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En una habitación repleta de espejos, sillones y mesas de trabajo se encuentran tres mujeres. Dos son peluqueras rotundas, asertivas, dominantes, claramente de clase media. No son superestrellas del oficio, son competentes peluqueras de barrio. La otra mujer es modelo, sumisa, tímida, diminuta. Una de las peluqueras, mientras prepara en la cabeza de la modelo una verdadera torre de pelo, cuenta cómo su asistente murió en una explosión de peróxido que manejaba con descuido. El peróxido es peligroso, remarca la peluquera, y los asistentes son poco tolerantes a las explosiones. La modelo se asombra y asusta pero, como se verá más tarde, no aprende la lección.
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Velozmente nos enteramos de que están en la trastienda de un concurso de peluquería en alguna parte de Inglaterra, por eso la extravagante torre de pelo de la modelo y la peluca en la que trabaja la otra peluquera. Pero el concurso está suspendido por un imprevisto: uno de los participantes apareció muerto poco antes, con el cuero cabelludo arrancado. Las otras participantes, al menos las tres que llegamos a conocer, y media docena de modelos se preguntan quién es el asesino, pero más se preguntan si el concurso está arreglado, quién ganaría si se hubiera realizado y qué le va a pasar al organizador, el mismo peluquero retirado.
Así contada, la premisa de Medusa Deluxe (Inglaterra, 2022, escrita y dirigida por el debutante Thomas Hardiman) parece algo que se le podría haber ocurrido a Pedro Almodóvar en los años 80, una comedia exagerada, grotesca, repleta de ruleros, personajes alterados y explosiones de peróxido. Nada más lejos de la realidad: sacando su ambientación inusual y los barrocos e imposibles peinados que quedan a medio hacer, la película está interpretada con una semisequedad realista muy inglesa. Los personajes son un punto grotescos y pasados de rosca, pero apenas. Como si el borrador de una idea descartada de Almodóvar hubiera sido recogido y filmado por alguno de los directores de la corriente realista inglesa de los 60, el Free Cinema. Tony Richardson, tal vez. O Richard Lester.
Tampoco se trata exactamente de un whodunit, la variante por excelencia de la narrativa policial inglesa. Un whodunit es el clásico relato de misterio donde se comete un crimen (un asesinato casi siempre, por no decir siempre) y el resto de los personajes trata de averiguar quién es el autor, de ocultar su culpa o de evitar convertirse en la siguiente víctima. Los exponentes literarios del género tuvieron su cumbre en el período entre las dos guerras mundiales, con las novelas de Agatha Christie o los cuentos de G. K. Chesterton y centenares de imitaciones. Y tuvieron y tienen una larguísima tradición cinematográfica que llega hasta las recientes Knives Out y su continuación Glass Onion: A Knives Out Mystery (2019 y 2022, ambas dirigidas por Rian Johnson).
En Medusa Deluxe —que se exhibe en la plataforma Mubi y el sábado 10 y el domingo 11 en Cinemateca— están todos los elementos típicos del género, incluso se tiene la sensación de que en cualquier momento puede abrirse una puerta y entrar Hércules Poirot para develar el misterio. Pero todo el tinglado criminal es secundario, desangelado, poco desarrollado. No se sabe quién es el asesino, se sospecha de tal o de cual, hay un guardia de seguridad claramente drogado y amenazador que deambula por las instalaciones, pero más que de eso los personajes hablan de sí mismos, de sus rivalidades, del concurso y de las pequeñas mezquindades de un ambiente cerrado. La historia no avanza demasiado, las puntas policiales son tirando a mochas. De hecho, nunca se llega a ver al peluquero asesinado, salvo en un brevísimo momento, ya embolsado en una camilla (interpretado por un actor veterano llamado John Alan Roberts, en el papel más sencillo de su carrera, que podría haber sido actuado con similar o mayor histrionismo por un maniquí o dos almohadones grandes). Lo que ocurre es que donde su director eligió poner toda su energía creativa está en otro nivel, lejos de lo narrativo: Medusa Deluxe se presenta como una única (falsa) toma continua. Un ejercicio de virtuosismo donde la cámara nunca deja de registrar lo que pasa, siguiendo a uno u otro personaje entrando o saliendo de camerinos, recorriendo laberínticas y kafkianas series de pasillos y escaleras, yendo y viniendo a un estacionamiento en un movimiento ininterrumpido tan barroco y lleno de firuletes como los peinados del concurso.
Uncut
El plano secuencia es el logro máximo de la planificación del rodaje cinematográfico. Se trata de una sola toma extensa que acompaña la acción por un período de tiempo considerable, en lugar de registrarla mediante segmentos breves. El primer uso notable de la técnica fue en Sunrise: A Song of Two Humans de F. W. Murnau (1927). A medida que las cámaras se hicieron más livianas, estables y manejables, los planos secuencia se volvieron más extensos y espectaculares. Se los encuentra en grandes producciones como Touch of Evil de Orson Welles (1958), con grúas, tomas elevadas y movimientos diversos, o en películas baratísimas como Gun Crazy (1950, dir. Joseph H. Lewis), donde con el simplísimo recurso de poner la cámara en el asiento de atrás de un auto se consigue una espectacular toma corrida de la llegada a un pueblito, el asalto a un banco y el posterior escape. Tal vez el más impresionante plano secuencia del cine clásico (o sea, predigital) sea uno de los varios que aparecen en Soy Cuba (1964, dir. Mijaíl Kalatózov), donde la cámara filma a nivel del suelo el cortejo fúnebre de un estudiante asesinado, se sumerge en la multitud, trepa edificios, cruza la calle, se introduce en una factoría de cigarros y sale por una ventana elevada para volver a enfocar el cortejo. Cuatro minutos de maestría visual logrados con medios técnicos más similares a los de la película de Lewis que a la parafernalia hollywoodense con que contaba Welles.
Con cámaras digitales y otros chiches, realizar planos secuencia es actualmente muy sencillo, más un desafío de coordinación y coreografía que de destreza técnica. Pero, inventada la técnica, no pasó mucho para que una idea ambiciosa deslumbrara a varios directores. ¿Por qué no hacer un largometraje que transcurra en tiempo real, en una sola toma que registre toda la acción? El primero en plantearse el desafío fue Alfred Hitchcock, que tuvo que sortear un problema muy básico: las cámaras de la época solo podían cargar determinada cantidad de película. Lo resolvió terminando cada toma larguísima en un fondo neutro que pudiera empalmarse inadvertidamente con la siguiente, y así Rope (1948) se compone de 11 tomas que fingen ser un único plano. De hecho, la solución de Hitchcock es el método que se sigue usando al día de hoy en este tipo de películas, ocultando los empalmes de tomas con truquitos digitales.
Luego de Rope hubo varias películas que fingieron ser una sola toma continua, más grandilocuentes y espectaculares como Russian Ark (2002, dir. Aleksandr Sokúrov, que se supone está filmada realmente en una única toma) o 1917 (2019, dir. Sam Mendes, aunque en realidad no es una única falsa toma sino dos, separadas por un desmayo del protagonista). Hay producciones menos recargadas y más centradas en sus personajes, como Birdman (2014, dir. Alejandro González Iñárritu) o Boiling Point (2021, dir. Philip Barantini). Incluso hay un ejemplo local, La casa muda (2010, dir. Gustavo Hernández).
Y a esta lista ahora se suma Medusa Deluxe, que claramente y sin vergüenza es un producto para festivales. De hecho, se presentó a varios, pero solo ganó un premio en el British Independent Film Awards de 2022, y para sorpresa de nadie fue el premio a los mejores peinados. Ya el formato en que está filmada, el actualmente popular 4:3, elección favorita de los cineastas pretenciosos, es una declaración de intenciones. Lo mismo con ese empeño de la toma única, que lleva a la cámara a moverse sin parar, modificar el foco y recorrer incansable el incomprensible ambiente donde se desarrolla la acción. Hay que destacar que otro mérito de la película es una espléndida mezcla de sonido que permite mantener la atención donde debe estar, en ese entrevero de subidas, bajadas, volteretas y cambios de personaje.
Tal vez la historia no sea todo lo buena que podría haber sido, tal vez algunas actuaciones son magistrales y otras, medio pelo, tal vez el desenlace sea bastante intrascendente y tal vez toda la historia sufra en desmedro del floreo técnico (y tal vez, por simpático que quede, es difícil de explicar el motivo, la razón o la circunstancia que llevan a que el film cierre con un número de baile de todos sus protagonistas al son de música disco). Pero ya en la lista de lo sin tal vez ese floreo es un esfuerzo tan pretencioso como notable, las imágenes son tan hermosas como triviales, la inmersión en ese plano interminable que arrastra al espectador de un lado a otro es absoluta y todo eso hace que valga la pena ver la película, aunque no se esté ante una obra maestra de guion o narrativa.