Mentime que me gusta

Como Jacobo en Whisky, pero sin más complicidad que él mismo, el Gordo recurre a la mentira, a cierta puesta en escena para mantener una imagen frente a Virginia, que se le instala el fin de semana en el apartamento. Simula reuniones y visitas de trabajo, recrea una vida que ya no existe. Aunque de a poco la realidad empieza a imponerse. Para ambos. Lo que se hereda no se roba: el Gordo no es el único que miente. Pequeñas mentiras se acumulan, llenan huecos, conforman una trama. Entre los pliegues de esa trama anidan las verdades de los personajes, seres insatisfechos que quieren algo más de la vida, de sí mismos y de los otros. Si la realidad no les ofrece eso que quieren, entonces la ficción, siempre más vigorosa y a la vez amortiguadora que la realidad, se lo dará. Entonces viven la ilusión de que tienen algún control. Algo similar a lo que le ocurría al personaje de Humberto de Vargas en 3. Entre escenas donde lo falso y lo verdadero generan tensión y humor, Las toninas van al Este aborda los engaños que se dan entre las personas, e incluso las mentiras que se cuentan a sí mismas. Virginia le miente a su esposo (impecable interpretación de Delgado) diciendo por teléfono que está en un lugar mientras está en otro, se toma selfies sonrientes en puntos clave del balneario para mostrar en su trabajo —y seguramente para subir a Facebook—, y se vuelve cómplice de su padre.

Perrotta, como es usual, desaparece detrás de su criatura, del mismo modo que Delgado, de barba y anteojos, compone al marido con emociones contenidas. La interpretación de ese gran director de actores que es Denevi, en cambio, produce un ruido extraño. La imagen de ese hombre inmenso de piernas largas, con esos lentes de marcos de colores y esa bata animal print, es estupenda, aunque el tono de la actuación —teatral, poco natural— parece de una película de otra época, de aquella en la que los actores de teatro todavía no se adaptaban a las cámaras de cine.