—¿Cómo te sentís ahora, en la antesala de mostrar La teoría de los vidrios rotos?
—Estoy muy contento por poder estrenar. Soy muy organizado y estructurado y haber pateado el lanzamiento fue cansador para poder encarar otras ideas con fuerza. Estrenar no es cualquier cosa, es algo a lo que tenés que ponerle el cuerpo. La promoción es parte del trabajo y me gusta hacerlo. Hasta en el último esfuerzo estoy poniéndole cariño.
—¿Eso te diferencia de otros directores que sienten gran parte de la labor completa una vez cerrada la película?
—Otros colegas son más reacios a la idea de acompañar la película en su estreno. Cada uno tiene sus formas y estrategias. Capaz, en mi caso, es porque tengo la dualidad de ser productor también. Durante estos meses previos vi mucho, mientras dibujaba, al filósofo (Slavoj) Žižek. Él decía que la felicidad no está cuando lográs cosas sino en los instantes previos a lograrlas, cuando sabés que estás llegando a la meta. Me di cuenta de que es cierto. La realidad es siempre más terrenal que lo que uno espera que suceda. Cuando la película estaba terminada y se iba a estrenar originalmente en 2020, ese fue el momento de mayor felicidad porque todo era posible.
—De todas formas, ahora llegás a un escenario más favorable para las salas de cine, con un aforo mayor.
—Es una comedia y pide público. Lo que tengo más ganas es entrar a una sala a verla con público, porque lo bueno de ser director es que nadie te conoce. Es lo más lindo pero jugado porque el miedo siempre está y estamos grandes para hacernos los valientes. Sobre todo cuando decís “voy a hacer una comedia” y no una comedia dramática. Al decir comedia tiene que, por lo menos, divertir. Te confieso que para mí, el hecho de que a Rodolfo Santullo (guionista) le gustara, fue el ancla que buscaba.
—¿Por qué?
—Quería alguien que me ayudara a que estuviera el género del misterio y que yo pudiera llevarlo hacia otros costados. Leí un libro de Santullo, El último adiós, me encantó y quise contactarlo. Para mí fue muy bueno poder trabajar el guion con alguien más. Evidentemente hubo cosas que cambiaron y vas tomando libertades. Una escena con el personaje de Jorge Temponi cantando en la Luna no iba a estar hasta que dijimos “sí, vamos (a hacer una comedia), vamos”. Ese momento, seguramente, me deje afuera de muchos festivales. Son los momentos donde más jugás y los que a mí me interesan más. Uno siempre toma decisiones. Yo pienso más en el público que en los críticos.
—En la presentación de tu productora, Parking Films, se dice que “combina la mirada autoral y la conexión con un público amplio”. ¿Es así como te definís como realizador?
—Sí, es la línea de centro, que también es brava. Del cine uruguayo al que siento más cerca en eso es a Álvaro Brechner. Es un tipo que navega por el medio. Tampoco es que hacés cosas condescendientes. No quiere decir que porque busques que le guste a un público amplio tiene que ser boludo. Si después hay otros niveles, está bueno jugar con eso. Pero que al público le funcione el humor es el desafío más lindo de este género.
—¿Dónde está el origen de la película?
—Empieza con la noticia que vi en los diarios de Melo en 2008 cuando empezaron a aparecer autos prendidos fuego. Lo que me llamó la atención fue cuando vi que agarraron a los culpables y eran tres pibes adolescentes que un día salieron de un baile y prendieron fuego un auto. Se quemaron cerca de 25 autos a lo largo de cinco meses, con la realidad superando a la ficción. Cuando los agarran descubren que, una vez que ellos empezaron, otros los siguieron. Ahí fue que dije: “Acá hay una historia”. Lo até con la teoría de los vidrios rotos. Las teorías sociológicas siempre me interesaron y me gustó eso cuando las explicaciones son tan básicas que las puede agarrar la izquierda o la derecha y moldearlas como pretendan. Es una conducta humana, no política.
—¿Tenías urgencia para filmarla cercana a los hechos noticiosos?
—No me importaba. Lleva años hacer una película y si quisiera estar cada dos años haciendo una película, Uruguay no es el lugar para vivir. Vivir acá y hacer cine es una decisión que tomé yo. Sé que me la tengo que bancar. Con Rincón de Darwin (2013) mi aspiración era pasar por mi primera película. A veces en Uruguay somos un poco despiadados en ese sentido. Se te cuestiona: “¿No ganaste cinco premios en Berlín?”. Con lo que cuesta hacer las películas acá.
—¿Te pesa pertenecer a esa generación fundacional del cine uruguayo de los 2000? ¿Hay alguna suerte de “responsabilidad creativa”?
—Un poco sí. Antes era mucho más visceral, pero después uno con el tiempo va madurando y por lo pronto, en lo que es mi camino, me fui alejando de esa cosa más “artística” del cine. Arte es sentarme en casa y dibujar. No dependo de nadie, ni cómo está el clima, ni si tengo plata o no. Eso es para mí el arte.
—Tu historial también incluye productos pensados para Internet, como la serie El último youtuber.
—Ser solo director de cine no es mi única intención. Me divierten las posibilidades de Internet y te da chances de hacer cosas que están bárbaras. Sí me gustaría que la continuidad sucediera, como director, productor, etc. No me gustaría solo quedarme haciendo películas. No me aguanto.
—Volvamos a La teoría... Tengo entendido, por tus actores y colaboradores, que el rodaje en Aiguá fue una experiencia muy acogedora.
—¡Sí! Pero exigente también. Estuvimos cuatro semanas en Aiguá y después en Montevideo a fines de 2019. Es uno de los últimos recuerdos de un mundo feliz y sano que tengo. Cuando empezamos a hacer la búsqueda de locaciones pasamos por Aiguá y para cualquier lado que vieras era lindo. Quería que se viera eso. Es un poco raro en las películas uruguayas que todo se vea tan lindo y tan desolado a la vez. Hay una película de Wim Wenders y Sam Shepard, La búsqueda (2005), que hace referencia al pintor Edward Hopper, con escenas con lentes anamórficos donde ves a los tipos en las calles y hay un solo extra en el fondo cruzando. No es vacío, es casi vacío. Quería que fuera eso, un universo así, medio extraño.
—Se animaron también a filmar persecuciones y autos incendiados, algo no muy común en el cine uruguayo.
—Una de las cosas que quería era trabajar con Lucio Bonelli. Como es de la vieja escuela, hacíamos tres o cuatro tomas por plano. No más. Más allá de la llegada del digital, mantengo el método. Siempre terminás usando la primera o la tercera. Eso también le da un dinamismo y seriedad al rodaje. Yo no suelo estar lejos, atrás en un monitor; estoy al lado de los actores. Confío en mi fotógrafo y eso permitió que pudiéramos hacer tanto material y con esa escala.
—¿Qué me podés contar sobre la elección del protagonista, Martín Slipak?
—Es un actorazo. Estoy agradecido porque la película le exige lidiar con muchos personajes y en registros diferentes. La gracia es que el personaje se viera más pequeño ante todos los del pueblo, que son más grandes que él. Sabía que eso tenía que funcionar y acá, en Uruguay, venía haciendo la búsqueda de esa figura. Cuando fuimos a Buenos Aires a conseguir un coproductor argentino finalmente entró Juan Pablo Miller, de Tarea Fina, y él me sugirió a Martín.
—¿Cómo pensás que va a funcionar el humor de la película en otros mercados?
—Argentina me da curiosidad, también por Martín. En Brasil, en el Festival de Gramado, funcionó bien. En la comedia la edición es clave y creo que estuvo bueno que Pablo Riera fuera el editor. Él es brasileño y ante mis dudas tenía claro que si hacía gracia, lo teníamos que dejar. A veces los uruguayos queremos sostener un plano más tiempo.
—¿En qué estás concentrado ahora?
—Siempre me ha pasado que los procesos de posproducción son ideales para trabajar en otras cosas. Empezar otro proyecto es la libertad, sobre todo en ficción. Estoy por estrenar en el Festival Detour un documental que hice de material de archivo sobre el pintor Javier Gil, que filmó toda su vida durante 20 años. Con Santullo, además, empezamos a mover un proyecto de serie sobre el robo del águila del Graf Spee. Quedamos seleccionados para presentarlo en el Latam Online Pitchbox para presentar la serie a estudios como Netflix, Warner y Universal. También tengo otro proyecto nuevamente basado en hechos reales. Se llama El fichaje y se inspira en la historia de Maxi Gómez. La protagoniza un futbolista que, mientras juega en España, es tentado por una oferta de millones de euros de un club chino. Es una película de intriga que sucede en el hotel donde espera durante una semana mientras suceden las negociaciones.
—Tu apodo es Parker, ¿te sentís cómodo con él? La teoría de los vidrios rotos es presentada como “una película de Diego Parker Fernández…
—Viene de la facultad. Había una serie en la época que se llamaba Parker Louis Can’t Loose y salió de ahí. No lo odiaba pero tampoco me gustaba. Viví en Venezuela un tiempo y al volver a Uruguay a trabajar en publicidad me empecé a cruzar de nuevo con compañeros de la facultad. Con el corto Nico y Parker (2000) ya me lo apropié. En esta película me di el gusto porque habían pasado 20 años de Nico y Parker. Si me preguntás, preferiría que mi apodo fuera algo así como Tito, pero si no podés con el enemigo...