Los olvidados

escribe Eduardo Alvariza 

Ricky es el nuevo empleado de una empresa que reparte encomiendas. Vemos esos enormes depósitos con los laburantes y los carritos con paquetes prontos para ser cargados en camionetas de un blanco inmaculado. Cuando tiene su primera entrevista laboral, el patrón le dice: “No trabajas para nosotros, trabajas con nosotros”. Y lo envuelve en el discurso del emprendimiento personal, de la efectividad, de los horarios, de la ruta con los mejores clientes, de la perseverancia, del buen sueldo. Ricky se compra una camioneta para realizar los repartos, pero para ello su esposa —que cuida ancianos y discapacitados— debe vender su coche e ir a cada casa en autobús. Ricky se parte el lomo trabajando 14 horas al día. Inmediatamente vemos las vicisitudes del repartidor: las multas por estacionar en zonas prohibidas, el mal —y a veces pésimo— humor de quienes reciben los paquetes, los perros que te muerden en las casonas de los ricos, las subidas por escaleras cuando los ascensores no funcionan, la posibilidad de que te roben la mercadería. En una palabra: el mundo de mierda que deben soportar a diario los trabajadores en las ciudades industriales, un paisaje que el británico Ken Loach nos ha mostrado en la mayoría de sus películas y no se cansa de hacerlo. Y lo mejor: nunca cansa al espectador. Esa sucia realidad que se barre y se oculta debajo de la alfombra. Esa sucia realidad que los políticos siempre dicen saber demagógicamente cómo se combate y se cambia para mejor. La realidad de la precariedad laboral. La de los que llegan a sus humildes casas deslomados y apenas tienen tiempo para cenar y estar un rato con sus hijos antes de caer dormidos frente al televisor. La de los que tienen deudas y más deudas. Una realidad que sufre la gran mayoría de la humanidad.

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