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Todo empezó en Sarajevo con los disparos que mataron el 28 de junio de 1914 al archiduque Francisco Fernando de Austria, heredero de la corona del imperio austrohúngaro, y a su esposa Sofía. Quien disparó fue un joven nacionalista que buscaba la emancipación de Bosnia de aquel imperio, pero con su atentado pisó el avispero europeo y desencadenó un conflicto bélico de tal magnitud que se lo llamó la Gran Guerra.
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Las cifras dan idea de la desmesura de aquel enfrentamiento de poderío imperial: más de 70 millones de militares movilizados, nueve millones de soldados muertos y una cifra cercana de civiles. Por un lado, formaron alianza el imperio alemán y el imperio austrohúngaro, y después se unieron a ellos el imperio otomano y Bulgaria; por otro lado, la Triple Entente estaba integrada por el Reino Unido, Francia y Rusia, y más tarde también por Italia, Japón y Estados Unidos. Todos los involucrados pensaron que iba a ser una guerra breve, pero duró cuatro años (1914-1918), y cuando finalizó, había nacido otra Europa con nuevas naciones y nuevos nacionalismos.
La I Guerra Mundial generó una rica producción literaria creada en muchos casos por escritores que lucharon en el frente y padecieron la desmoralización, el hambre y la mugre de las trincheras. Durante meses, los soldados quedaron allí inmovilizados viendo morir a sus compañeros y sus padecimientos quedaron registrados en biografías, novelas y cuentos. Y al cumplirse el centenario de la Gran Guerra, las publicaciones continúan apareciendo, como la reciente novela “Nos vemos allá arriba” (Salamandra), del francés Pierre Lemaitre, ganadora del Premio Goncourt 2013.
Entre los varios biógrafos de la guerra, está Ernst Jünger, quien narró en “Tempestades de acero” (1920) sus memorias como oficial alemán, uno de los primeros testimonios personales sobre la guerra de trincheras.
El otro gran memorialista fue Robert Graves. Herido en la batalla del río Somme, una de las más sangrientas, Graves escribió cuentos y poemas inspirados en la guerra. Pero fue en “Adiós a todo eso” (1929) donde narró su participación en la Gran Guerra como teniente de los Fusileros Reales de Gales. Fue uno de sus libros más exitosos y también más polémicos por su visión irónica de los discursos de la guerra. También fue su libro de despedida del Reino Unido.
Menos difundido es un cuento de Graves titulado “Tregua de Navidad”, de indudable tono biográfico. Escrito en 1962, el relato tiene como protagonista a un veterano de la I Guerra que le cuenta a su nieto cómo soldados ingleses y alemanes pactaron un alto al fuego para pasar el día de Navidad en paz. En “la tierra de nadie”, el lugar entre las trincheras que no pertenecía a ninguno de los Ejércitos, ambas tropas enemigas se habían reunido para cenar, intercambiar recuerdos y hasta para jugar al fútbol. El acatamiento de la tregua los llevó a repetir la experiencia la siguiente Navidad y a conservar un respetuoso recuerdo del enemigo, aunque hubiera que matarlo.
Es fácil identificar a Graves en este anciano descreído que trata de convencer a su nieto de la inutilidad de las marchas contra la bomba atómica, porque para él lo único que vale es el respeto al enemigo: “Solo el miedo puede conservar la paz (...) Así que agradece a tu angelito de la guarda que los rusos tengan bombas H y que los yanquis tengan bombas H, a montones, las suficientes para hacer volar a tu ‘humanidad’, y que todo el mundo se tenga respeto por igual, aunque no lleguen a trabar amistad”.
Otra visión cínica de la guerra escribió en 1952 Louis-Ferdinand Céline en “Viaje al fin de la noche”. Su protagonista y álter ego Ferdinand Bardamu, se enrola sin ninguna convicción en el ejército francés y al poco tiempo se da cuenta de que nada tiene lógica en aquella contienda: “Los caballos tienen mucha suerte, pues, aunque sufren también la guerra, como nosotros, nadie les pide que la suscriban, que aparenten creer en ella. ¡Desdichados, pero libres, caballos!”, dice el personaje.
Así como Céline pensó en los caballos de la guerra, Saki, escritor inglés nacido en Birmania, le prestó atención al comportamiento de las aves en los campos de batalla. En 1916 publicó el cuento “Los pájaros en el frente occidental”, escrito con un estilo naturalista y distante, como si fuera un científico que está elaborando un informe. “En un momento en que la lidita, la metralla y el fuego de ametralladora barrían, azotaban y arrasaban ese abnegado lugar (...) una pequeña hembra de pinzón se puso a revolotear melancólicamente de un lado a otro, entre ramas astilladas y caídas, en las que no quedaba una ramita verde. Los heridos que allí yacían, en caso de que alguno se fijara en el pajarito, bien pudieron preguntarse por qué algo con alas y sin ningún motivo apremiante para quedarse ahí decidía permanecer en semejante lugar”.
El relato de Saki se publicó en el volumen “Cuentos de la Gran Guerra” (Alpha Decay, 2008), un muestrario del mejor cuento breve escrito en lengua inglesa sobre el conflicto bélico. Algunos son excepcionales y se refieren indirectamente a la guerra sin hablar de ella, como “La mosca” (1922), de la neozelandesa Katherine Mansfield. Con una herencia chejoviana, la escritora simboliza la guerra en una mosca que lucha por su vida al caerse en un tintero. Un hombre que perdió a su hijo en la guerra la rescata y la deposita en un papel secante, pero cada vez que la mosca intenta pararse en sus patas, el hombre le echa otra gota de tinta.
Una de las novelas antibelicistas por excelencia es “Johnny cogió su fusil” (1939) de Dalton Trumbo, quien también fue guionista y director de la versión cinematográfica de 1971. Nadie que haya visto la película o leído la novela puede olvidarse de aquel joven soldado norteamericano que perdió sus brazos, piernas y toda su cara por la explosión de un obús. Él sigue vivo atrapado en su cuerpo y quiere morir, pero nadie quiere saberlo.
A cien años de la Gran Guerra, las letras siguen registrando lo que sucedió en aquellas trincheras y en las muchas otras que vinieron después, y en las que siguen ocurriendo. Porque nadie parece haber aprendido nada. Ni siquiera de los pájaros.