—¡Tete, qué pianista! —dice—. Tú sabes que había un percusionista locazo en mi banda, Sammy Figueroa, gran músico pero un tipo realmente loco. Cuando le presentamos a Tete, no tiene mejor idea que decir: “¡Anda, pero si este parece el presidente del sindicato de los bufarrones!”.
Paquito se desternilla de la risa con su propia anécdota, tanto que se balancea en la silla y parece probar la resistencia del respaldo. E imita a Tete, que era ciego, con un gesto de la mano derecha, tocándose repetidamente la nariz ante el bromazo: “¿Quién es, quién es?, decía Tete buscando la voz del bromista”. Y siguen sus carcajadas, que son contagiosas.
Durante el festival y después, en el restaurante de El Sosiego, charlamos de jazz, claro, pero la entrevista la acordamos en el Hotel del Lago, donde se hospedan los músicos. Ha pasado la hora del almuerzo y Paquito me espera en una mesa al aire libre, cerca de la piscina, con un pantalón blanco completamente manchado de vino. Sobre la mesa también hay vino, y en el piso. “Fue una de las patas de la mesa que ha hecho volcar todo”, aclara ante el espectáculo poco presentable. Se seca al sol unos segundos, hay un buen sol, y luego vamos hacia unas mesas más lejanas, bajo los pinos, donde se supone que está más tranquilo. Error, estamos cerca del bar de la piscina, y el barman ha puesto la música a un considerable volumen. “Ahora estamos escuchando a Ray Charles, antes era Janis Joplin”, dice orgulloso el barman. Luego se aproxima a nuestra mesa y le dice a Paquito: “Mire que apareció su sombrero, sí, lo tienen en recepción”. Le pedimos que baje la música y accede.
—De niño también me gustaba jugar —recuerda D’Rivera—. Pero jugaba con mi instrumento. Era feliz haciendo música.
Ahora tiene 66 años y nada ha cambiado desde que su padre, un director de orquesta, lo inició en el arte de los sonidos. Hablamos de la emblemática banda cubana Irakere, que también tenía a Chucho Valdés y a Arturo Sandoval, entre otras estrellas. Hablamos de la mayor limpieza que existe en estos días en el mundo del jazz, sin heroína, con drogas muy moderadas y casi sin tabaco. Paquito odia que fumen a su lado. Si prendés un cigarro cerca suyo, aunque sea al aire libre, se levanta y se va. También hablamos del trompetista Alfredo “Chocolate” Armenteros. “Ese es un bohemio del carajo”, dice Paquito. “Es un negro tremendo, ahora creo que se casó. Se fue de Cuba en 1957, tenía un contrato con Machito en Nueva York. Y se fue y nunca más regresó. Y sigue trabajando hasta hoy, aunque él dice que no trabaja: toca la trompeta”.
El productor Bruce Dunvall y el trompetista Dizzy Gillespie, padrino de tantos músicos, le dieron trabajo a Paquito cuando este arribó a Nueva York en octubre de 1980. En una de sus tantas actuaciones, en el Seventh Avenue South, un club de jazz de los hermanos Randy y Michael Brecker en el downtown de Manhattan, conoció a su actual mujer, Brenda Feliciano, con quien vive en Nueva Jersey, en una casa donde es habitual recibir amigos y hacer jam sessions.
—¿Y no se quejan los vecinos?
—Nooo, son unos vecinos fenómenos, además los invito a la fiesta, porque viene con comida buena también, camarones enchilados y frijoles negros con arroz. Es que Brenda cocina muy bien, hace unas patas de cerdo al ajillo que son tremendas. Y tocamos cualquier tipo de música.
Le pregunto por su libro “Mi vida saxual” (Seix Barral) y por el extraño Ramón “Mongo” Castro, el hermano mayor de Fidel y Raúl, muy poco conocido. “Era muy parecido de aspecto a Fidel, pero nunca se metía en política. Tenía un proyecto agrícola que funcionaba muy bien, por eso a sus hermanos no les gustaba. Todo lo que él hacía funcionaba bien, pero no contaba con sus hermanos para nada. Y lo dejaron, no se metieron con él. Me acuerdo que nosotros le decíamos: ‘Mongo, Ud. es igualito a Fidel’. Y él respondía, molesto: ‘No, no: Fidel es igualito a mí’. Debe haber muerto, supongo yo”. Consulto la bendita Wikipedia y constato, según ese sitio, que el hombre, nacido en 1924, todavía vive.
Y le pregunto por el festival de Jazz, claro.
—Es un un emprendimiento muy sui géneris. Primero, lo organiza un hombre, Francisco Yobino, que era dueño de una vaquería, un hombre de negocios que se supone que no tiene nada que ver con el jazz. Es un sitio único, en el medio del campo. Francisco es un tipo admirable. ¿Algo parecido en otra parte del mundo? No creo. Yo toqué en un festival en la Toscana, un lugar divino, pero era de música de cámara, no de jazz. Todos los músicos que vienen a este festival se quedan encantados, además está muy bien organizado, cosa que no es común en Latinoamérica.
—¿Qué se le dio por tocar el barítono?
—Fue idea de Gary Smulyan hacer un encuentro de barítonos, pero al final él no pudo venir, aunque mandó a Frank Basile, que es muy bueno. La verdad es que este barítono lo tengo hace muchos años pero no lo había tocado nunca en público. No sé bien por qué lo compré. Me gusta como suena.
Hablando de instrumentos, Paquito todavía se lamenta de no haber comprado un saxo alto que perteneció a Johnny Hodges, uno de sus grandes héroes. Le pidieron 300 dólares y no se animó. Ahora está arrepentido.
—En realidad, siempre amé el violonchelo, desde niño. Uno de mis primeros compañeritos en el conservatorio de música era un violonchelista. Me gustaba mucho ese sonido. En cambio, nunca me ha gustado el sonido del violín. Por eso hice ese trío con Alon Yavnai en piano y Mark Summer en cello (“The Jazz Chamber Trio”, Chesky Records, 2005).
—¿Cuál es el desafío de tocar un día más?
—A veces uno dice: voy a descansar. Pero cuando estás descansando, te aburres. Y yo me aburro de descansar. A veces estoy desesperado y mi mujer me dice: ‘Siéntate tranquilo ahí. No hagas nada’. Pero para mí es muy difícil no hacer nada.
—¿Ha tocado sin ganas?
—Alguna vez sí, pero muy poco. Es una buena pregunta. Una vez en Cuzco, porque eso está muy alto. Para mí, la pesadilla termina cuando comienza la música, pero esa vez fue terrible. No podía soplar el clarinete. Fue una de las poquísimas veces en mi vida que dije: “Coño, cuándo se va a acabar esta mielda” (y acentúa la ele).
—¿Cree que el público se da cuenta cuando un músico no tiene ganas de tocar?
—No creo. Es una actitud profesional, como cuando un médico debe operar a un tipo del corazón sin ganas. Lo nuestro es igual. Una vez me dijo un músico veterano, de conservatorio: “Ud. es un profesional. No porque Ud. no esté inspirado va a escribir una obra mala. La mayoría de las veces yo no estoy inspirado, pero me están pagando para hacer este trabajo”. Uno tiene una serie de técnicas: cuando está inspirado, lo que sale es más rápido y fácil. Es que tú sabes cómo se hace la cosa. Desde entonces, mi ánimo para componer ha mejorado muchísimo. Si no se me ocurre nada, me digo: “Sí se te ocurre, siéntate y trata”. Una composición es una frase desarrollada. También tienes ramalazos: a veces te sale una frase estupenda y luego se te olvida, y eso es muy frustrante.
—¿Sueña con música?
—Por supuesto. Hubo un tiempo en que dormía con un grabador al lado. Me despertaba y le decía cosas al grabador. Le cantaba ideas al aparato, y al día siguiente las trabajaba. Claro, una vez le canté a la máquina y al otro día resultó que era “Saint Louis Blues”. Y otra vez le canté “Muñequita linda” (canta y se ríe al mismo tiempo). Bueno, a veces también me salen cosas originales, como cuando escribí “Chic”, dedicada a Corea.
—¿Se puede buscar la originalidad?
—No. Tú te cuelgas de los pies de ese travesaño y te pones a tocar. ¿Eso es original? ¿Por qué mierda va a ser original? Uno de los músicos más originales que he conocido en mi vida fue Tito Puente, y nunca buscó la originalidad. Tocaba dos palazos en el timbal, un instrumento limitadísimo, y ya sabías que era él. Y Tito me dijo que lo único que quería hacer era complacer a Machito, que era su ídolo. Claudio Roditi me dijo otra vez: “Toca lo que te gusta; te gusta imitar a alguien, imítalo”. Y Claudio es uno de los trompetistas más originales que hay, y sale de Lee Morgan.
—A mí me gusta más que Lee Morgan...
—¡A mí también!
—Pasemos a los altos. ¿Cuáles son sus preferidos?
—Paul Desmond y Cannonball Adderley... y Lee Konitz hace años, cuando andaba con Lenny Tristano. Eso es otra cosa.
—¿Es posible dejar de tocar por falta de ganas?
—Hay gente que ha llegado a ese extremo. Monk paró, bueno, también se volvió loco. Pannonica, la baronesa del jazz, había comprado un piano en su casa y se lo dejaba abierto, para ver si Monk volvía a tocar, aunque fuese una tecla, ¡boing! y ni eso ocurrió. Paró definitivamente. Mira, esto lo voy a decir porque él lo dijo, y me refiero a Gato Barbieri: una vez dijo que tocaba solo cuando tenía que hacerlo. Para mí, eso es una cosa tristísima. Y Gato tiene ese sonido privilegiado, como el alarido de un elefante. Pero parece que le da lo mismo.
Paquito participó en un disco de Ástor Piazzolla, “The Rough Dancer and the Cyclical Night” (Nonesuch, 2000), aunque nunca lo conoció. Debía grabar una parte, fue y lo hizo, pero el bandoneonista no estaba en ese momento en el estudio. Era una pieza dedicada a él. De todos modos, no le pareció una buena experiencia. Y tampoco le gusta “Reunión cumbre”, de Piazzolla con Gerry Mulligan.
—Nunca entendí ese disco. ¿Para qué tener un improvisador? Eso fue una huevonada de Piazzolla, una descortesía. Podía haber abierto un espacio para que Mulligan, un gran improvisador, dijera algo personal, pero esas notas... ¡no jodas! Fue una payasada de Piazzolla, una piazzollada (más risas).
—¿Le gustaría volver a Cuba?
—Claro que me gustaría regresar, pero esa gente que está ahí no quiere irse.
—Parecería que los aires están menos rígidos...
—Mira, es como un carro al que se le pincha un goma. Y luego el carburador. Y luego se le joden la bielas. Ellos culpan de todo lo que ocurre en Cuba al embargo. Pero el problema son ellos. Estuve en Alemania Oriental con Dizzy cuando cayó el muro en 1989. Era horrible todo. Y yo pregunto: ¿alguien había embargado a Alemania Oriental?
—Y con Chucho, ¿habla de la situación política en Cuba?
—Algunas veces. Una vez me contestó desde un mail que no era el suyo. Y me dijo: “Es muy fácil hacerte el guapo desde lejos, pero ¿por qué no lo haces aquí?”. Y me puso: “Tú sabes muy bien por qué no firmo” (risas). Me quedé callado y nunca más me metí con él. Tenía razón.
—Warne Marsh y Elvin Jones murieron tocando en el escenario. ¿Alguna vez pensó que eso le podría ocurrir?
—¡Es lo que me gustaría!