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    Las contradicciones del talento

    Columnista de Búsqueda

    Si algo ha caracterizado a Morrissey a lo largo de su carrera es su absoluto desparpajo a la hora de hacer declaraciones. No estoy queriendo decir que el inglés no medite lo que dice. Señalo sí que es un artista que no da dos cobres por la corrección política ni por los arrepentimientos mediáticos organizados por un responsable de marketing.

    Al revés, Morrissey opina lo que opina, lo sostiene, lo argumenta, se enoja y sube el tono. Pero casi nunca se baja del caballo de lo que ha dicho, convencido. Al mismo tiempo, es de los escasos artistas que, en el acierto o en el error, es capaz de estructurar de manera tan enfática como lógica sus opiniones sobre temas que van más allá de lo estrictamente artístico. Su Autobiografía (Malpaso, 469 páginas) es justamente un resumen bastante exacto de esta dualidad y es por eso que vale la pena, especialmente si uno es fan de The Smiths o de su carrera en solitario.

    Nacido en el seno de la muy obrera comunidad irlandesa trasplantada a la deprimida Manchester de finales de los 50, Morrissey alcanzaría el reconocimiento artístico en los 80 al frente de The Smiths, banda que formó junto a Johnny Marr, Andy Rourke y Mike Joyce. Luego de la desaparición del grupo, Morrissey ha prolongado su carrera solista hasta nuestros días.

    En su libro habla, por supuesto, de todo esto. Pero lo interesante no es tanto la narración de los hechos sino el estilo que el músico impone al hacerlo. Hay una evidente priorización de la mirada personal, con su característica preferencia por determinados aspectos de su historia, antes que la intención de ser exhaustivo en el recuento de datos e información. En ese sentido, su autobiografía podría entenderse como porosa o fragmentaria: es cronológica pero no proporciona al lector de una visión “periodística” de la trayectoria vital del músico.

    Para intentar aclarar a qué me refiero: en la biografía de Rubén Rada, Fernando Peláez se encarga de proporcionarnos en cada capitulo el contexto en el que encajan las declaraciones y los recuerdos de Rada. Es decir, el periodista interviene como ordenador y contribuye, a través de su relato y el de otros músicos que trae al libro, a dar el contexto necesario para que el libro resulte inteligible. Y atractivo, todo sea dicho.

    En el caso del libro de Morrissey, lo atractivo es la forma en que el músico se extiende sobre determinados aspectos que él considera relevantes para dar cuenta de sí, y no tanto en incluir todos los hechos que un periodista consideraría pertinentes. Así, es capaz de describir con cruda poesía sus primeros años de vida, donde permanece hospitalizado durante largos meses debido a un problema congénito que no le permite tragar (“Casi invisible bajo una masa de zurcidos entrecruzados, me aferro a la corta vida que tan pronto me estrangula”).

    No es menos duro en el registro de sus primeros años escolares, cargando la mirada sobre Saint Wilfrid, su escuela: primero la define como “un asilo”, para después recordar que “no hay un solo profesor que sonría y no habrá manera de encontrar ni rastro de alegría entre el volcán de resentimiento que ofrece la madre Peter, una monja barbuda que zurra a los niños desde que sale el sol hasta que se pone”. Es precisamente este tono, personal y cargado de tintas intransferibles, lo mejor del libro.

    Por supuesto, también están los huecos, los poros que el estilo y las intenciones de Morrissey dejan fuera. Sus años formativos son descritos como una suerte de reflexión ineludible y consciente sobre su origen proletario, del que en muchos momentos a lo largo del libro se declara orgulloso. Y al mismo tiempo, dice muy poco sobre cuáles fueron los elementos que lo fueron acercando al mundo del arte. Mejor dicho, presenta ese encuentro con la poesía sin proporcionar al lector las pistas previas: los versos de los poetas ingleses aparecen en el libro sin aviso y de inmediato Morrissey intenta hacernos sentir lo que el sintió cuando su descubrimiento.

    Es interesante el retrato que hace de sus amigos y compañeros, en especial de aquellos que fueron adquiriendo peso en el rumbo que su vida tomaba. No lo es tanto cuando habla de su familia, a la que si bien retrata con afecto genuino, parece colocar en un carril paralelo al de su vida interior. Ojo, esto no quiere decir que hable mal de ellos, al revés, su recuento es cálido y a veces hasta efusivo. Es solo que pareciera que no le sirven para ubicar al lector en el plano de lo que será su pasión: la música.

    Algo parecido ocurre cuando, de sopetón, comienza a hablar sobre su vegetarianismo. Quizá por entender que este dato es evidente para el lector, es imposible encontrar en el texto una genealogía, algo que exponga el proceso que lo llevó a tal decisión. Al contrario, se presenta como evidente, la consecuencia natural de ser Morrissey. Lo mismo pasa también cuando el muchacho de clase obrera comienza a disfrutar de los placeres del mundo de los divos, esos que toman Martini seco con David Bowie, mientras tienen una revista Vogue en su regazo, al lado de una piscina. No es algo que moleste, claro, es solo que al menos a mí me habría gustado entender de manera menos impresionista cómo es que ambos mundos coexisten. Un hecho que efectivamente ocurre sin que a Morrissey le haya explotado la cabeza.

    Mención aparte merece el sulfúrico tratamiento que hace del juicio que sostuvo con sus dos excompañeros: Rourke y Joyce. Si uno se toma en serio el relato que Morrissey hace del juicio, no tiene más remedio que pensar que lo perdió como resultado de una conspiración tan profunda como absurda que involucró al juez, a Johnny Marr (que estaba de su mismo lado), a los otros dos ex-Smiths y a buena parte de la prensa inglesa e internacional. Si uno lo toma, en cambio, como un ejercicio de literatura envenenada y satírica, el resultado es maravilloso.

    Pese a ser la autobiografía de un músico, en el libro hay poco espacio para comentarios técnicos. Los apuntes sobre el estilo de tal o cual músico son precisos, finos en su mirada, pero casi siempre tangenciales. Por otro lado, resulta contradictorio que alguien que proclama su independencia artística de manera permanente (su descripción de la relación entre los músicos y la industria paga el libro), dedique páginas a quejarse de que sus temas no alcancen el número uno por culpa del sello de turno. No se salva nadie, todos han hecho las cosas mal con él.

    Contradictorio, furioso, brillante, Morrissey se presenta en su libro con la misma intransigencia con la que opina sobre cualquier tema de actualidad que le parezca relevante: no le debe nada a nadie y no le importa lo que nadie piense. Al cerrar el libro, es inevitable recordar la frase de Roberto Arlt en el prólogo de Los lanzallamas: “Y que los eunucos bufen”.