N° 1883 - 08 al 14 de Setiembre de 2016
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáEn 1764 Kant presenta un breve escrito en el que confronta lo sublime con lo bello. La premisa de su trabajo la recogerá más tarde en sus cursos, y acabará por integrar un apartado más breve de su Antropología en sentido pragmático (Fondo de Cultura Económica, México, 2014, que distribuye Gussi), obra que compuso una década más tarde. En el primero de los textos superabunda en la diferenciación —para que se entienda la novedad— del concepto que ha venido acuñando. Su propósito consiste en que seamos capaces de tomar conciencia de lo que se experimenta frente a lo que pretende son dos realidades muy distintas entre sí, aunque guarden en ciertos aspectos relaciones de semejanza.
Así, nos dice: “La vista de una montaña cuyas nevadas cimas se alzan sobre las nubes, la descripción de una tempestad furiosa o la pintura del infierno por Milton, producen agrado, pero unido a terror; en cambio, la contemplación de campiñas floridas, valles con arroyos serpenteantes, cubiertos de rebaños pastando; la descripción del Elíseo o la pintura del cinturón de Venus en Homero, proporcionan también una sensación agradable, pero alegre y sonriente. Para que aquella impresión ocurra en nosotros con fuerza apropiada, debemos tener un sentimiento de lo sublime; para disfrutar bien la segunda, es preciso el sentimiento de lo bello. Altas encinas y sombrías soledades en el bosque sagrado, son sublimes; platabandas de flores, setos bajos y árboles recortados en figuras, son bellos”.
Como parece creer que sus analogías no son suficientes para distinguir los conceptos, se desliza en mayores detalles y ejemplos y de una manera que puede resultar gravosa, por repetitiva, ahonda en el recorte de ambas siluetas hasta dejarlas existiendo cada una en su particularidad: “La noche es sublime, el día es bello. En la calma de la noche estival, cuando la luz temblorosa de las estrellas atraviesa las sombras pardas y la luna solitaria se halla en el horizonte, las naturalezas que posean un sentimiento de lo sublime serán poco a poco arrastradas a sensaciones de amistad, de desprecio del mundo y de eternidad. El brillante día infunde una activa diligencia y un sentimiento de alegría. Lo sublime, conmueve; lo bello, encanta. La expresión del hombre, dominado por el sentimiento de lo sublime, es seria; a veces fija y asombrada. Lo sublime presenta a su vez diferentes caracteres. A veces le acompaña cierto terror o también melancolía, en algunos casos meramente un asombro tranquilo, y en otros un sentimiento de belleza extendida sobre una disposición general sublime”.
Un largo capítulo de ese augural ensayo lo dedica inevitablemente a la mujer, materia sobre la que Kant tuvo un completo conocimiento de orden solamente teórico. Para no ser menos que los juiciosos especialistas de su siglo, como Hume, Defoe, Sterne, Fielding, Sade, Voltaire, que dedicaron largas vigilias a reflexionar sobre el encanto, la atracción y los misterios de lo femenino, el filósofo se propuso meditar sobre lo bello y lo sublime tomando como objeto de comprensión a la mujer. Sus observaciones son respetuosas, risueñas y, vuelvo a decirlo, teóricas; y eso sí: en todo punto admiradas. Escribe: “Quien por primera vez aplicó a la mujer el nombre de bello sexo, acaso quiso decir algo galante, pero acertó mejor de lo que él mismo pudo imaginarse. Sin tener en cuenta que su figura es, en general, más fina, sus rasgos más delicados y dulces, su rostro más significativo y cautivante en la expresión del afecto, la broma y la afabilidad, que en el sexo masculino; sin olvidar lo que debe atribuirse al encanto secreto, que inclina nuestra pasión a juicios favorables para ellas, hay en el carácter de este sexo rasgos particulares que lo diferencian claramente del nuestro, y le hace distinguirse principalmente por la nota de lo bello (…). La mujer tiene un sentimiento innato para todo lo bello, bonito y adornado. Ya en la infancia se complacen en componerse, y los adornos las hacen más agradables. Son limpias y muy delicadas para lo repugnante. Gustan de bromas, y les distrae una conversación ligera, con tal de que sea alegre y risueña. Tienen muy pronto un carácter juicioso, saben adoptar aire fino y son dueñas de sí mismas”.
Para Kant la desmesura de lo sublime escapa a tanta delicadeza, a tanta finesse de sensibilidad. Y eso resulta grato para la mujer y consecuentemente para el hombre, que puede abandonarse sin vértigo. O al menos es lo que parece para quienes miran de afuera lo que ocurre adentro.