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    Lo que viene de la tierra

    Kim Ki-duk (1960-2020)

    A fines de 2018 y principios de 2019, su carrera estaba acabada debido a la denuncia de violencia sexual realizada por varias actrices. Resulta difícil pensar que alguien capaz de filmar Primavera, verano, otoño, invierno… y otra vez primavera (2003), una película de profunda sensibilidad, poesía y bondad en el sentido más amplio de la palabra, haya ejercido un ataque sobre otras personas. Aunque si atendemos a Moebius (2013), sobre incestos y genitalidades extremas, constatamos que la cabeza de Kim Ki-duk no era precisamente la de un monje armónico que se encuentra a gusto en este mundo contemplando el transcurrir de las estaciones y la gestación de los gusanos de seda. Quizá uno de sus primeros títulos ya nos daba una señal de lo que vendría: Mal chico (2001). Es que las etapas en su vida fueron varias, violentas y muy distintas.

    En los últimos meses se encontraba en Letonia, en la Comunidad Europea, donde pensaba radicarse y realizar su último proyecto Rain, Snow, Cloud and Fog, por lo que sugiere el título un intento de alcanzar una nueva primavera, un remanso a su vida tumultuosa que debía reiniciarse. Pero en Riga lo alcanzó definitivamente la niebla del coronavirus, que puso fin a su vida el viernes 11 de diciembre. Tenía 59 años.

    Dejemos la vida personal y las tentaciones psicoanalíticas, a veces no tan necesarias para rescatar la producción artística, y echemos una mirada a su filmografía, que tiene varios títulos importantes y muy valiosos.

    Mucho antes de que el cine de Corea del Sur fuese mundialmente un bombazo gracias a la multioscarizada Parásitos, Kim Ki-duk ya había construido una carrera sólida y sostenida, sustancialmente diferente a la de otros colegas como Park Chan-wook o Bong Joon-ho, más volcados hacia un cine de acción y policial. Durante un buen tiempo Kim Ki-duk fue el cineasta surcoreano, el artista distinto en el planteo y sobre todo en los tratamientos, capaz de exponer ideas nuevas y difíciles de llevar a la pantalla, y lo hacía con asombrosa facilidad, que es una de las cualidades del gran creador: moverse con total naturalidad por su mundo interior, conocer el alfabeto de las imágenes y poder sacarles el máximo provecho en aguas bien profundas.

    La primera historia con la que sorprendió fue Real Fiction (2000), sobre un joven pintor que es azotado por fantasmas. Más allá de la originalidad de la propuesta, que transitaba por una zona de ensueño que iba y venía, la película tuvo la característica de haberse filmado con primeras tomas, así, de un tirón. Se veía a las claras un empuje pasional, un mundo onírico y alegórico de alguien que tenía cosas inusitadas para decir y con un bajo presupuesto.

    Al año siguiente logró una de sus mejores películas, Destinatario desconocido (2001), donde ya plasmaba con la habilidad de un cineasta consumado lo que venía ensayando. Se trata de varios personajes que se mueven cerca de una base militar estadounidense: una mujer solitaria que vive en un autobús abandonado con su hijo mestizo y añora visitar América para reencontrarse con el padre de su hijo; un carnicero que compra perros para luego matarlos a palazos y vender la carne deshuesada; una muchacha tuerta que se relaciona con un soldado de la base que le promete pagarle la operación del ojo; un joven tímido que funciona como el observador de todo este tremendo cuadro y cuyo padre ha combatido en la Guerra de Corea, así como otros personajes violentos, desesperados y destrozados. Kim Ki-duk dijo en una entrevista que se trataba de una visión más profunda de la que se tiene habitualmente de Corea del Sur, una historia para que su país fuese mejor comprendido y finalmente pudiese alcanzar la ansiada reunificación. Pero la película es mucho más que eso. Trasciende lo que puede ocurrir en el sur de la península asiática para adentrarse en zonas descarnadas y muy violentas de la realidad y englobar así un panorama más universal que, si dejamos a un lado el idioma y las costumbres, puede ubicarse en cualquier punto del planeta.

    Algo parecido intentó luego con Guardia costera (2002), también enfocando el tema militar, esta vez en la frontera marítima entre las dos Coreas, aunque con menos éxito. No es un dato menor que Kim Ki-duk integró el cuerpo de marines a los 20 años y llegó a ser suboficial, antes de deponer las armas y pasar a las artes. El artista y el monje detrás tienen al soldado.

    Al margen de Primavera, verano…, con ese templo perdido en las montañas y en el centro de un lago, una especie de isla religiosa donde un niño budista crece hasta convertirse en un sacerdote mayor (interpretado por el propio director), el cine de Kim Ki-duk está representado en su máxima expresión con Hierro 3 (2004), que es mágica por donde se la mire: un muchacho que deja volantes en los picaportes de las puertas de las casas para detectar si hay habitantes y luego ingresar en los domicilios no para robar, sino para ordenar esas mismas casas y tomarse fotos. En uno de esos domicilios traba una relación casi metafísica con una mujer quebrada por un infeliz matrimonio. Hay secuencias que solo Kim Ki-duk puede hacer, como un baile fantasmal entre la mujer, su marido y el nuevo amante, que está presente y a la distancia al mismo tiempo. Es necesario tener un sentido del riesgo y del equilibrio para escenificar semejante reflexión sobre los vacíos y las soledades que contiene el amor. La película obtuvo varios premios, entre ellos el León de Plata y el Fipresci en Venecia.

    Ese estilo pendular entre realidad y fantasía donde nunca se sabe exactamente en qué punto nos encontramos se repetiría con menos hondura pero igual eficacia en El arco (2005), El tiempo (2006) y Aliento (2007). Lo curioso del caso es que Kim Ki-duk, a pesar de haber estudiado pintura en París, nunca aprendió el oficio del cine. Recién en la capital francesa, a los… 33 años, fue por primera vez al cine y no a ver obras de Chaplin, Renoir, Welles, Rossellini o Bresson, sino El silencio de los inocentes, de Jonathan Demme y Los amantes del Pont Neuf, de Léos Carax, dos títulos que señala como iniciáticos en su vida y que en cierta forma aclaran los puntos: la violencia irracional y el amor desesperado, y de una punta a la otra un hilo de cobre imperceptible que los comunica.

    Había sido criado en una familia muy humilde, rural, para trabajar como agricultor y obrero fabril. Después tuvo la disciplina militar. Y ambas etapas le indicaron su real vocación: el séptimo arte. Su escuela cinematográfica fue la natural sucesión de guiones, rodajes y experiencias personales que logró concretar, como si los conocimientos los hubiese extraído sencillamente de lo que da la tierra, a él, que hizo un cine tan sofisticado que parece salido de años de estudio y de largos ciclos en filmotecas.

    Así como Fellini, Bergman o Tarkovski rodaron en cierta forma una única película, Kim Ki-duk fue capaz de ejecutar variaciones sobre un mismo tema, que en definitiva consiste en el ser humano empeñado en subir una pendiente con múltiples obstáculos que lo derriban una y otra vez, pero nunca lo doblegan en el intento.