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El Premio Nobel de Literatura siempre da sorpresas, pero esta vez fue diferente a la de algún otro año, cuando lo sorprendente era no conocer al escritor premiado ni a su obra. En esta edición, el Nobel no necesita presentación porque varias generaciones lo llevan en la sangre y su figura trasciende a su propia creación, algo que logran solo los grandes artistas. La sorpresa este año fue Bob Dylan.
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A pesar de la coincidencia acerca de la genialidad de Dylan, la noticia generó discusiones apasionadas sobre la pertinencia o no de otorgarle el reconocimiento máximo de las letras a quien ha dedicado su vida a musicalizar sus poemas para cantarlos con su particular voz nasal y gangosa. En definitiva, se premió a un trovador que se asocia de inmediato más con el ámbito de la música que con el de los libros.
Habría que hacer memoria para encontrar debates como los que se han dado sobre la literatura y sus supuestas fronteras entre personas de diferentes intereses y formación, en oficinas, en redes sociales o en medios de prensa. Es algo para festejar que la poesía, aunque sea durante unos días, sea centro de atención. Y entre tanto barullo, lo que más suena es el silencio del propio Dylan, quien no ha hecho declaraciones y ni siquiera ha atendido las llamadas telefónicas para recibir oficialmente la comunicación de que él es el nuevo Nobel de Literatura.
La Academia Sueca fundamentó la elección de Dylan “por haber creado una nueva expresión poética dentro de la gran tradición americana de la canción”. De esta forma continúa abriendo el espectro hacia otras expresiones literarias y otros géneros no tradicionales dentro del premio, como el año pasado lo hizo al otorgarle el Nobel a una periodista, la bielorrusa Svetlana Aleksiévich.
El filántropo sueco Alfred Nobel fue muy amplio al establecer en su testamento que el premio debe ir “a quien hubiera producido en el campo de la literatura la obra más destacada, en la dirección ideal”. Esa “dirección ideal” se ha interpretado de muchas maneras y se ha convertido, desde 1901, cuando se otorgó por primera vez al poeta francés Sully Prudhomme, en una gran bolsa donde entran factores políticos (Churchill fue Nobel por sus discursos en 1953), de género y de origen, además de los literarios. Pero a pesar de sus aspectos controvertidos, el premio conserva su prestigio y es de los más esperados todos los años. Además de los honores, quien lo gana recibe 8 millones de coronas suecas, el equivalente a casi un millón de dólares.
Bob Dylan nació en 1941 en Duluth, pueblo de Minnesota, con el nombre de Robert Zimmerman. Años después adoptaría el seudónimo por el que lo conoce el mundo y que, aunque él lo desmintió en algunas ocasiones, remite al poeta Dylan Thomas. Sus raíces son tanto musicales como literarias, por eso sus composiciones tienen ecos, por ejemplo, de William Burroughs, Allen Ginsberg y Jack Kerouac, de quien tuvo siempre ese afán de seguir y seguir en la carretera. En 1966 escribió el primero de sus dos libros, Tarántula, una obra experimental de prosa poética, muy inferior a sus composiciones puramente líricas, en las que quiso emular el estilo de sus poetas admirados. Pero no le salió. Sin dudas la Academia no estaba pensando en este libro para darle el Nobel. Su otro título es Crónicas. Volumen I (2004), y son sus memorias.
Dylan tiene canciones bellísimas que obviamente se leen como poemas, incluso como pequeñas historias. Así ocurre con Hurricane, Long and Wasted Years, Just Like a Woman o Mr Tambourine Man, por nombrar solo algunas de las más famosas. Pero Dylan no es Dylan sin el apoyo de su guitarra, de su armónica y, sobre todo, de esa forma de decir medio recitada, medio cantada, que nunca suena igual. Y la combinación de todo su arte hace que su poesía llegue a escuchas de diferentes lenguas que a veces entienden solo un estribillo o algunos de sus versos.
Ese es el poder de Dylan, que tiene una voz definitivamente “fea”, pero que se embellece con su forma de interpretar la canción. “Cuando escuché por primera vez esta voz muy joven, áspera y aparentemente inexperta, francamente nasal, como si pudiera cantar el papel de lija, el efecto fue dramático y electrizante”, dijo de él Joyce Carol Oates, una de las grandes escritoras de Estados Unidos. Una de las grandes escritoras que tendría que recibir el Nobel.
Desde niño Dylan se nutrió de la música folk, y hay que ver el documental de Martin Scorsese, No Direction Home, para entender sus orígenes, en los que estaba la música country, el blues y también el rock de Elvis Presley. Pero su impacto más contundente lo tuvo con Woody Guthrie, músico folk que le cantaba a los desposeídos y a la gente común, conocido por su canción This Land Is Your Land. “Fue la verdadera voz del espíritu norteamericano. Me dije a mí mismo que iba a ser el discípulo más grande de Guthrie”, recordó Dylan en sus memorias. En el documental también aparece Odetta, una negra inmensa que canta The Waterboy con una garra y un sentimiento que pone los pelos de punta. Vaya raíces las de Dylan.
Hay un año clave en su trayectoria, que es 1965, cuando se separó artística y sentimentalmente de Joan Baez, quien lo había impulsado en sus inicios y lo acompañó en la canción de protesta. Pero Dylan quería algo diferente y su folk comenzó a tener ritmos del rock y del pop. También cambió su aspecto, y el muchacho de pelo enrulado comenzó a usar lentes negros, sombreros, camisas coloridas. En el Newport Folk Festival subió con guitarra eléctrica y una banda. Allí cantó Like a Rolling Stone y no sonó como Blowin in the Wind, que había interpretado un año antes, entonces le cayeron los abucheos. Y otra vez el mejor elogio vino de un gran artista: “Ese golpe de tambor sonaba como si alguien hubiera abierto de una patada la puerta de tu mente”, dijo Bruce Springsteen sobre la canción.
A los 40 años se convirtió al cristianismo, le cantó al Papa en 1997, recibió ocho premios Grammys, el Premio Príncipe de Asturias, el Pulitzer, un Oscar por Things Have Changed, de la película Wonder Boys, incluso el Polar Music en 2000 de manos del rey de Suecia. La pregunta es si ahora necesita un reconocimiento de la envergadura del Nobel. La respuesta es que no, que no lo necesita y que, tal vez, se lo dieron porque era una salida “fácil” si la discusión en la Academia estaba reñida. Porque una trayectoria tan aceptada en varias áreas y que ha llegado a tantos rincones del mundo no tiene cuestionamientos.
Lo difícil es premiar a escritores en los que no hay acuerdo y que han dedicado su vida a la producción literaria. Un Nobel significa que se reediten sus libros en varias lenguas, que se los lea, que se lo conozca. Entre los estadounidenses, además de Carol Oates, el nombre de Philip Roth surge como el más postergado. Tiene una literatura punzante, removedora, incómoda, y tal vez la propia personalidad de Roth sea incómoda y tenga varios enemigos. Y por todo eso se merece el Nobel, que posiblemente nunca reciba porque ya es un octogenario.
Mientras tanto, Dylan sigue en silencio. Otros han hablado por él, como el inmenso Leonard Coen: “El Nobel a Bob Dylan es como ponerle una medalla al Everest”, dijo. Es que Dylan está en Coen, igual que en las composiciones de varios músicos contemporáneos, como en Eduardo Darnauchans en cuyo entierro sonó It’s All Over Now, Baby Blue.
Nadie sabe qué hará Dylan con su Nobel porque nunca se sabe qué hará Dylan. Su silencio puede significar absoluto rechazo o necesidad de aislarse de tanto ruido. El 10 de diciembre es la ceremonia y todos quieren decirle: “Bienvenido, Bob”.