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La primera hora de película es altamente seductora por aquello de la singularidad elegida para la unidad tiempo-espacio: todo ocurre dentro de una limusina que se traslada a paso de caminante por Manhattan. El tránsito está congestionado debido a que el presidente de los Estados Unidos de Norteamérica se encuentra en la ciudad: hay manifestaciones, embotellamientos, follón en las calles. La ciudad se cuela lentamente a través de los vidrios blindados del pomposo y alargado vehículo, que es una gran habitación amniótica con todo lo necesario: pantallas de alta definición, bar, sillones de cuero donde se puede dormir eternamente. Afuera, la realidad bullente, ingrata, nunca da el brazo a torcer con sus mendigos, lluvia, sujetos amenazantes, azar e incertidumbre. Adentro, el multimillonario de 28 años Eric Packer (Robert Pattinson), calefaccionado, acicalado, agraciado sexualmente, ha decidido cortarse el pelo en su peluquería de siempre, adonde no se puede llegar debido al atolladero de autos.
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El viaje, porque así lo quiso Don DeLillo, el escritor que se encuentra detrás de esta historia, es metafísico. Y semejante propuesta le viene al pelo al director canadiense David Cronenberg, a quien le encanta moverse en cuerdas supranaturalistas e inquietantes y ha dado soberbios ejemplos al respecto, como “Cuerpos invadidos”, “Pacto de amor”, “La mosca”, “El almuerzo desnudo”, “Crash” y “eXistenZ”. Así, la burbuja autosuficiente de la limusina es visitada por una asesora financiera o por una amante del millonario. Los personajes hablan o especulan sobre la vida y la velocidad de sus existencias al ritmo de la suave e insonora limusina, mientras un guardaespaldas, cada vez que la nave se detiene, comunica al magnate a través de la ventanilla cosas más terrenales como que tal o cual calle siguen cortadas y se demorará más tiempo en llegar a la peluquería.
Todo el asunto se desenvuelve con imágenes sugerentes y claustrofóbicas. Hay diálogos eficaces —y también pretenciosos— y el espectador tiene la sensación no de moverse en una limusina sino de hacerlo en una nave espacial sobreprotegida, a prueba de misiles. Bueno, la propia limusina y la misma ciudad de Nueva York ya tienen algo galáctico, al menos para los ciudadanos comunes.
El problema es que semejante clima metafísico resulta difícil de mantener, incluso para un multimillonario. La realidad siempre nos alcanza y nos supera. Apenas el señor Packer pone los pies fuera de la limusina y se quita la pelusilla del ombligo, los millones de dólares entran en el terreno de la relatividad. Además, este nuevo yuppi parece bastante alterado, y salir de la cáscara implica un desafío a su mundo sellado.
Y en este plano también comienzan los problemas de Cronenberg. En la última media hora, a medida que entra más aire, se producen mellas en la burbuja metafísica y se suceden averías en la indestructible carrocería de la limusina y en el argumento. El asunto termina desfigurado por completo cuando interviene Paul Giamatti, un magnífico actor, aquí de relleno, fuera de lugar, en off side y en una larguísima y soporífera escena. Un desajuste de proporciones y de engranajes que no son compatibles. Un problema que no hubiésemos querido ver nunca en Cronenberg.
“Cosmópolis” (“Cosmopolis”). Canadá-Francia-Portugal-Italia, 2012. Dirección: David Cronenberg. Guión: D. Cronenberg, sobre novela de Don DeLillo. Con Robert Pattinson, Sarah Gadon, Paul Giamatti, Juliette Binoche, Samantha Morton. Duración: 109 minutos.