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En un viaje a la ciudad de Hamburgo en 2004, el escritor francés David Foenkinos descubrió la exposición ¿Vida? ¿O teatro? de una pintora alemana que él desconocía. La muestra le causó tal impacto que la artista y su obra se volvieron una obsesión. El escritor quedó atrapado por aquellas pinturas con mucho azul, mínimas leyendas explicativas y anotaciones sobre la música que las había inspirado. Entonces supo que su autora era Charlotte Salomon, que había nacido en Berlín en 1917 y que había sido asesinada en 1943 en Auschwitz, cuando tenía 26 años y estaba embarazada.
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“Todo cuanto me tenía trastornado desde hacía años. Los escritores alemanes. La música y la fantasía. La desesperación y la locura. Ahí estaba todo. En un estallido de colores vivos”, escribió años después Foenkinos al recordar aquel día en el que vio por primera vez la obra de Charlotte y le pareció que estaba frente a una gran novela gráfica. Y así tituló su libro, Charlotte (Alfaguara, 2015), que es al mismo tiempo una biografía y una novela, y también una suerte de canto en honor a la artista.
No es la primera vez que Foenkinos (París, 1974) sigue los pasos de una figura que admira. En 2013 había escrito Lennon, novela biográfica sobre uno de los músicos que marcaron su infancia. Ahora con Charlotte aumentó la apuesta, porque si en Lennon interpretaba lo que el músico habría sentido en acontecimientos reales de su vida, en su última novela agrega a la biografía de la pintora elementos de la crónica y de la poesía. Y esa ambigüedad del género es uno de los mayores atractivos de sus libros.
Lo primero que llama la atención en Charlotte es el estilo de Foenkinos, su forma de “decir” la historia. Porque esta es una novela en la que se escucha tanto la voz de la protagonista como la del propio autor, quien escribe con frases muy breves, similares a los versos aunque sean prosa. “He intentado escribir este libro muchísimas veces. ¿Pero cómo?. (…) Era una necesidad física, una opresión. Sentía la necesidad de poner punto y aparte para respirar. Entonces caí en la cuenta de que había que escribirlo así”, explica el autor.
Y así, tomando aliento en cada punto y aparte, va desgranando una historia que no da tregua. “Charlotte aprendió a leer su nombre en una tumba”, dice la primera frase, concisa y rotunda. Es que en la familia de la pintora hubo un destino trágico: varios de sus integrantes, sobre todo las mujeres, se suicidaron. Se suicidó la tía de Charlotte, por la que le pusieron su nombre, se suicidó su madre cuando ella tenía nueve años, después su abuela y más lejos en el tiempo lo habían hecho otros familiares.
Pero Charlotte sobrevivió a la indiferencia de su madre, a la depresión de su abuela, al autoritarismo de su abuelo, a la discriminación por ser judía, al campo de concentración de Gurs. Todo lo venció gracias a sus pinturas, que eran su refugio y su grito, y a algunas manos amigas que la ayudaron. Todo lo venció menos la miseria humana: fue un francés colaboracionista quien la delató a los nazis cuando ella llevaba una vida anónima y discreta en Niza.
Charlotte comenzó a pintar en su casa berlinesa, en el barrio Charlottenbourg, que compartía con su padre, Albert Salomon, un prestigioso cirujano, y con su madrastra Paula, famosa cantante lírica a quien la niña aprendió a querer. Por la casa de los Salomon habían pasado prestigiosas figuras, entre ellas Albert Einstein, a compartir música y veladas culturales. Hasta que en 1933, Hitler llegó al poder.
Mientras vivió en Alemania, Charlotte pudo estudiar unos años en Bellas Artes, gracias a un profesor que reconoció su talento y se transformó en su protector. Pero quien realmente le dio impulso a sus acuarelas fue Alfred, el profesor de canto de su madrastra, del que se enamoró. En los escritos de Alfred, y en la música que ambos compartían (Mahler, Bach, Vivaldi), está el origen del grueso de su obra que prácticamente compuso en dos años, entre 1940 y 1942.
Con Alfred vivió una pasión intensa y fugaz. Se veían en cafés y parques desafiando la prohibición de los carteles que decían “Nur für arier” (“Solo para arios”). Hasta que ya no pudieron desafiarlos más y Charlotte se fue con sus abuelos al sur de Francia. Allí recibieron el apoyo de una americana adinerada que en su gran mansión acogía a refugiados y perseguidos. A partir de entonces, Charlotte perdió contacto con su padre y también con Alfred.
“En Villefranche-sur-Mer aún la recuerdan”, dice Foenkinos, quien siguió toda la travesía de la artista. Caminó por el barrio de Charlottenburg y llegó hasta su casa donde ahora hay una placa conmemorativa con su nombre, y estuvo en la habitación número 1 del hotel parisino donde vivió y pintó dos años.
Charlotte se fue a Niza porque pensaba que iba a estar a salvo de la persecución nazi. Allí vivió con Alexander, un refugiado austríaco, de quien quedó embarazada, hasta que alguien los delató.
“La fuerza de la última pintura sobrecoge. Charlotte se dibuja a sí misma frente al mar. La vemos de espalda. En el cuerpo escribe Leben? oder Theater? Precisamente con ella se cierra esa obra que trata de su propia vida”, cuenta Foenkinos, para quien la artista pintó con un “frenesí abrumador” porque sabía que le quedaba poco tiempo.
La propia artista, sabiendo el peligro que corría, empaquetó su obra y se la dio a un médico amigo para que la guardara. “Esta es toda mi vida”, le dijo. Foenkinos rescata con palabras toda esa vida, y su novela es bella y conmovedora, como la pintura de Charlotte y la buena literatura.