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El mito se instaló en vida y nada lo va a cambiar. Lo que actualmente está en juego es la carroña de los mortales. Ahora que el jugador Diego Armando Maradona murió, quieren un culpable. Apuntan como responsables a su supuesto médico de cabecera y a la psiquiatra que lo medicaba, que aparecen seriamente comprometidos en un caso de negligencia o, lo que es peor, de homicidio culposo o doloso. Miren a lo que hemos llegado: homicidio. Todos los programas televisivos argentinos abundan en personajes que reclaman cul-pa-bi-li-dad, que dicen que Maradona se hubiese salvado así o asá, que si se hubiese hecho esto o aquello por su insuficiencia cardíaca el hombre viviría, que la casa donde pasó los últimos días no era adecuada para atenderlo, que su habitación era pequeña, que tenía un baño portátil. Quieren saber la Verdad, así, con mayúscula. Y la verdad en estos casos (y en muchos otros) nunca se compone de una certidumbre absoluta sino de decenas de partículas, por lo general opacas, que finalmente componen un destino.
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Los panelistas televisivos abren los ojos como platos y la boca en señal de asombro y parecen tener claro lo ocurrido. Muestran certificados con firmas, listas de medicamentos, cotejan horas de entrada y salida de enfermeros y ambulancias. Intentan armar en vano un rompecabezas policial que no es otra cosa que la propia realidad plagada de fallas, de trampas, de sucesos imposibles de delimitar. El llamado entorno de Maradona no era otra cosa que empleados de Maradona, a los que contrataba y despedía permanentemente. Poco caso les hacía. Y su familia, numerosa y peleada entre sí, tampoco tenía demasiadas chances de intervenir. Lo cierto es que este extraordinario deportista fue él mismo el artífice de su enorme grandeza, de su caída y también de su final en soledad. Estaba deprimido y roto físicamente, con una cantidad de mujeres e hijos reclamando su herencia, con buitres buscando su parte en todo el asunto. El propio mito dijo basssta y lo decidió: desprendámonos de una vez por todas de la carne. No quiso que lo trataran como un adicto, esto es: como un enfermo, no quiso quedar internado, no quiso que lo atendieran de forma adecuada. Así, sencillamente, forjó su propia muerte. Y esto es lo que no parece aceptarse: el responsable de la muerte de Maradona fue Diego Armando Maradona.
Me pregunto si ese bochornoso espectáculo que ocurrió en la Casa Rosada, con los barras bravas tomando los jardines y patios y colgando las banderas de su club (una de ellas decía: “Muerte a los traidores”), hubiese llegado al extremo. Que los fanáticos hubiesen alcanzado el féretro. Que en el forcejeo hubiese caído el cajón y hubiese quedado al descubierto el cadáver. Me asalta la pintura de Goya de Cronos devorando a sus hijos. ¿Quién hubiese sido el culpable de semejante espectáculo dantesco? ¿La turba apasionada? ¿La policía reprimiendo? ¿El presidente con su megáfono intentando persuadir? ¿La vicepresidenta que quería estar a solas con el ídolo? Algo está claro en esta convulsionada, agrietada e ingobernable Argentina: es difícil ser un semidiós. Pero más difícil es ser el humano que rodea a una figura emblemática o endiosada. Te regalo ser el médico de Charly García. O peor aún: el que atienda a la señora Cristina Fernández de Kirchner.