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    Media tonelada de shashlik, Kalinka en el Gorki y lágrimas por Roslik en la Sabraña

    La comunidad ruso-uruguaya tiró el pueblo por la ventana para festejar su centenario

    San Javier (Javier Alfonso, enviado). La camioneta espera a los pasajeros en Tres Quintas, el paraje donde se toma el camino para llegar al pueblo. Como la del viernes 26 por la mañana, no todas las frecuencias de ómnibus entran a San Javier. Nadie la llamó, pero Cecilia igual se arriesgó y volvió con cuatro montevideanos que pasarían el fin de semana. Tres artesanos y un cronista. Son cien pesos. “¡Si quieren ir a Puerto Viejo de noche me avisan!”.

    La escena se repetirá cientos de veces en las siguientes 48 horas. Unas dos mil personas de todo el país y también de Argentina llegaron hasta la orilla más escondida del Río Uruguay, en el departamento de Río Negro, para presenciar los festejos por el centenario de la colonia rusa, uno de los enclaves con mayor densidad de descendientes rusos fuera de los límites de la Federación Rusa y las otrora repúblicas soviéticas.

    Esculturas de matrioshkas en la Plaza Libertad

    Durante tres días, la coqueta localidad festejó a lo grande los cien años de la llegada del vapor Tangarupá, el 27 de julio de 1913, con un contingente de 300 familias rusas, perseguidas por el zar por cuestiones religiosas, provenientes de la región de Voronezh y liderados por Vasili Lubkov, quien quería fundar en Uruguay un culto cristiano llamado “Nuevo Israel”. Gracias a la gestión del presidente Batlle y Ordóñez, los rusos se afincaron donde estaba la gran estancia de los Espalter, zona que más de 200 años antes ya había sido ocupada por una reducción jesuítica denominada en honor de San Francisco Javier, más tarde abandonada.

    Dos mil visitantes no parece la gran cosa, pero la cifra se redimensiona frente a los 1.781 residentes sanjavierinos registrados en el último censo. De hecho, un mes antes ya estaban reservadas todas las camas del pueblo y del balneario Puerto Viejo (distante cinco quilómetros). Las de moteles, posadas, cabañas de alquiler, gimnasios y clubes sociales convertidos en albergues y casas particulares devenidas bed & breakfast. Frente a tal situación, es una verdadera bendición dar con una humilde cama de resortes tapada de cajas de mercadería en el depósito de un restaurante, situado a una cuadra de la plaza. A propósito de la plaza, en los canteros, así como en las macetas y jarrones de todo el pueblo, el común denominador es el girasol, planta que con orgullo los lugareños dicen que fue traída por los rusos en el famoso vapor. De hecho, a 200 metros del río, aún están erguidas las paredes de lo que fue el primer molino industrial para fabricar aceite de girasol en Uruguay.

    Como una matrioshka, la icónica muñeca omnipresente en cualquier sitio donde haya alguien cuyo apellido termine en ov, in y enko o ova, ina y enka, San Javier es un diminuto paisillo dentro del paisito que habitamos. Allí, a 370 quilómetros de Montevideo, la tradición rusa reboza de vida, y lo interesante es que no hay que ir al museo para estar en contacto con esas raíces. Basta hablar con cualquier persona mayor de 25 o 30 años y en dos minutos aflora algún rasgo de la cultura rusa. Entre los ancianos, todavía hay un buen número de hijos directos de los fundadores. Aquello de que los uruguayos descendemos de los barcos es más literal que nunca en San Javier.

    El periodista-locutor-operador de una radio, un grupo de mujeres cocineras nucleadas en una cooperativa, un profesor de matemáticas, una anciana de 92 años llamada Nina Simkin, a quien todos veneran como la tatarabuela del pueblo, un señor que lleva y trae gente en su camioneta, la directora de un coro de mujeres, un grupo de jóvenes que viven en las ciudades cercanas y en la capital, reunidos en su pueblo natal por el acontecimiento, un par de veteranos acodados a la barra de una cantina bien servida, el autor de un memorable asado con cuero que se corta como una manteca, un poeta que lee su recitado alusivo a los cien años frente a una platea de 30 hombres y mujeres que lo escuchan atentos y emocionados, una uruguaya llamada Valentina Riauba Antonoff y su hija de 21, que vienen de Buenos Aires a descubrir sus raíces familiares. En cada esquina, en cada conversación, uno se encuentra con un descendiente de rusos, la mayoría en segunda y tercera generación.

    En San Javier está lleno de nietos y bisnietos de los viajeros fundadores, y también aún quedan vivos unos cuantos hijos. Un paraíso para cualquier investigador curioso. Un deleite para cualquiera que esté interesado en la historia, la antropología, la cultura, el patrimonio y la gastronomía. Un parque de diversiones para un periodista enviado por tres días a cubrir las fiestas rusas.

    El baño del Papa.

    Pocos lugares en el Uruguay pueden ostentar un recetario tan vasto y original como San Javier. Y como se presume, la oferta es abundante en grasas, harinas y carnes. Hipercalórica, como para tirarse a nadar al río en pleno julio. Los ingredientes son los mismos que están en cualquier granja del país. El tema es la preparación. La cooperativa La Casita, donde media docena de mujeres preparan platos, conservas y dulces, no tiene mesas. No es un comedor, pero de todos modos se habilita un rincón para que el forastero se sienta como en casa. Las señoras preparan pireshki a granel. Son empanadas fritas, rellenas con revuelto de papas, boniato, hígado o repollo. El relleno también puede ser de zapallo, de garbanzos o el más familiar, de carne picada. Todo con abundantes especias. Como postre recomiendan varenikis, también anunciados como varenikes, bareniques o barenikis, según el escribidor del pizarrón. Son como un tortelín en tamaño XXG, relleno de ricota, hecho con masa de papa, como la de los ñoquis y bañado en salsa blanca.

    Mientras los preparan, Juana Beztrukov cuenta cómo los hacía su abuela, que había venido en el barco con su mamá prendida de sus faldas. Para beber, la recomendación es unánime: hay que probar el kvas, nombre ruso de la milenaria hidromiel, bebida a base de agua y miel que ha provisto de calorías y saciado la sed de millones desde que el homo sapiens aprendió a lidiar con las abejas. Luego de tres o cuatro meses de fermentación la mezcla sabe como un vino de miel. Luego del primer vaso, una botella alimentará la petaca por las siguientes 60 horas. Otras tantas se marcharán del pueblo en las mochilas de los visitantes.

    Juana y sus compañeras se apertrecharon con 2.000 varenikis y unas 300 empanadas para alimentar a la multitud, pero el sábado a media tarde ya habían vendido todo, por lo que tuvieron que reclutar refuerzos. El domingo 28 a las dos de la tarde seguían recibiendo pedidos, y las dos maestras convocadas para amasar y hornear pireshkis no daban abasto.

    Neris, el marido de Juana, describe como una leyenda mitológica la preparación del jaladiet, una especie de gelatina de cordero que conserva la grasa de la cocción y que se come fría. Dos días más tarde, comprobaré que es preciso un hígado de repuesto para digerirlo. Un bocado de muestra y muchas gracias, muy rico todo.

    A media cuadra de La Casita, está la heladería de Rodolfo Golovchenko y su esposa Lourdes. Cuando viene mucha gente, como este fin de semana, Rodolfo hace shashklik, una deliciosa brocheta de carne de cordero macerada durante varios días en una base de cebolla y limón. Obviamente, se sirve con ensalada rusa. Esta vez batió todos los récords: hizo 470 quilos y los guardó en una pileta de plástico de dos metros de largo, en la cámara frigorífica de su heladería.

    La imagen parecía sacada de “El baño del Papa”. —¿Querés ver el baño del Papa? Vení acá afuera— invita Rodolfo, un tipo que además presenta un interesante parecido con César Troncoso. —¡Acá lo tenés! —anuncia en el patio y muestra con orgullo un gabinete de bloques con techo de zinc, inodoro en el centro con cisterna, y una cortina plástica para garantizar privacidad al comensal.

    El sábado, Golovchenko armó más de cien pinchos en tres largas parrillas con chapas como braseros. Vendió todo. A $ 300 el pincho, fue una buena faena. Cientos de personas pasaron por su esquina, hasta el trasnoche con un grupo de fotógrafos del taller Aquelarre que llegaron para registrar la fiesta. El domingo puso el resto y tuvo que limitar la venta de tiques a la cantidad de carne que le quedaba.

    La otra vedette del improvisado restaurante ruso fue la sopa borsch, la mejor opción vegetariana de este menú rusificado. Una decena de verduras de la huerta típica pasan por el rayador y se combinan en la olla con el osobuco y la crema doble, con resultado extremadamente adictivo. El postre más popular es el piroj, una pastafrola de zapallo con masa tan deliciosa como indescifrable.

    El museo de “Martini Pregunta”.

    Nicolás Golovchenko, hijo del parrillero de los shashlik, es el dueño de Casa Blanca, el Museo de San Javier. Es la casa más antigua del pueblo, en la esquina de Lubkov y Artigas, el casco de la estancia de los Espalter, anterior a la llegada de los rusos. En 1999 Golovchenko, un políglota que habla seis idiomas, experto en humanidades varias y bibliotecólogo del liceo público, ganó el premio mayor de “Martini Pregunta”, contestando sobre mitología griega. Con los veinte mil dólares que embolsó, en 2006 compró la casa y le sobró dinero para su refacción, la cual aún no terminó. Tiene el mayor archivo de la historia de San Javier, incluidos los documentos de Lubkov y las crónicas de Alberto Zum Felde publicadas en “El Día” en la década de los 20 como “Impresiones de un viaje”. Máquinas de trabajo, herramientas, instrumentos musicales, monedas y billetes, filatelia, fotos y cartas personales, artículos de vajilla y utensilios varios conforman una colección que no para de crecer debido a las constantes donaciones que el museo recibe de los sanjavierinos.

    El anarquista del Cerro.

    El domingo de mañana, el trending topic en todas las veredas de San Javier era el baile realizado en el Club Juventud Unida, donde se registró la inédita cantidad de 1.500 asistentes. No faltaba nadie. Al mediodía, el Centro Cultural Máximo Gorki estaba repleto de comensales que concurrieron al tradicional almuerzo que tiene lugar todos los 27 de julio. Luego de la comida, se retiraron las mesas y actuó el coro de la sede montevideana del Gorki, seguido por una orquesta de balalaikas con una soberbia actuación del bajo lírico montevideano Nicolás Zecchi, quien repasó “Kalinka”, “Katiushka” y otros clásicos del folclore ruso. El broche final estuvo a cargo del ballet ruso “Kalinka”, elenco estable del Máximo Gorki, que repitió el despliegue de baile y atuendos mostrado en la tarde del sábado en el escenario central de la plaza.

    Valentina y su hija Sofía estaban felices. Se habían encontrado con varios familiares y se habían enterado de que no todos los rusos que vinieron eran seguidores de Lubkov. “Mi abuelo Esteban Antonoff era un perseguido del Zar, pero por anarquista. Participó de los primeros intentos revolucionarios de 1905 y de 1910. Estuvo en la revuelta del Puerto de Odessa, la del acorazado Potemkin, y llegó a San Javier en la segunda inmigración, la de 1914. Luego de unos años quedó viudo y por desavenencias con Lubkov emigró a Montevideo y se estableció en el Cerro, donde recibía y repartía un periódico anarquista”, contó. El relato es uno de tantos, pero la alegría de estas mujeres era extraordinaria.

    Vida Cultural
    2013-08-08T00:00:00