Got to Give y el material que se salvó de ella muestran a una Marilyn hermosísima, de piel delicada y transparente, con una fragilidad que conmueve. Estaba en un momento físico espectacular, pero las cosas que pasaban por su cabeza corrían en sentido opuesto. Se había transformado en una mujer insoportable y en una inversión de riesgo. Qué habría sido de su carrera en años posteriores es algo que nunca se podrá saber, pero ese enigma ha quedado envuelto en un mundo de sueños que solamente el cine ha sabido interpretar a veces con amor, a veces con nostalgia y, en este caso, con sobradas dosis de melancolía.