Es el siglo IV a.C. en Atenas. Hay que imaginarse al maestro de unos 49 años caminando por el Liceo, rodeado de un grupo de discípulos que lo escuchan atentos. Él les puede estar enseñando sobre biología, física o metafísica. Pero seguramente les está hablando de ciencia y de arte, conceptos que para él están asociados. Y mientras les enseña cómo debe estar compuesto un drama y las técnicas para atraer a la audiencia, ellos se dejan persuadir, porque él es Aristóteles, el maestro en el arte de la persuasión.
Aunque aprendió y enseñó principalmente en Atenas, Aristóteles era un foráneo en aquella ciudad. Había nacido en Estagira, Macedonia, en el 384 a.C., y había llegado a Atenas con 17 años para integrar la Academia de Platón, donde permaneció durante dos décadas. Pero en épocas de predominio militar de Macedonia sobre ciudades griegas, ser allí un macedonio era una situación incómoda.
Él, como tantos otros filósofos, era un “extranjero”, y tal vez esta condición influyó para que no pudiera continuar con la Academia luego de la muerte de Platón, que quedó en manos de uno de sus sobrinos. Fue entonces que abandonó Atenas e inició un periplo por varias ciudades hasta volver a su tierra, donde se encargó de la educación de Alejandro, hijo de Filipo de Macedonia.
Cuando su discípulo se convirtió en Alejandro Magno, regresó a Atenas y fundó el Liceo, una escuela “peripatética”, en la que enseñaba paseando, y que fue un centro de difusión del conocimiento y de investigación para filósofos y científicos de diversas escuelas. Todos ellos venían de distintas ciudades y tenían una curiosidad intelectual amplia, y encontraron en Atenas el lugar ideal, lo más parecido a una cosmópolis moderna.
Aristóteles fue un autor fecundo al que le interesaban una variedad de temas relacionados con la ciencia empírica, más que con las ciencias platónicas como la matemática o la música. Sus investigaciones abarcaron también la biología, la medicina (que había sido la ciencia de su padre), la física, la botánica, la zoología. Se piensa que escribió 130 obras, aunque solo sobrevivieron unas 35.
Algunos de sus escritos los elaboró para ser publicados, y en general son los que tienen el estilo de los diálogos platónicos. Pero gran parte de su obra la pensó para ser escuchada, porque fueron sus notas de clase. Entre estos escritos se encuentran dos que son tal vez los que más han trascendido: “La poética”, que se refiere a cómo debe estar compuesta una obra dramática para mantener el interés constante del espectador, y La retórica, sobre “la facultad de hallar en cada caso lo adecuado para producir persuasión”.
En ambas obras se nota su naturaleza oral y fragmentaria, y a veces el “zurcido” que otros hicieron para publicarlas. Cuando murió Aristóteles (Calcis, en el 322 a.C.), el manuscrito de La retórica pasó de mano en mano entre sus discípulos y luego quedó por largo tiempo abandonado. Cuando lo rescataron en muy malas condiciones, llegó a Roma y algunos filósofos lo editaron para su publicación y le agregaron comentarios en las partes que no estaban claras.
Manual del sentido común
En La retórica se unen la vertiente platónica y la empírica de Aristóteles. Como platónico consideraba a la retórica semejante a la dialéctica, la ciencia que controla la lógica de los argumentos. Pero también pensaba que las ideas no estaban en otro mundo, sino en este, el terrenal, y que con la retórica el orador se podía ganar el aplauso del auditorio, lo que era un razonamiento de los viejos sofistas.
En los tres libros que integran La retórica, Aristóteles se enfoca en el orador, en el oyente y en el discurso. En el primero define a la disciplina como una “téchne”, un arte sujeto a reglas que se pueden enseñar y aprender y que tienen como finalidad convencer al otro. También la vincula con la oratoria de los políticos, con la dialéctica y con el sistema democrático: “Resulta evidente que la oratoria no se podía aislar de un régimen social y político determinado. Y también resulta evidente que el régimen más favorable no era la aristocracia ni la oligarquía, sino la democracia. No es, pues, mera casualidad que el arte retórica naciera con la muerte de la tiranía y del régimen aristócrata y oligárquico”.
Tal vez Aristóteles fue el creador de lo que hoy llamamos “sentido común”, y eso surge al leer algunas de sus explicaciones de por qué hay que dominar el arte de la retórica, entre ellas, para llegar a la gente común con un discurso comprensible y para que los hombres “de conducta ética” no puedan ser derrotados en tribunales y asambleas. “El mal necesita solo de un pretexto”, explica el filósofo, por eso el hombre se tiene que defender no solo con su propio cuerpo, sino también con la palabra.
El libro segundo se ocupa de la relación entre el público y el orador. Allí Aristóteles analiza las pasiones que pueden mover tanto a quien habla como a quien escucha. Consciente de que los oradores “recurren a la falsía en aquellas cosas sobre las que hablan o deliberan”, considera que deben tener tres cualidades para ser “dignos de crédito”: la prudencia, la virtud y la benevolencia. Y también advierte que los oyentes son “jueces”, y que por eso a veces integran una audiencia que puede estar sumida en el odio, en la alegría o en la tristeza.
Dígalo sencillo, pero que brille
La cualidad esencial de un buen orador es la claridad y también su habilidad para valerse de la voz en cada estado pasional: “Cuándo debe ser intensa, cuándo débil, cuándo mediana, y cómo hay que servirse de los tonos (...) y de qué ritmos para cada caso”. Sobre la forma en el discurso trata el libro tercero de La retórica, un verdadero manual de estilo, también aplicable a la escritura.
“El estilo de la oratoria deliberativa se parece enteramente a la pintura de luces y sombras o de apariencias; porque cuanto mayor sea la multitud, la visión es más lejana y por eso los pormenores parecen más superfluos”, explica Aristóteles, un hombre que sabía muy bien sobre el efecto de las puestas en escena.
Para lograr estas “luces y sombras”, el estilo debe ser sencillo, pero también estar dotado de algunos giros inesperados y de “enigmas”. Es decir, el buen estilo debe ser entendible, pero también debe brillar y sorprender. Y la metáfora es para Aristóteles la figura que posee “la claridad, lo agradable y el giro extraño”. En esta parte de La retórica, Aristóteles recurre a ejemplos de su propia “Poética”, y también a la obra de autores como Eurípides u Homero: “Cuando se dice que Aquiles ‘saltó como un león’, es una imagen; pero cuando se dice ‘saltó el león’ es una metáfora”, explica recurriendo a “La Ilíada”. Y elige citas precisas y muy bellas para ilustrar, por ejemplo, el uso de una buena analogía, como una de Pericles: “La juventud muerta en la guerra había desaparecido de la ciudad, como si alguien hubiera quitado del año la primavera”.
Aristóteles debía ser un maestro entretenido, de esos que saben manejar la ironía. Y cuando explica lo que no se debe usar en el estilo, toma ejemplos de sus contemporáneos, a los que deja bastante en ridículo, y uno puede imaginarse las risas de sus discípulos al escucharlo.
Para explicar la “frialdad” del estilo, habla del uso de los malos “epítetos” (adjetivos), los que son “largos, inoportunos, frecuentes en demasía”: “Por eso los epítetos de Alcidamas parecen fríos, porque se sirve de ellos no como aliño, sino como de manjar, así son de frecuentes, exagerados y obvios; por ejemplo, no dice ‘sudor’ sino ‘húmedo sudor’, ni ‘ir a los juegos ístmicos’, sino a la ‘solemne concentración de los juegos ístmicos’ (...) Por eso los que hablan poéticamente con esta inadecuación, prestan a sus obras ridiculez y frialdad, y oscuridad a causa de su palabrería”.
En La retórica no hay alusión a la situación política de Atenas, pero queda claro que Aristóteles estaba bien atento al lenguaje de sus políticos y de quienes impartían la justicia. Hacia ellos van dirigidos sus principales dardos cuando habla de las fallas del estilo. Por eso recomienda a sus estudiantes “no servirse de palabras ambivalentes a no ser que se busque lo contrario a la claridad, cosa que se hace cuando no se tiene qué decir, pero se finge decir algo; porque los que así hacen dicen estas cosas en estilo poético, como por ejemplo, Empédocles, ya que el circunloquio, al ser abundante, deslumbra, y a los oyentes les ocurre lo que a la gente respecto de los adivinos, que cuando dicen cosas ambiguas, les dicen que sí con la cabeza”. Aquí, seguramente, sus estudiantes largaron una risotada.
La retórica tiene algunas reiteraciones y frases inconexas, tal vez por su condición de notas para ser escuchadas, pero en conjunto es un brillante manual no solo sobre los procesos que llevan a la persuasión, sino sobre las emociones humanas. Ideal para volver a él en los tiempos electorales que se avecinan.