En el año 2001 el licenciado en Letras Takayoshi Makino se trasladó a vivir a Buenos Aires, por eso habla buen castellano. El profesor Makino estuvo en Uruguay invitado por la Embajada de Japón para dar una conferencia el 27 de marzo, en el Ateneo de Montevideo. Después de abandonar su país de origen, el investigador y traductor viajó bastante y al salir de la universidad comenzó a trabajar en una editorial. Se licenció en ruso y al principio realizaba traducciones de este idioma al japonés. “Es una historia muy larga... A los 27 años me di cuenta de que estaba harto del trabajo, de la sociedad en la que vivía, de la presión de mi familia. Justo cuando tenía 26, falleció mi papá, y eso también tuvo algo que ver. Tenía buen vínculo con mi familia, con mi mamá y mi hermano mayor, pero la enfermedad de mi papá fue muy grave, así que cuando él murió, yo sentí un poco de libertad. Tristeza por un lado, pero también libertad. Papá me dejó un poco de plata, con la que decidí irme”, relató a Búsqueda.
Hoy Makino tiene 51 años y ha vivido en varios países: primero se fue a España, donde estudió literatura, arte y castellano y conoció muchos amigos italianos, lo que lo llevó a vivir en Italia y luego en Argentina. Enseñó idioma y literatura japoneses en la Fundación Okita, que se dedicaba a la economía entre Japón y Sudamérica, y terminó dando clases a nivel universitario.
Nació en la ciudad costera de Shizuoka, cercana a Tokio, 200 kilómetros al oeste. “Es una ciudad muy tranquila, con mucha comida rica y agua limpia. Se ve el monte Fuji todo el día. Cultivan y producen té, mis tíos se dedican a esto: me regalan té todos los años. Me encanta el té verde amargo”, aclara Makino.
—Ahh, no: era la bohemia (sonríe).
—En este momento está traduciendo relatos infantiles y ha dado conferencias al respecto. ¿Qué aportes hace la literatura nipona en este género?
—Hace unos años empecé a traducir cuentos para niños al castellano, e hice un poco de marketing en librerías de Buenos Aires. Pero hay un montón de libros infantiles de tradición americana, libros ingleses al estilo de “Harry Potter”. Pero no hay “literatura”. En cambio, en Japón hay un montón, con una larga historia y tradición. Escritores prestigiosos y famosos como Yasunari Kawabata y Yukio Mishima escribieron cuentos para los chicos. Esa es la gran diferencia. Nosotros sentimos siempre la importancia de esta literatura y por eso tenemos actividades en diferentes bibliotecas, para que las mamás y las maestras les lean cuentos a los chicos.
—¿Cuáles son los rasgos distintivos de estos cuentos para los más pequeños?
—Por ejemplo, “Harry Potter” y otros relatos de aventura tienen finales felices, los chicos crecen, es algo positivo. Pero la literatura clásica japonesa es diferente. Por ejemplo, tenemos el cuento sobre el Gongitsune, que significa zorro. Se llama “Gon, the little fox”, y habla de un zorro muy travieso que le roba una anguila a Hyoju, un hombre que se la iba a dar para comer a su madre enferma. La madre muere al día siguiente y Gon, arrepentido, empieza a robar cosas en el pueblo para regalarle a este hombre. En un momento el hombre ve al zorrito que le robó la anguila y le dispara y lo mata. Se pone muy mal cuando después se da cuenta de que era el que le hacía los obsequios. El final es muy triste, tiene cierto grado de melancolía, y simboliza el sacrificio por los otros.
—¿Y cómo se han perfilado Mishima y Kawabata para escribirles a los niños? ¿Cómo son esos relatos?
—Son cuentos para chicos que tienen el valor de que pueden apreciarlos los adultos. Kawabata es el primer Premio Nobel japonés, un escritor muy tradicional, aunque al principio no lo fuera tanto, al final se encerró en la belleza tradicional de Japón. Cuando era joven, en los años 60 y 70, le hacían un montón de críticas, tanto a Kawabata como al director de cine Yasujiro Ozu. Yo lo leía y me criticaban. Cuando estaba en España, me mandaron algunos libros clásicos en japonés que empecé a leer y descubrí otra cosa. Tenía otra edad y empecé a entender el verdadero sentido que está escondido en la obra de Kawabata.
—Estos autores japoneses son más tradicionales. ¿En el otro extremo colocaría a Murakami?
—No, en realidad Murakami tiene un lenguaje muy moderno, muy artificial, con un contenido bastante tradicional. En la mayoría de las obras de Murakami aparecen muertos, fantasmas o un hombre que atraviesa la pared, o un túnel que te lleva a otro mundo. En la última novela también. Tiene que ver con cómo los japoneses vemos el mundo. Es una historia muy complicada que trataré de simplificar. Para ustedes, los occidentales, la pregunta filosófica principal es: ¿quién soy? Pero para nosotros, los japoneses, esa pregunta es: ¿con quién estoy? ¿Quién o qué me rodea? Es un poco la historia del monje budista (se ríe)... Pero es así. Las coordenadas que nos fijan tradicionalmente siempre están afuera. ¿Qué es el afuera? La relación de la persona con la sociedad. O con la naturaleza. Por eso mismo en la poesía, el haiku, el tema es la naturaleza. En Argentina, a veces pasan tres horas antes de que aparezca en televisión un pronóstico del tiempo. Pero en Japón se hacen cuatro veces en una hora, y dicen: empezó a florecer tal flor, o ya empezó a nevar, y ese tipo de cosas. Porque nos sentimos envueltos por la naturaleza y esa existencia que está afuera de nosotros es muy importante, pero no en el sentido de Greenpeace.
—¿En qué otros aspectos de la cultura japonesa se percibe esto?
—Cuando falleció mi papá yo era joven y no sabía nada de la tradición. La primera noche después de la muerte es importante; el segundo día es el funeral; al séptimo día hay otra conmemoración. Diez días después y un mes después también, y a los 49 días hay una ceremonia muy importante. Al año y a los dos años, también. Mi mamá falleció hace dos años, así que el año pasado tuve que volver sí o sí a Japón para asistir a esa ceremonia. Se los recuerda hasta 33 años después, según la costumbre budista. Si tenés suerte, se hace una celebración a los 50 años... pero no llega nadie, porque los hijos también fallecen. Así que los muertos son muy importantes para nosotros. Cada familia tiene un santuario en su casa y cada mañana y cada noche hay que rezar. Mi papá falleció, pero está ahí, junto a los otros ancestros, el bisabuelo, el abuelo, que nos protegen, como si fuera Dios.
—¿Qué opina del cine de terror japonés, muy efectivo para producir en el espectador un miedo muy inquietante?
—Es muy efectivo y hay una diferencia muy sutil con el de Hollywood, que está hecho para asustar a la gente con chorros de sangre, por ejemplo. Y mirando más allá, en “El exorcista”, en el fondo lo que hay es un sentido del pecado. En “El círculo” (Ringu, 1998) está Sadako, que es un monstruo, un fantasma que mata asustando. Cuando tenía unos siete o diez años, esta niña fue arrojada por su propio padre a un pozo muy profundo. Y ella lamentablemente sobrevivió durante unos años... Qué horror, ¿no? Las marcas de sus uñas quedaron en las paredes del pozo. Sentía odio, deseos de venganza, pero yo sentí con mucha fuerza también la soledad de Sadako. El aislamiento, arrojar a una persona a un pozo, es el castigo más fuerte y las víctimas mueren cuando ven la soledad en la cara de Sadako. Al morirse entienden la soledad máxima de Sadako. Además, cuando apareció la película a fines de los 90, Japón había entrado en un largo período de recesión, cuyas principales víctimas eran los jóvenes. En “La llamada” también se da esa soledad. Así que los lectores de Murakami o de Banana Yoshimoto y los fanáticos de las películas de terror son también jóvenes que ven reflejada ahí la soledad, la falta de confianza.
—En sus conferencias habló sobre el vínculo estrecho de la sociedad japonesa con el fenómeno climático devastador, como el terremoto y el tsunami del 2011. ¿Cómo es convivir con este riesgo?
—El otro día veía en la televisión una zona muy afectada por tsunamis, devastada: no hay nada. La provincia empezó a reconstruir la ciudad, pero antes tenía que construir una valla de contención de 15 metros de alto, para prevenir el tsunami. Pero empezó a surgir la voz de las víctimas: “Con esa altura de concreto delante, ¿podremos ver el mar?”. Porque convivían con el mar. Es un problema muy difícil de resolver. Decidieron reducir un poco la altura y poner un sistema supermoderno que se levanta dos metros más ante el tsunami. Pueden odiar el mar, pero han vivido un montón de tiempo con él: pescando, mirándolo. Después, están también las víctimas indirectas: personas que perdieron sus vínculos y al año se mueren de tristeza, de soledad.