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    Largo viaje de regreso

    “Canadá”, de Richard Ford

    El narrador es un muchacho de quince años y los hechos que desgrana sucedieron a principios de los años 60. La primera mitad de esta voluminosa novela nos cuenta el atraco bastante torpón a un banco que realizaron sus padres, y en particular las consecuencias que le siguieron, siempre desde un punto de vista tangencial, al costado de los acontecimientos, con la mirada del inocente que se introduce paulatinamente en el amargo mundo de los adultos. Su padre era un bombardero en la II Guerra Mundial que luego dejó la Fuerza Aérea para dedicarse a turbios negocios, también fallidos, que incluían al jefe de cocina de un tren y a un peligroso grupo de indios que traficaban las reses y tenían un matadero clandestino. Su madre, una mujer callada y distante, con un universo afectivo difícil de desentrañar. Y para completar el cuadro familiar su hermana melliza Berner, la desfachatada y rebelde, el personaje más cercano al corazón del narrador y con quien debió enfrentar la ausencia paterna cuando la Policía llegó una mañana soleada a la casa de Great Falls, en Montana, uno de esos parajes fríos de temperatura pero más fríos en su austeridad paisajística, como le gustan a Richard Ford, con un puñado de calles donde se levantan las desoladas casas y los contados comercios: el almacén de ramos generales, la gasolinera, la oficina de correos, el banco, la lavandería.

    La segunda mitad de la novela, cuando el muchacho debe trasladarse con la ayuda de una extravagante amiga de la familia a Fort Royal, una ignota ciudad de Canadá, es concretamente donde ocurren cosas violentas en su vida. Ford describe el auto de la mujer, donde imperan el olor a cigarrillo, carpetas con hojas dobladas, migas, ropa sucia y otros objetos cotidianos desordenados en el asiento trasero. Y nos invade otro paraje desolado, con los remolques habitados por seres marginales y sus herrumbrosos desechos al costado: viejos electrodomésticos, jaulas vacías, triciclos, bicicletas y coches de bebé rotos, llantas, orinales y tablas de planchar en desuso, todo semicubierto por tierra, piedras y pastizales, la Norteamérica profunda, olvidada, fantasmal. Por allí se pasea un tal Arthur Remlinger, el espigado y misterioso señor de ojos azules que regentea un pequeño hotel adonde van toscos cazadores de gansos, cuya actividad nocturna, sus voces y risas, las botas que caen contra el piso de madera y los ronquidos, son escuchados por el narrador en un cuarto contiguo del hotel a través de las paredes y las cañerías, una especie de alucinada percepción del mundo que se abre paso en el furibundo naturalismo de esta novela.

    Sobre el final encontramos al narrador, que ya no es un muchacho de quince años sino un hombre mayor casado, un profesor de letras que todavía tiene algo para desentrañar de un pasado que lo ha marcado a fuego y que debe enfrentar un presente inevitable en su amargura. Hay un intenso —y melancólico— encuentro con su hermana en un restaurante de medio pelo, aderezado con un partido de fútbol americano en el televisor, que la mayoría de los comensales sigue con bullicio mientras otras voces entonan un canto de cumpleaños. En semejante ambiente, los hermanos se ponen al día al mismo tiempo que se despiden.

    Las grandes novelas realistas tienen su correlato, su elección estética en un cine de similares características. Las buenas palabras y las buenas imágenes van de la mano. James Gray, por ejemplo, filmó una muy poco conocida película, “Little Odessa” (1994, con Tim Roth, Edward Furlong, Maximillian Schell Vanessa Redgrave), que cerraba con un tiroteo en un patio, entre las sábanas recién lavadas y colgadas. Una escena seca, implacable y alejada del estetizante tratamiento (en el peor de los sentidos) que tendría en una película hollywoodense de acción. Lo mismo sucede para el pasaje de esta novela donde se detalla un doble asesinato: la violencia no se constata directamente, se oyen los tiros, pero es como si la muerte operase en off. Apenas se ve al agresor insultar y hacer señas obscenas a los cadáveres a través de una ventana. Pero la imagen tiene mil veces más fuerza y sustancia que cualquier intento directo por describir un homicidio.

    Richard Ford es un tremendo escritor y Canadá es una tremenda novela. Lo primero que resalta es la capacidad de largo aliento de Ford (Jackson, Mississippi, 1944), similar a la de esos corredores que saben graduar las energías y los ritmos debido a las enormes distancias que se han propuesto recorrer. El tipo narra como si fuese trotando, sudando y bebiendo agua cada tanto. Escribir es un hecho físico. Leer también. Si bien el eje de la novela es el de un joven que se inicia en el mundo adulto y lo contempla con ojos de asombro y desencanto, al término del trayecto la sensación que predomina en el lector es la de haber compartido toda una vida, un largo viaje de regreso, un mosaico con todas las piezas juntas por primera vez. Proponer más de quinientas páginas y no cansar ni defraudar, no es tarea para cualquier novelista.

    Para escribir largo y tendido hay que pisar muchas veces sobre el mismo camino, incluso sobre el mismo punto. Es como repetir notas musicales. La repetición no debe ser machacona, sin ideas ni matices. Son necesarias la dosificación, la administración de lo singular y las grietas para el descanso. Y Ford lo sabe hacer. Curiosamente, esta voluminosa novela dividida en tres partes tiene capítulos cortos.

    Para escribir largo y tendido hay que desarrollar hasta cierto punto y luego cortar y sorprender. Es necesario tener la habilidad del balanceo, que se produce por encima de esos paisajes desolados, de esos campos de trigo recortados por un único auto, una tierra donde solo viven máquinas petrolíferas y donde los cables telefónicos y el pitido de los trenes lejanos son muchas veces las pocas variables que rompen la monotonía. Y Ford lo sabe hacer.

    Para escribir largo y tendido hay que tener buenos personajes, y cada uno de los que aquí aparecen son dibujados con precisión implacable, como el mestizo y siniestro Charley Quarters, el hombre que se maquilla, cava los pozos y coloca los señuelos para la caza de gansos y viaja en una camioneta con su rifle y su silencio perturbador; como Arthur Remlinger, cuyo estilo de buenas maneras está reñido con sus abruptos raptos de violencia, que pueden surgir conduciendo un auto a 130 km. por hora, como en la imponente secuencia en que atropella a seis faisanes y deja a sus espaldas plumas sobre el asfalto; como los dos hombres que llegan desde Detroit al hotel de Fort Royal a cobrar una vieja cuenta y susurran sus planes en una mesa apartada del comedor; como Florence, la pintora hopperiana que instala su caballete y registra la desolación del pueblo; como la hermana del protagonista, como su padre y su madre. A veces los retratos están hechos de ausencias y omisiones deliberadas. Y Ford lo sabe hacer.

    Este escritor es fiel a su estilo, que surgió gracias a la estupenda colección de cuentos “Rock Springs” y se fue solidificando con la edición de las novelas “Un trozo de mi corazón”, “La última oportunidad” e “Incendios”, y que lo llevó a la fama con la ambiciosa trilogía de Bascombe, el periodista deportivo, todos libros publicados por Anagrama.

    Ford ha sido comparado con Faulkner, Steinbeck y Hemingway, por su destreza y fuerza épica. También lo han asimilado a la misma paleta de infinitos y sucios grises del poeta y cantante Tom Waits y del cuentista Raymond Carver. Es un juicio certero, justo.

    El propio Ford en un ensayo sobre James Salter incluido en el libro de artículos “Flores en las grietas” escribió que el arte, aunque desarrolle o despelleje temas siniestros, debe siempre procurar placer. Pues bien: la literatura de Ford transita familias disfuncionales, ciudades feas y paisajes monótonos, pero siempre con un maravilloso sentido de la belleza.

    “Canadá”, de Richard Ford. Anagrama, 2013, 510 páginas, $ 590.