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    Las cosas simples

    El origen de los carreros —que se ganaban la vida transportando variadas cargas en carros tirados por uno o más caballos— se pierde en lo hondo del tiempo. Tarea inútil sería investigar para proponer fecha de aparición.

    En el Río de la Plata, esa tarea de pobres fue hecha primero por los gauchos, atravesando campos hasta pueblos chicos; estaríamos hablando, sin certeza, del siglo XVIII.

    Pero la ola inmigratoria que inundó Montevideo y Buenos Aires los hizo comunes en estas capitales a inicios del siglo siguiente: miles de inmigrantes llegados con lo puesto pudieron llevar monedas a sus humildes hogares y el carrero, en su desvencijado armatoste y con un par de caballos flacos, se fue haciendo visible cargando leche, verduras, frutas, leña y las más diversas cosas imaginables.

    Claro, lector, usted se preguntará: ¿y qué tiene que ver con el tango?

    Pues bastante, aunque le cueste creerlo.

    El tango, además de reflejo de su época, como se sigue diciendo, se ocupó de sus alrededores. Teniendo en cuenta su nacimiento y primeras décadas de desarrollo, absolutamente marginales, valoró las cosas simples de esa vida de la que pasó a ser su promotor musical y poético.

    En 1924, cuando ese tango buscaba salir de la marginalidad, el primer escalón se lo arrimó el teatro con el sainete y las comedias costumbristas —el famoso “género chico”— donde los autores hallaron la puerta abierta para componer temas e incorporarlos a cada obra según el guion, y surgió El romántico fulero, con música de Antonio De Bassi y letra de Schaffer Gallo, productor del musical Copamos la banca estrenado en el ya desaparecido Teatro Ideal de Buenos Aires.

    —Manyeme que’l bacán no la embroca, / parleme que’l botón no la juna / y en la noche que pinta la luna / la punga de un beso le tiró en la boca.

    Es un tango que se olvidó muy pronto, pese a que en el resto de la letra nombra a “Marcelo”, nada menos que refiriéndose al presidente Marcelo de Alvear, y también al Tom Mix de los filmes mudos.

    Curiosamente, El romántico fulero, que huyó de la memoria popular, sería recordado casi 20 años más tarde por Homero Manzi para una de sus creaciones mayores: Manoblanca.

    No obstante, antes hay que decir que Alberto Vacarezza, con música del pianista Salvador Merico, se inspiró en El romántico fulero para estrenar El carrerito, cantado en el Teatro Nacional en 1928 por la actriz Olinda Bozán, en el sainete El corralón de las penas.

    —¡Chiche, Moro, Zaino! / Vamos, pingos, por favor, / que pa subir el repecho / no falta más que un tirón? / ¡Zaino, Chiche, Moro! / la barranca ya pasó, / y por verla tengo apuro / de llegar al corralón…

    Este tango, grabado por Gardel, Charlo, Maizani y otros intérpretes, se ha sostenido en el tiempo, al punto que Luis Cardei lo cantaba a comienzos de este siglo, hasta antes de morir, hace pocos años.

    Pero recordemos la otra virtud de El romántico fulero. Inspiró en 1941 a Manzi a escribir unos versos perdurables, Manoblanca, quizás porque lo hizo sobre música de Antonio De Bassi, quien repitió acordes de su tema original de 1924:

    —¿Dónde vas, carrerito del Este, / castigando tu yunta de ruanos / y mostrando en la chata celeste / las dos iniciales pintadas a mano?(?) ¡Porteñito!, ¡Manoblanca! / ¡Vamos, fuerza, que viene barranca?! / ¡Fuerza, vamos, que falta un poquito?! / Bueno, bueno? ¡ya salimos! / Ahora sigan parejo otra vez (…) mientras sueño en los ojos aquellos / de la avenida Centenera y Tabaré.

    Manzi fue un evocador impar. Manoblanca está dedicado a Oscar Musladino, amigo suyo, cuyo padre tenía una herrería y un caballo con una pata delantera blanca.

    Gracias a este tango, a pocos metros de esa esquina de Centenera —en recuerdo del cura español que por primera vez nombró al vecino país como “Argentina”, en 1602— y Tabaré —en homenaje al poema homónimo de Juan Zorrilla de San Martín— se yergue hoy, en una vieja casona, el Museo Manoblanca, fundado por un descendiente de polacos en 1983 y repleto de objetos corrientes de aquellos años, así como de pertenencias del autor de Sur.

    Me viene a la mente Chatita color celeste, de Celedonio Flores, cuyo verso inicial dice:

    —Chatita color celeste / fileteada de oro y blanco / que lleva pintada al flanco: “El Picaflor del Oeste”, / aunque a su dueño le cueste / la lleva limpia y cuidada / y cuando pasa cargada / de flores, plantas, macetas / se alborotan las pebetas / de mi sensible barriada…