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    Los chicos olímpicos

    Llego molida de dar clase. Hay que preparar la cena y encender la estufa a leña.

    Mientras trasiego, pongo las Olimpíadas. Y miro algo, cuando puedo. Entonces quedo en estado de fascinación.

    Descubro más y más deportes. Miro los rostros de esos atletas de todos los rincones del mundo. ¡Los hallo tan hermosos!

    Cada uno con su color de piel, de pelo, con su nombre de pila impronunciable en el pecho…Hay deportistas gigantes. Los hay pequeñitos.

    Mujeres que no hicieron dieta para estar a la moda sino que eligieron tener fuerza para disparar una bola a 80 metros.

    Hay chicas bellísimas, muy altas, que en lugar de fantasear con ser modelos top prefirieron el camino de ser jugadoras de vóleibol.

    Otras, desde pequeñas, comprendieron que su cuerpo —su flexibilidad y agilidad— era un tesoro. Y pasaron años de su infancia, horas y horas, haciendo gimnasia, aprendiendo a dominar eso tan precioso y a hacer saltos mortales o piruetas en una barra de diez centímetros.

    Me asombra su diversidad y su unidad. Cuando está por disparar el pelotón de corredores todos están nerviosos, con un gesto que une todas esas almas y los hace intensamente humanos, llenos de esperanza y de miedo.

    No solo vienen del Primer Mundo. Está claro que el medallero tiene un porcentaje flagrante de estadounidenses y alemanes.

    Pero también hay sudamericanos, caribeños, multitud de africanos, tunecinos, toda suerte de asiáticos e isleños de países que nunca escuchamos nombrar.

    Es verdad que muchos de estos deportistas de elite se entrenan donde obtienen un mejor respaldo y un mejor técnico, como el uruguayo de ojos claros que saltó —voló— 8 metros 10, preparado en San Pablo.

    Miro las luchas de dos hombres vigorosos, su esfuerzo por no rendirse, y pienso en la cantidad de siglos en que estas prácticas se han mantenido vivas.

    Las Olimpíadas me muestran que otra elección es posible. La multitud de deportistas que están en Río son en su mayoría jóvenes. Algunos, incluso, como las gimnastas chinas, han nacido en este siglo.

    Y, sin embargo, han decidido —ellos, sus padres, sus maestros, su sociedad— vivir en el esfuerzo. Levantarse temprano, escuchar al entrenador, trabajar en equipo (¡qué bellos son los deportes de grupo, el hándbol, el hockey, el nado sincronizado, el básquetbol por supuesto!).

    Han decidido no fumar, no intoxicarse con sustancias diversas, no comer papas chips, no ir a bolichear a medianoche hasta la mañana.

    Prefirieron pasar muchas horas entrenándose en lugar de estar muchas horas en el Facebook.

    La tecnología los ayudó a ser más veloces, a nadar de un modo inteligente, a estudiar los obstáculos de su cuerpo y cómo vencerlos. A subirse a bicicletas extraordinarias.

    Pero también aprendieron a controlar sus emociones, a dominar el pánico, a estudiar, a ser responsables.

    Otra vida es posible. Un grupito maravilloso de chicos uruguayos vestidos de celeste nos espeta a todos que también aquí es posible.

    Que se puede zafar de la dictadura del celular y de la cárcel de las pantallas.