Nº 2161 - 10 al 16 de Febrero de 2022
Nº 2161 - 10 al 16 de Febrero de 2022
Accedé a una selección de artículos gratuitos, alertas de noticias y boletines exclusivos de Búsqueda y Galería.
El venció tu suscripción de Búsqueda y Galería. Para poder continuar accediendo a los beneficios de tu plan es necesario que realices el pago de tu suscripción.
En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáUna mujer es encontrada de madrugada en estado de shock, y denuncia haber sido violada por varios hombres en una zona céntrica de Montevideo. En los medios de comunicación, algunos relativizan y ponen en duda la denuncia apelando a lo más bajo, se llega incluso a incurrir en delito para poner en tela de juicio la situación: un periodista difunde audios con contenido sexual, grabados por los propios imputados durante el encuentro con la víctima. Todo tan desagradable como insólito. Pero estas estrategias no son nuevas; los medios, en Uruguay y en todo el mundo, siempre se han esmerado en construir el relato de la “mala víctima”, esa que no nos tiene que preocupar y a la que no le tenemos que creer porque, en realidad, no se hace cargo de sus hijas, o porque tiene una vida sexual nutrida, o porque sube fotos en tanga a las redes sociales.
En respuesta a todo esto, y con una capacidad de organización que es la envidia de más de un movimiento político, miles de mujeres de todo el país salieron a las calles masivamente a exigir acciones concretas al Estado, a la justicia, a los medios. Para sentirse menos solas y para poder procesar colectivamente la angustia de una violencia que se repite históricamente, una y otra vez. “Así no”, les dice otro periodista radial con aires de sabiduría, molesto con el hecho de que la marcha se haya organizado tan rápido. “¿Por qué no esperar unos pocos días a tener más evidencia?”, pregunta, como si el dolor visceral ante la posibilidad de otra mujer abusada por hombres tuviera que controlarse, tuviera que tener mesura. Parece que no saben, o que no les interesa saber, que en Uruguay hay en promedio más de cuatro violaciones por semana, siendo mujeres más del 80% de las víctimas. Mujeres de 10, de 30 o de 75 años. Y esos números sin contar los miles de casos de violencia sexual que no salen a la luz porque las mujeres tienen miedo de denunciar o porque sienten culpa por lo que les pasó, porque seguramente algo, cualquier cosa, las pueda calificar como malas víctimas.
Un buen ejemplo de esto son todos los testimonios que en 2020 explotaron en redes sociales, de tantas mujeres que nunca se animaron a denunciar formalmente a los #varonescarnaval, o a los #varonesdelrock, los de la publicidad, los de Facultad de Medicina, de derecho o de ciencias y los de tantos otros ámbitos de lo más diversos. Un ejemplo más reciente es la denuncia pública que se desató en Instagram el martes 8, en la que cientos de mujeres cuentan las distintas violencias sexuales que sufrieron por parte del mismo hombre. Un señor que dan a conocer como Álvaro Licio Berger, de unos 40 y tantos años, que maneja autos de “alta gama”, es socio del club Biguá, solía frecuentar boliches de Montevideo, Punta del Este o Paysandú, y que parece tener preferencia por las jóvenes de 20 años. Todas estas mujeres repiten lo mismo: “Estamos solas”, “nadie nos cuida”, “lo único que sabemos es que si se nos acerca no le tenemos que hablar”. Algunas han denunciado, pero han terminado por retirar la denuncia porque “jamás se hizo nada, y era más lo que me molestaban a mí para que vaya a la seccional que lo que le decían a él”.
“La violación tiene el índice de condena más bajo de todos los delitos graves”, explica la teórica británica Rosalind Gill (2007). Los datos para Uruguay respaldan esta afirmación: en 2020, solo 13% de las denuncias de delitos sexuales concluyeron efectivamente en una condena. Al igual que ocurre en Gran Bretaña, en Uruguay se observa que, a pesar del aumento en las denuncias, las condenas por violación se mantienen bajas. Como analiza Gill, esto se debe en parte a que las violaciones tienen estándares de evidencia más altos que cualquier otro delito y que los jueces rara vez condenan a un acusado si no hay evidencia física que pruebe que hubo violencia. Es probablemente por esto que la mayoría de las mujeres prefiere no denunciar una situación de abuso: porque saben que, además de tener una probabilidad bajísima de ver condenado a su agresor, la revictimización a la que se exponen es enorme.
Aún así, hay quienes se dedican constantemente a difundir la idea de que la mayoría de las denuncias de las mujeres son falsas: que se arrepintieron a último momento de lo que estaban haciendo y para no “quedar mal” dicen que las violaron, o que inventan todo por despecho. Y afirman que en la Justicia “la balanza está inclinada”, que los hombres son las grandes víctimas de un sistema injusto con ellos, y que “es más sencillo encarcelar a una persona acusada de un presunto delito de abuso sexual que absolverlo”, como dijo un año atrás uno de los abogados de Operación Océano. Son tantos los disparates infundados y las falsedades que se leen y escuchan por ahí, que da vergüenza ajena.
Contrariamente a lo que expresó el presidente de la República a raíz del caso de violación grupal, este tipo de violencias sí parecen ser bastante “propias del género masculino”, porque de otro modo no se explica el hecho de que la gran mayoría de estos delitos sean cometidos por hombres. Negarse a ver el problema que esconde la construcción de la masculinidad en las culturas occidentales, impide también empezar a trabajar para cambiar la realidad.
La perspectiva de un cambio hacia una masculinidad más equilibrada y respetuosa parece difícil en un país en el que algunos hombres violan en grupo, otros difunden y ofician de comentaristas de los registros de violación, otros muelen a palos a un joven porque “lo confundieron con un ladrón” y otros llevan ovejas moribundas desde el campo hasta la plaza Independencia para que se desangren frente al Palacio de Justicia, porque están perdiendo plata con los ataques de los perros. Como sociedad, parece que se ha llegado a un límite en el que a nadie le importa el sufrimiento ajeno, y todas las acciones se basan exclusivamente en el beneficio personal.
No encuentro dos lecturas, es ahí exactamente donde veo abrirse la grieta. De un lado, quienes siguen justificando las violencias. Del otro, quienes todavía sufren con el dolor ajeno. En el fondo del pozo, todas esas personas que “como madres de un hijo varón” proponen “aconsejarles filmar y grabar todo” para que no tengan problemas en el futuro, en lugar de enseñarles, simplemente, a ser más respetuosos.