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“Esta noche les digo que uno de ustedes me traicionará”. En la Semana Santa o de Turismo, en todas las iglesias cristianas del mundo resonará esta frase, en el centro de una de las liturgias más sentidas por la humanidad creyente a lo largo de su historia. Es de la Última Cena, en la que Jesús reúne por última vez a sus amigos apóstoles para compartir dos misterios centrales de su vida: el anuncio de su propia muerte y la traición de uno de sus discípulos. Con ambos, se construirá luego el momento central de la misa católica y el fundamento esencial de la expresión de la fe en la Eucaristía. “Este es mi cuerpo” y “esta es mi sangre”, dijo ante el grupo de fieles seguidores, inquietos, temerosos ante los presagios de muerte que se avecinan. Seguramente no entendieran demasiado, sobre todo no aceptaban que ese hombre que los condujo durante un tiempo con promesas de salvación, con la esperanza del paraíso en la tierra, con la evidencia de una vida más digna, con un sentido más profundo y renovado de la existencia, con la inconcebible postura de poner la otra mejilla ante la afrenta y no responder a la espada con la espada, era imposible entender cómo ese hombre pudiera tener tan claro su destino cercano y sobre todo, se entregara a él sin pelear o sin intentar modificarlo.
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Más allá de cualquier connotación religiosa, en este formidable escenario dramático, la traición intestina se ofrecía como el nudo de uno de los conflictos más terribles de la historia de la humanidad. Los textos bíblicos relatan los momentos más extraordinarios de su vida, en especial los acontecimientos de esos días que terminan con la muerte y resurrección. “Padre, por qué me has abandonado”, se escuchará el viernes en los recintos sagrados, en los templos milenarios, en las construcciones románicas y góticas, en los amplios y riquísimos espacios renacentistas, en los pueblos que todavía escenifican la pasión en la calle. Esa noche, el mundo cristiano se silencia hasta el sábado, cuando en la oscuridad se encienda el cirio pascual y comience la celebración de la resurrección, el último gran aporte de esta historia de fe.
En cualquier caso, el arte estará presente, incluso en el silencio majestuoso del comedor de un viejo convento, donde un día los monjes se inclinaron ante una de las obras más trascendentes del arte universal. No es un crucifijo, elemento fundamental de la expresión de la fe cristiana y objeto de infinitas variedades de estilos y miradas. No es la trascendente instancia de la resurrección, ni siquiera el momento de la cena en la que Jesús reparte el pan y el vino. Es La última cena (1495-1498) de Leonardo Da Vinci (1452-1519), con la revolucionaria y terrible escena de la traición.
La cena con pan y chimichurri.
Desde entonces y hasta el arte contemporáneo cargado de atrevidos y maravillosos objetos profanos, de relecturas sutiles o escandalosas, el arte cristiano acompaña la evolución del arte y su historia y se mantiene riguroso y pleno, sostén de una tradición que se renueva con su propio brillo clásico y la búsqueda incesante de lo nuevo. La última cena de Leonardo es uno de esos hitos donde el ser humano logra lo inexplicable, y convierte un momento de creación en una experiencia del espíritu. También, una de las obras que más influyeron en el arte de los siglos inmediatos. A favor o en contra, desde dentro o fuera de lo estrictamente religioso, en sus momentos más destacados, el arte cristiano marca la cancha de un camino inmensamente rico en manifestaciones de belleza.
Días atrás, la imagen de una cena difundió un encuentro internacional de fotografía en Uruguay. Es de Marcos López, fotógrafo argentino que compuso la misma escena con sus amigos en un asado. Panzones, canosos, pelados, con camisetas de fútbol o de torso desnudo, de evidente perfil medio laburante, el “cuadro” está presidido por un hombre de pie con una enorme cuchilla trozando la carne recién hecha. La larga mesa es una tabla sobre caballetes y despliega un enorme inventario de platos, cubiertos, botellas, ensaladas, pan y chimichurri. La posición de los comensales es similar a la de Leonardo, salvo que acá no hay drama, no hay anuncio, no hay más que el trillado y patético placer de una gran comilona. Otros verán con humor e ironía una lectura sobre la Argentina, que en poco tiempo entraría en una crisis espeluznante. “Asado en Mendiolaza” (2001) podría convertirse en el último asado posible de un país atormentado y traicionado. Dice López que se inspiró en otra “cena”, la obra fantástica del fotógrafo japonés Hiroshi Sugimoto (“La última cena”, en blanco y negro, 2000). La miraba en una exposición en Valencia y escuchó la voz de un “ángel con acento español” que le encomendó hacer su propia versión. La hizo también el pintor expresionista pro nazi Emil Nolde (1867-1956), a principio de siglo, un conjunto de rostros como máscaras en rojo, sin espacio, sin mesa, nada salvo su propia expresión cadavérica y desolada. Salvador Dalí (1904-1989), otro profano, hizo la suya y montó un cuadro formidable con la escena en el centro de una habitación surreal y cristalina. De Dalí es también el impresionante Cristo de San Juan de la Cruz, que levita sobre Port Lligat, su pueblito de siempre en la costa catalana.
La mejor de todas.
Unos mil quinientos años después de aquella cena en la que Cristo anunciara su muerte, hay que imaginar a un hombre solo, elegante, de cuarenta y pocos años, parado frente a una enorme pared durante horas. Aparecían allí algunas figuras, apenas sugeridas, en un proceso que parecía no terminar nunca. Dice un testigo que podía estar horas observando sin tocar nada. Volvía otro día y apenas daba dos o tres pincelazos. Así fue la relación de Leonardo con La última cena, más de tres años intensos de múltiples vaivenes. Se dice que un día el Prior de Ludovico Sforza (Ludovico El Moro), poderoso duque de Milán y responsable del encargo, le dijo a su jefe que Leonardo demoraba demasiado. Temía que no lo terminara dado el espíritu disperso del autor. Lo llamaron al orden. Y el artista con su habitual extrema lucidez, replicó que solo le faltaba definir los rostros de Cristo y de Judas. Para el primero no había modelo posible. Para Judas, y ante el apuro, podía usar el del monje que lo había incomodado con su denuncia. Lo dejaron tranquilo, aunque esta anécdota pudo haber incentivado una curiosa manera de forzar el final. De hecho, esta no solo puede ser considerada su primera obra maestra, sino también una de las pocas que logró terminar.
Son innumerables las historias en torno a este fresco que sobrevive a duras penas en una pared del comedor del convento de Santa María delle Grazie, en Milán. Pocos años después de su creación, la obra ya estaba en evidente proceso de deterioro. Se dice que Leonardo aplicó una técnica que le permitía darse el tiempo necesario para pintar sin que lo apurara el riesgo de secarse. La humedad y las condiciones de exposición hicieron el resto. Está malherido, pero vivo.
No hay que hacerle caso a ningún misterio sobre intenciones ocultas del autor, sobre sociedades secretas o coincidencias misteriosas en el cuadro. La construcción es perfecta y encaja en la lógica de un artista múltiple y de espíritu renacentista estrechamente vinculado a la ciencia y a la observación de la naturaleza. No hay que olvidar que en esa época, Leonardo ocupaba su tiempo entre máquinas, armas y puentes para la guerra, un caballo gigante de arcilla para una escultura que honraría la memoria del padre de Ludovico, la organización de fiestas, el estudio de la perspectiva, el invento de la servilleta y la disección de cuerpos para estudiar anatomía. Y dibujaba todo el tiempo. Dibujos de gente común, sobre todo de perfiles singulares. De allí saldrían las expresiones conmovedoras de los apóstoles cuando Jesús hace el anuncio. Los rostros y sus actitudes marcan uno de los grandes aportes de esta obra al mundo del arte. También la rigurosidad de su composición, la elección del contexto, el encuadre, la ubicación de cada personaje en tríadas y sobre todo, la gran elección de Judas puesto entre los demás, algo que no era habitual en las obras anteriores. Los tonos y la elección de los colores de las ropas, el cuchillo escondido de Pedro, los detalles de la mesa. Finalmente, la acertadísima elección del tema. A diferencia de versiones anteriores, descarta el momento de la eucaristía y opta por el dramático anuncio de la traición. Sin duda, la decisión más universal y profundamente humana que podía tomar un artista. Cómo lo logró, ya es un misterio divino.