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Nada está puesto al azar. En la primera escena se ve una toma documental de la bomba atómica lanzada sobre la ciudad japonesa de Hiroshima el 6 de agosto de 1945. Ese mismo día, pero en Inglaterra, nacen dos niñas cuyas madres adolescentes están en camas contiguas y se toman la mano con fuerza. No es de extrañar que esas chiquilinas crezcan juntas, sean íntimas amigas, y 17 años después (1962) enfrenten los problemas de la adolescencia con perspectivas semejantes pero opciones diferentes. Es que Ginger (Elle Fanning, hermana menor de Dakota, que en realidad tenía 13 años cuando filmó la película) está preocupada por la paz mundial, quiere ser poeta y presencia con consternación la separación de sus padres. En cambio Rosa (Alice Englert, hija de la realizadora Jane Campion), cuyo padre hace tiempo que abandonó el hogar, se inclina por cosas más terrenales, le gustan los muchachos y las salidas nocturnas.
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Los personajes parecen muy típicos de su época, y no es de extrañar que la libretista y directora Sally Potter (“Orlando”, “La lección de tango”, “El hombre que lloró”) haya introducido parte de sus recuerdos personales, porque nació en 1949 y vivió la década de los 60 en plena efervescencia, cuando abandonó la Escuela de Danza a los 16 años para dedicarse al cine. ¡Y qué década! En Inglaterra había dejado su marca el cine de los angry young men, se asistía al auge de los Beatles y se venía la época del swinging London, el estilo psicodélico y la era hippie, que implicaba libertad sexual, rebelión contra el mundo de los mayores, exigencias de paz y protesta contra la guerra, cualquier guerra. Y Ginger y Rosa está ubicada al comienzo mismo de esa etapa, que el cine reflejó en “Todo comienza el sábado” (de Karel Reisz, con Albert Finney), “El mundo frente a mí” (de Tony Richardson, con Tom Courtenay), “El llanto del ídolo” (de Lindsay Anderson, con Richard Harris) o “Algo que parezca amor” (de John Schlesinger, con Alan Bates), todos ellos (títulos, directores y actores) simbólicos de aquellos tiempos.
Tanto Ginger como Rosa comparten muchas cosas, y luego se verá cómo también comparten algo que estaba fuera del libreto, al menos para Ginger. Se meten en la bañera para encoger los jeans, se alisan el pelo con la plancha, fuman sus primeros cigarrillos, coquetean con los muchachos, pero Ginger empieza a inquietarse demasiado por la amenaza de la guerra nuclear, se angustia con la crisis de los misiles de Cuba y se enrola en manifestaciones de protesta que la llevan a la cárcel. La diferencia con Rosa es que ésta prefiere rezar, no militar activamente, y perseguir hombres mayores. Y por ahí anda el mismísimo Roland (Alessandro Nivola), que ahora vive solo y le da alojamiento a Ginger, peleada con su madre (Christina Hendricks) que, para variar, no la comprende. Lo que Ginger no percibe inmediatamente es que su padre es un inmaduro, un adolescente que no terminó de crecer, un irresponsable. En medio de su crisis personal, es lo peor que le podría pasar a esta muchacha inquieta, rebelde, contestataria y aterrada.
Muchos espectadores de hoy podrán no entender muy bien qué era lo que se sentía en aquellos años, sobre todo en Europa, más todavía en los países que soportaron la guerra y todavía no se habían recuperado del todo. Era un sentimiento de rebeldía muy sincero, mezclado con miedo y con rabia. Y la crisis de los misiles de Cuba (octubre de 1962) puso un toque de alerta en aquellos trece días que tuvieron al mundo en vilo. Pero una cosa es explicarlo y otra es hacerlo sentir en una narración cinematográfica muy prolija, muy cuidada, muy bien actuada, pero algo distante. Cuando Ginger se apoya en sus padrinos (una pareja gay compuesta por Timothy Spall y Oliver Platt, ambos llamados Mark) y en una norteamericana militante por la paz que los visita (Annette Bening, claramente lesbiana), se nota que hay allí algo ligeramente impostado, que no cierra bien, que dramáticamente parece una opción personal de la directora pero que no tiene mucho que ver con Ginger ni con la película. Todos están muy bien, todos expresan pensamientos inteligentes, los tres son un reflejo bastante adecuado de su época, pero el mundo de Ginger va por otro lado.
Y va justamente por la necesidad de amor, de apoyo espiritual, de comprensión de sus legítimas inquietudes, algo que ni su madre (ensimismada en sus propios problemas de abandono y celos) ni su padre (que de alguna manera la traiciona tal como si la hubiese apuñalado por la espalda) están en condiciones de aportarle. Todo queda salvado por la impresionante labor de Elle Fanning, que por sí sola vale toda la película, y como retrato de una época terrible y a la vez fascinante (muy buena la banda sonora), esbozada con cierta soltura pero también con falta de agudeza y de penetración. Se deja ver, pero no se siente.
“Ginger y Rosa” (Ginger & Rosa). Gran Bretaña-Dinamarca-Canadá-Croacia, 2012. Escrita y dirigida por Sally Potter. Duración: 90 minutos.