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Otra vez lo mismo. Otra vez encarar una crónica sobre un festival de jazz que desde hace un cuarto de siglo representa lo mejor de lo mejor en su categoría. Nada hay similar en materia de espectáculos artísticos, no solo en Punta del Este sino en todo el Uruguay, por su calidad sostenida a lo largo de los años y por su pertinaz continuidad. No hay festivales de tango, ni de cine, ni de teatro, ni de artes plásticas que traigan a esta zona lo mejor de lo mejor en la materia y de un modo ininterrumpido. Y esto es una verdad como la copa de un pino salida del pabellón de una trompeta. Otra vez intentaré no repetir ideas, no elogiar demasiado, no darle tanta coloratura a una situación de belleza en materia de sonidos y de entorno. Otra vez tendré que citar a gran parte de los mejores músicos del jazz contemporáneo que dejan el alma en el escenario y decir: “Sí, son los mejores”. Hay quien dice que tal o cual concierto fue el más destacado, o el más intenso, o el más logrado. Puede ser, pero en la variedad está la verdad. No se puede escuchar solo a Johnny Griffin, o a Tom Harrell, o a McCoy Tyner, o a Miguel Zenón aunque sean geniales. Este festival, que dicho sea de paso trajo a estos músicos citados y a muchísimos más, te da la oportunidad de apreciarlos en sus diferentes propuestas, y de repente en el mismo día.
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En un cuarto de siglo ocurren muchas cosas en nuestras vidas. En un cuarto de siglo se puede ver la evolución de los músicos año a año, cómo el público se ha depurado y respeta la música sin molestar, sin encender o consultar a cada rato los celulares, cosa que siempre es agradecida desde el escenario. Hay un orden, una limpieza que se genera en el escenario y se corresponde con el paisaje de Punta Ballena, capaz de unificar a las vacas con las trompetas, los saxos, los pianos, los contrabajos y las baterías, capaz de ensamblar el aroma del choripán con una balada, a los mosquitos con el be bop. En un cuarto de siglo he visto el movimiento de una música cuya esencia íntima es la libertad, el swing y la improvisación, siempre con un profundo respeto por la melodía. Y este fenómeno se disfruta desde cualquier lado, porque en el centro del auditorio se escucha perfecto, pero en la primera fila tenés el sonido directo y a los músicos entregar en cuerpo y alma su arte, con suspiros apenas perceptibles y respiraciones entrecortadas, pequeños gestos y cantidad de detalles.
Hacía tiempo que no me impresionaba el despliegue físico y técnico de un tipo como Terell Stafford, cuyo quinteto hizo dos conciertos bien distintos con la música de Lee Morgan, gracias también a dos encendidos solistas: Bruce Barth en piano y Tim Warfield en saxo tenor. Mamacita, como dirían Joe Henderson o Kenny Dorham, lo que es capaz de soplar este trompetista. Pero a no confundirse: de la intensidad de un rugbista, Stafford puede pasar a la sensibilidad de un finísimo artesano en el plano de las baladas. Sí, hubo noches ventosas, pero hay que ver lo bien que quedaba el contrapunto de los fierros y el toldo del escenario allá arriba, a merced del viento, con la delicadeza de unas teclas, un contrabajo y unas escobillas.
En un cuarto de siglo Francisco Yobino, el alma del festival, me ha relatado las dificultades, los logros y los milagros de un evento que es único por su calidad, que no se baja del jazz acústico, el que la mayoría de los asistentes amamos. Me decía, observando a un músico cuya humanidad es directamente proporcional a su talento, cómo habría hecho para volar 12 horas en un asiento de la clase económica, más apretado que la silla de seguridad de un niño de cinco años. Quizás el músico se contrajo para luego expandirse en el escenario y desplegar una energía atómica. Milagros musicales.
Leo en una Down Beat, que publica anualmente el calendario de los festivales de jazz que hay en el mundo —y que dedica una página entera e impar a este festival de Punta del Este—, a ver si encuentro algo parecido en otra parte, en Estados Unidos, en España, en Italia o Suiza, en Alemania, Nepal, Turquía, Corea del Sur o Serbia. Algunos tienen más días, otros tienen más músicos. Pero los que tienen más días no tienen una plantilla de la calidad de este festival, y los que tienen una calidad semejante no tienen la belleza del entorno o el chimichurri de los chorizos. Tal vez exagero, seguramente. No me importa: no lo voy a corregir. En un cuarto de siglo he logrado que Diego Urcola me salude si nos cruzamos en el camino. En un cuarto de siglo he sentido en mi metabolismo el principio del placer con la única presencia de la música en vivo, con o sin vino, con o sin faso, con o sin lluvia. Todos estos años de mi vida arrancan bien gracias a este festival; luego, como todo, los años pueden continuar con lo bueno o virar hacia lo regular o desencadenar lo malo, pero nunca culpen a la música. Un cartel en la parte superior de la estructura que sostiene el escenario, dice: “Quien ama la música, ama la vida”. Puede ser una frase hecha, un lugar común, una boludez. A mí me generó la más absoluta certeza en estos días que fueron del 3 al 6 de enero. Que la temporada es mala, que si hay menos turistas, que la situación crítica en Argentina. Puede ser, pero mientras existan estos conciertos de jazz, la temporada siempre será óptima. No se queden con el medio vaso vacío: contemplen, escuchen este vaso lleno a rebosar de notas azules.
En un cuarto de siglo tuve la suerte de disfrutar, como por ejemplo en esta 24ª edición, de una versión de Moanin’, compuesta por Bobby Timmons y arreglada por Claudio Roditi, como la que hizo Amigos del Sosiego (Feldman, Urcola, Romano, Piazzolla y Mora) en homenaje a la música y a la escuela que instauró Art Blakey, un auténtico soldado del jazz. O de la pegadiza y melancólica No Refill, escrita por Thad Jones y que tocó el quinteto del trompetista Joe Magnarelli. Quizá sea la única vez que la escuche en vivo, y esa fugacidad está en el corazón del jazz. Lo mismo puedo decir de All Blues, de Miles Davis, o de la balada Lament, de J. J. Johnson, interpretadas por el quinteto del contrabajista Nat Reeves con un inspirado doctor Eddie Henderson en la trompeta, porque el hombre es psiquiatra, pero por suerte la medicación se la guardó para él y su música. Todos impecablemente trajeados, una postal de la elegancia que se debe mantener para tocar esta música.
En una de las idas al festival, a la altura del Aeropuerto del Sauce, nos pasó por encima del auto a una cercanía que nunca había visto ni sentido, un avión de Aerolíneas Argentinas. Un monstruo que desciende del cielo con una fuerza estremecedora y que siempre me genera una incógnita sobre la posibilidad de vencer la gravedad. Un aparato lleno de vidas, de historias que irrumpen de golpe y a segundos de pasar por encima de tu cabeza, ya se desliza con toda suavidad y toneladas de peso sobre una pista en total armonía, sin desafinar. Un rugido incontenible, los motores a tope, la pericia de los pilotos. Así fue el trío de Kenny Barron con el sorprendente contrabajista japonés Kiyoshi Kitagawua y el baterista Johnathan Blake. Dejás de husmear en discos durante un par de años y te sale un tipo que no conocés como este contrabajista. Qué lo parió. Barron se rodea de genios, es lógico: los tres deben estar al mismo nivel. Luego del concierto veo al septuagenario pianista, más viejo, más gordo, en el quincho de los choripanes. Espera una hamburguesa para llevarse al hotel. Está solo. Viene alguien y le pide una firma; otro se acerca y le suplica una foto juntos. No tiene ganas de estar con gente después de haber realizado tamaña entrega, tamaño aterrizaje en el escenario, donde destacó una versión inolvidable de How Deep is the Ocean. Pero se la banca estoico: da la firma, da la foto. Vuelve a quedar solo. Lo miro sin acercarme, callando mi admiración, las ganas lógicas de devolverle algo por todo lo que nos dio. Pero no digo nada, únicamente observo: Barron con una hamburguesa. Es como si siguiese sonando su trío en esa espera, en esa pausa. Otra postal musical.
Paquito trabajó todos los días, como músico y como showman. Generosamente, subió con su clarinete y acompañó a los otros artistas en un tema. Cuando fue el turno del cierre, con su banda, protagonizó uno de los momentos más emotivos del festival, dedicándole con la voz quebrada un blues a Pancho, el hijo de Francisco, a quien recordó como el niño que hizo reír a carcajadas al serio e imperturbable Ron Carter. El gran Astor Piazzolla también fue reconocido con una composición de Urcola, y a 100 años de su nacimiento, Charlie Parker tuvo su lugar con Now’s the Time. “Si alguien quiere subir a tocar con nosotros, now’s the time”, dijo Paquito.
No quiero dejar de lado a las vocalistas Joy Brown y Lucy Yeghiazaryan, estupendas en sus homenajes a Ella Fitzgerald y Billie Holiday. Y tampoco quiero olvidar a los músicos que tocaron en el restaurante, en particular a un pianista polaco que estaba en chancletas. Sin conocerse con Paquito improvisaron una noche puro Pee Wee Russell. Luego se dieron la mano:
—Mi nombre es Ricky Martin —dijo Paquito.
—Encantado, el mío Frédéric Chopin —contestó el polaco.
Y así estamos. No conseguí zafar de los elogios de siempre. Perdón por esta nota tan reiterativa, tan adjetivada, tan mamadera. Si pudiera, sustituiría este palabrerío de mierda por un link directamente vinculado a toda esa inmensa música que nos ha dado en un cuarto de siglo este festival.