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    Mentira y verdad, decadencia y lucidez

    ¿Por qué hacemos lo que hacemos? ¿Para qué estamos arriba del escenario? ¿Vale la pena hacer esto o mejor nos quedamos en casa? Termina el espectáculo y las preguntas quedan flotando en el aire. Jorge Esmoris lo ha hecho de nuevo. El tipo sabe hacerte reír y dejarte masticando durante horas, días. En plena pandemia estrenó Recuerdos de Niza, una pieza teatral introspectiva, en la que tres artesanos del carnaval recluidos en su taller añoraban un mundo que ya no existía más. Con el encierro bien atrás el Flaco vuelve por sus fueros y construye un musical al mejor estilo de la vieja BCG. El viernes 17 estrenó en el Auditorio Nelly Goitiño Una noche en el tablado, espectáculo por él escrito y dirigido, en el que 17 intérpretes (entre actores y músicos) provocan una gran colisión de géneros, estéticas y emociones sobre el escenario.

    A lo largo de sus más de 40 años de trayectoria, Esmoris viene esculpiendo un lenguaje fronterizo entre sus dos mundos: es el principal puente estético y conceptual entre el teatro y el carnaval. No es murga al estilo clásico, no es un musical al estilo clásico, no es teatro del absurdo, aunque se le acerca mucho. Los géneros que toca la banda atraviesan un amplio espectro de la música popular, los personajes son esquemas arquetípicos, puras caricaturas, algunos están asignados a un actor, otros saltan entre los intérpretes.

    Algo similar sucede con el público. Los carnavaleros lo miran con recelo, incluso hay quienes lo consideran un desertor. Del otro lado, los teatristas no suelen tenerlo en cuenta en esa entelequia dada en llamar “la escena”. Poco parece importarle a este orejano bajo los focos, que no usa redes y que solo habla con su público en los confines de una sala teatral.

    La estructura de Una noche en el tablado es similar a la de un típico espectáculo de murga: hay algo parecido a una presentación, algo similar a un popurrí, un segmento central con varias escenas asimilables al característico cuplé, y un espiral de frenesí final que desemboca en una especie de retirada. Pero en lo conceptual es muy diferente a un típico número de tablado. Porque aparece toda la teatralidad, la transgresión, la intertextualidad y el humor absurdo que Esmoris ha impreso como su sello personal. Su obra se resumenen la reivindicación del carnaval como un espacio de subversión de lo establecido en un marco de libertad absoluta, lo cual a su entender es imposible de encorsetar en un formato protocolizado por un reglamento de un concurso transformado en un producto televisivo por encima de una pieza de arte.

    En este Tablado de las Maravillas (así reza el cartel) habita un presentador llamado Orestes Popi Manfredi que, como buen dueño del circo, ha acomodado a toda su familia en los roles principales del espectáculo (también regentea una academia con el mismo apellido). En este refinado entretejido de influencias aparecen y se esfuman, como ráfagas de flash, citas a mundos estéticos como el circo criollo, las chirigotas de Cádiz, las troupes de la primera mitad del siglo XX, las orquestas tangueras, las big band de jazz, el recitado gauchesco, el cine mudo, las bandas sonoras publicitarias de la radio y la televisión, la murga argentina (prototipo del canto de hinchadas futboleras), la salsa caribeña, y por supuesto, la murga y el candombe, que lógicamente tienen su lugar. El humor llega en varias ocasiones a ser metamusical al mejor estilo Les Luthiers.

    El tablado como plataforma de los artistas populares es el centro de gravedad. No solo de lo que asociamos contemporáneamente al carnaval sin a un crisol de expresiones que tienen que ver más con lo circense. “No se trata de una traslación mecánica del carnaval; bucea en la memoria colectiva, los sonidos populares transmitidos de generación en generación”, se explica en el texto promocional. El sonido popular, ese es su Norte. Así describe a quienes orbitan en torno a este tablado: “El comediante que no sabe que es comediante, el humorista que no sabe que es humorista. El tipo que tiene la salida clásica, la repentización, la ironía y la acidez a flor de piel. Que no se las sabe todas pero que vivió mucho y, por eso, habla desde un lugar que ya ni juzga, solo se limita a reírse de ellas y punto”.

    Esmoris define su lenguaje como una “dramaturgia carnavalera y festiva”. Así, transita por temáticas que el carnaval suele despreciar, como el imaginario de intelectuales, autores clásicos, pensadores y filósofos de todos los tiempos. Platón, Sócrates, Nietzsche y Shopenhauer conviven con invenciones delirantes como El Niño Maravilla, un infante insoportablemente superinformado (gran trabajo de Néstor Guzzini, el gran reservorio de comicidad del elenco), y varias escenas paródicas de la atmósfera del tablado, como el clásico e infaltable bingo.

    Circulan por allí un músico alemán llamado Bertolt Brant, radicado en Montevideo, que ha aprendido el “bien de bien” como respuesta comodín; un cantor de tango “de los cien barrios privados”; una comparsa de candombe integrada solo por tocadores de raza blanca, que tocan muy prolijo pero sin ninguna gracia, que cantan con una literalidad plena de lugares comunes, y bailan del modo más duro posible; un taller de arte llamado “Crear y reventar”; unos zapateadores que no aguantan más de cansancio y siguen bailando un malambo que dice: Malambo de la existencia / No vengas con alegrías que naciste de la tristeza; un grupo de payasos llamados Los Mártires del Entretenimiento, que llevan al plano literal piezas del refranero popular como “mi abuelita tenía un biombo” y “andá a cantarle a Magoya”. Señoras y señores: con ustedes, el señor Magoya.

    Uno de los personajes más llamativos es El Hombre Araña, pero el montevideano, ese habitante del Parque Rodó que aquí es el abanderado de un descacharrante pacifismo tan radical como surrealista, a través de varios absurdos llamados a la reflexión que interrumpen los clímax escénicos.

    Y por supuesto, hay murga: La Sin Pelos En La Lengua, que lanza una estupenda parodia a la murga tradicional, con un cupletero, que en realidad es un oceanógrafo sin trabajo a quien no le gusta mucho la murga pero sale en carnaval para hacer unos mangos y termina frustrado por la pregunta del Niño Maravilla: “¿Qué es la economía, Mamá?”. También hay lugar para una desopilante parodia a la veneración de lo indígena con (otra vez el humor musical) la melodía del tema Y.M.C.A., de Village People.

    La banda, como siempre con arreglos y dirección de Gonzalo Durán, está integrada por guitarra, bajo eléctrico, percusión, batería, saxofón, acordeón, flauta y clarinete. El coro armoniza en claves variadas, entre ellas la murguera, pero la predominante es la del musical teatral convencional. Las canciones son protagonistas (los pasajes hablados son una pequeña fracción de los 90 minutos) y los arreglos corales son omnipresentes. El vestuario es típicamente uruguayo: el presentador, de traje marrón, corbata que desentona, mocasines y medias de rombos a la vista en todo momento. Los integrantes del elenco visten pantalón oscuro y musculosa blanca, esa que se usa bajo la camisa.

    Hay mucha data y el ritmo es irrefrenable. Esto, que a todas luces resulta virtuoso, también puede ser abrumador. Quizá la densidad conceptual del texto resulte excesiva para quienes no están interesados en el ejercicio de recibir el estímulo, procesarlo e intentar resolver el acertijo del doble sentido o de la metáfora. Lo interesante es que Una noche en el tablado también puede funcionar para quienes buscar un entretenimiento más liviano o pasatista. Porque vamos, la pavada y el golpe y porrazo, cuando están bien hechos, son la célula madre del humor. Y aquí ese juego simple y directo está servido en todo momento. Un juego de damas entrelazado con un ajedrez, en el mismo tablero de blancas y negras. También aparece un guiño a Recuerdos de Niza, en una escena protagonizada por Américo y Lucien, los fabricantes de cabezudos de aquella obra. Una guiñada al público más fiel.

    Otra virtud de la poética de Esmoris es que está en las antípodas de ser una expresión nostálgica. La alegría, la fiesta, el desparpajo y la irreverencia que sus elencos practican en el escenario es una expresión popular demasiado poderosa como para reducirse a una pieza de museo. La mejor prueba es el desfile espontáneo, tras los tambores, que se arma en la vereda por 18 de Julio al final de la función.

    “Dejemos el existencialismo para los existencialistas, si es que alguno queda en pie. Mejor vamos a lo nuestro, y lo nuestro tiene una palabra: bingo”, anuncia Manfredi, en una muestra perfecta de ese recurso que Esmoris domina con maestría: arma su escaparate de referencias filosóficas y literarias y acto seguido lo derriba para que nadie quede fuera. “Se desarma la pachanga, ya se agota la chacota” es una línea ideal para cerrar esta oda al surrealismo popular, cuyas funciones van de viernes a domingos, hasta el 19 de marzo.

    Carnaval, sigue siendo lo que es / Decadencia y lucidez / La mentira y la verdad / La esperanza y la crueldad, canta el coro, termina el espectáculo y quedan flotando en el aire las mismas preguntas de siempre.