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Más que el título, lo primero que despierta curiosidad en este libro es la leyenda que acompaña la foto de tapa: “En la profunda noche oscura del alma las licorerías y los bares están cerrados”. Entonces es inevitable mirar la solapa para saber quién es la autora de Manual para mujeres de la limpieza (Alfaguara, 2016). Y allí sorprende la foto de Lucia Berlin: una mujer bellísima, con ojos de Liz Taylor, cigarro en mano y gesto inteligente. Debajo, algunos datos que siguen despertando curiosidad: nació en 1936 y murió en 2004, publicó sus primeros cuentos a los 24 años en revistas literarias, una de ellas dirigida nada menos que por Saul Bellow. Vivió en varias ciudades de Estados Unidos y también en Santiago de Chile y Ciudad de México. Se casó tres veces, tuvo cuatro hijos y fue alcohólica: un alma oscura en busca de licor. Entonces hay que avanzar y abrir Manual para mujeres de la limpieza.
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Gracias a Lydia Davis, otra cuentista norteamericana, hoy podemos conocer a esta escritora excepcional. Davis se encargó de cuidar su obra y en 2015 impulsó la reedición de una selección de sus mejores relatos. Berlin había publicado 77 cuentos en seis libros y había ganado en 1990 el American Book Award con Homesick, pero después su literatura pasó al olvido. Difícil de creer para una escritora que en su momento fue comparada con Raymond Carver o con Ernest Hemingway por la crudeza de sus historias y por su estilo despojado y directo.
Ahora, al leer sus cuentos, estas similitudes no hacen más que resaltar la peculiar narrativa de Berlin, que pasa de lo sombrío al humor y de la tristeza a la esperanza. “Parte de la chispa de la prosa de Lucia está en el ritmo: a veces fluido y tranquilo, equilibrado, espontáneo y fácil; y a veces entrecortado, telegráfico, veloz. (…) Y luego está la lengua en sí, palabra por palabra. Lucia Berlin siempre está escuchando, oyendo”, escribe Davis en el prólogo de Manual para mujeres de la limpieza.
El conjunto de relatos, que por primera vez se tradujeron al español, está poblado de lavanderías, salas de emergencia de hospitales, consultorios médicos, colegios religiosos. Y, sobre todo, está poblado de niñas, jóvenes o veteranas que cargan con algo de la vida de Berlin. Porque la escritora se educó en colegios de monjas y entre sus muchos trabajos para mantener a sus hijos fue limpiadora, enfermera, telefonista y, por último, profesora de escritura en universidades y en una cárcel.
De todas sus experiencias tratan sus cuentos que además tienen otro protagonista: el alcohol. Berlin fue hija de una madre alcohólica y nieta de un abuelo alcohólico, y ambos aparecen como personajes desagradables en sus cuentos. Y ella misma se asoma con su propio alcoholismo en Su primera desintoxicación, un relato que cuenta el pasaje de Carlotta por una clínica de rehabilitación. “Nunca antes había conducido borracha, nunca había faltado más de un día al trabajo, nunca… No tenía ni idea de todo lo que quedaba por venir”, dice la narradora al final del relato, que cuenta todo lo que finalmente terminó llegando.
Los cuentos de Berlin son breves y narran momentos sin un antes y un después muy definidos. Al leerlos se asiste a pequeñas escenas en las que los personajes entran, actúan y después salen y no se sabe más de ellos.
Así se cuenta la relación, primero desconfiada y después amistosa, entre una veterana y un viejo indio en Lavandería Ángel, que se desarrolla en Nuevo México. Él no puede poner las fichas en las máquinas por el temblor que le produce el alcohol. Ella siente primero temor y después pena. Pero la historia no es sombría porque empieza y termina en ese encuentro, fugaz como la espera de un ciclo de lavado. Sentados en sillas de plástico uno al lado del otro, ambos entran en confianza. “Su mano de buda estrechó la mía. Pasó un tren. Me dio un codazo”, cuenta la narradora. Entonces el viejo lanza un chiste sobre su propia condición de indio: “¡Gran caballo de hierro!”, y ambos terminan riendo.
Las historias de Berlin son sonoras y muy visuales. Tienen imágenes “intensamente palpables”, dice en el prólogo su amiga Davis. “Experimentamos cada uno de los relatos no solo con el intelecto y el corazón, sino también a través de los sentidos”. El cuento Doctor H. A. Moynihan está lleno de sonidos e imágenes que provocan sentimientos encontrados. Una niña fue expulsada de su colegio por empujar a sor Cecilia. Entonces recibe el castigo de sus padres: ayudar a su abuelo dentista en su consultorio de El Paso. Los carteles que cuelgan de las ventanas ya presentan al siniestro personaje: “Doctor H. A. Moynihan. Absténganse los negros”.
Lo más intenso del cuento está en el momento en que el abuelo se arranca los dientes para poder usar la prótesis que él mismo se fabricó. Así lo narra su nieta: “Me pasó el brazo por arriba para alcanzar la botella, bebió y cogió un instrumento distinto de la bandeja. Empezó a sacarse el resto de los dientes inferiores sin espejo. Crujían como raíces cercenadas de cuajo, como árboles arrancados de la tierra helada. (…) La sangre comenzó a gotear en la bandeja metálica donde yo estaba sentada”. La escena es terrible, pero el abuelo termina dormido en su cama, “enseñando los dientes con una sonrisa de Bela Lugosi”. Y allí está Berlin riéndose de sus propios miedos y recuerdos.
Después está la madre, también terrible. La que golpeaba a sus hijas antes de averiguar si habían hecho algo malo, la que celaba a su hija porque recibía cartas de su marido ausente, la que “odiaba la palabra ‘amor’”. Por esa madre Berlin niña dejó de hablar durante meses, una relación tormentosa que registró en Mamá y Silencio, tal vez sus relatos más autobiográficos.
El cuento que da título al libro es menos doloroso y más irónico. En Manual para mujeres de limpieza se siguen los viajes en ómnibus de una limpiadora que viaja de una casa a otra. El atractivo del relato no está tanto en su historia sino en su estructura que intercala descripciones callejeras con situaciones hogareñas, conversaciones con otras limpiadoras y recomendaciones entre paréntesis: “(Consejo para mujeres de la limpieza: aceptad todo lo que la señora os dé, y decid gracias. Luego lo podéis dejar en el autobús, en el hueco del asiento)”.
Lucia Berlin había nacido en Juneau, capital de Alaska, con el apellido Brown, pero firmaba con el apellido de su último marido, Buddy Berlin, un músico de jazz. Su padre fue ingeniero de minas y por eso la familia vivió en Idaho, Kentucky y Montana. “De niña salí callada, al vivir en pueblos mineros de montaña y mudarme demasiado a menudo para hacer amigos”, cuenta en Silencio. Luego su padre se enroló para pelear en la II Guerra Mundial, y empezó el martirio con su madre y su hermana menor por El Paso, donde estaban los abuelos y un colegio de monjas, sus otros martirios.
Otros registros de su vida se cuelan en sus cuentos, como el español de Chile y México, los amigos sirios de los barrios pobres de Texas, las niñas ricas chilenas, la vida glamorosa chilena. También su permanente escoliosis o su gusto por la literatura de Chéjov.
En 2004 vivía en Los Ángeles, donde también vivían sus hijos. Sufría de cáncer y salvo sus amigos más íntimos nadie se acordaba de sus cuentos. Allí murió un 12 de noviembre.
“No me importa contar cosas terribles si consigo hacerlas divertidas”, escribió en Silencio. Ahora, después de varias décadas de olvido, con Manual para mujeres de la limpieza se puede comprobar lo que los lectores se estaban perdiendo: conocer a una de las más sensibles y divertidas escritoras del cuento norteamericano.