Ni dulce ni truco: zombis

escribe Eduardo Alvariza 
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Dentro del cine de terror y de la enorme categoría que podríamos llamar “bichos”, los zombis ocupan hoy un lugar destacado. Antaño lo fueron los vampiros y los monstruos diseñados con partes humanas. Más adelante fueron los extraterrestres con Alien a la cabeza y en la actualidad, quienes más miedo nos dan son nuestros propios muertos. El terror con bichos rinde más que sin bichos; los fantasmas no cuentan. Es necesario que exista algo palpable, sea demoníaco, de otro mundo o incluso un muñeco. El bicho es materia, y por lo tanto, aunque con gran dificultad, puede ser destruido. El fantasma no.

La noche de los muertos vivientes, de George Romero, estrenada en 1968, fue el puntapié inicial para un largo derivado —trash o gore o como quieran llamarle— que llega hasta nuestros días. Estos bichos que avanzan torpemente y comen carne humana han aterrado y maravillado a todas las audiencias en el mundo entero. Su fama más notoria la encabeza la interminable serie The Walking Dead.

No fue la primera película de zombis. Hay títulos anteriores como White Zombie (1932), de Victor Halperin y con Bela Lugosi, y I Walked with a Zombie (1943), de Jacques Tournier, quizás el mejor ejemplo de un terror lírico y de bajo presupuesto. Esos zombis eran producto de la magia negra, de los sortilegios o de estados hipnóticos. Eran, digamos, zombis laburantes, explotados. Los zombis de Romero son muertos reales que por alguna cuestión se mueven y responden a otro mecanismo biológico, netamente oscuro y visceral.

Aclaremos de entrada que La noche de los muertos vivientes es clase B total, y a veces clase C. Se hizo con algo más de 100.000 dólares, actores muy poco conocidos y otros no profesionales. Pero tiene un comienzo y un final estupendos. También se ha hablado mucho del subtexto antirracista de la historia, cuyo personaje principal está interpretado por el actor afroamericano Duane Jones, quien debe poner en su lugar más de una vez a los blancos idiotas que lo rodean y no son muertos vivientes. Y ni que hablar del sheriff cazador de zombis y sus zoquetes secuaces. En la actualidad hubiesen encabezado la toma del Capitolio.

Un auto llega a un cementerio por una carretera desolada. Nadie hay ni se mueve en los alrededores. En el auto viajan dos hermanos que visitarán la tumba de su padre. El cementerio está completamente desierto. El día es gris, ya se adentra la noche y muy probablemente se desate una tormenta, todo perfecto para el blanco y negro de la película. Cuando los hermanos se retiran del cementerio, por allá atrás, a lo lejos, surge una persona que camina dubitativamente. A partir de ese momento y hasta el final, el ataque no dará respiro. El único punto de resguardo será una casa que alojará a los pobres vivos, que intentarán defenderse desesperadamente colocando tablas y maderas en las ventanas.

La explicación de lo ocurrido con estos bichos voraces de carne y sangre humana la tendremos a través de la intermitencia de una radio, una especie de juego como el que montó Orson Welles con La guerra de los mundos, de H. G. Wells. El locutor informa de “ataques” y “asesinatos en masa” en la zona sin explicación y recomienda a la gente mantenerse encerrada en sus casas. Cada tanto se amplían los informes con más detalles urgentes e inquietantes. Al parecer, los desastres se debieron al desperfecto de un satélite cuya radiación originó la reanimación de los cuerpos recientemente fallecidos. Falla la ciencia y nos volvemos miserables.

No esperemos el filo paranoico de La invasión de los usurpadores de cuerpos (1956), la obra maestra de Don Siegel, que con sus vueltas también integraría la categoría de película de bichos, aunque con la limpieza de cero maquillaje y donde el horror reside en la rigidez de un simple rostro humano, a lo sumo alterado por un pequeño y mínimo rictus que nos hace saber precisamente que eso no es un humano.

Los zombis de Romero, que marcaron el resto de su filmografía con varios títulos sobre lo mismo, son torpes, ojerosos, sangrantes y se mueven lentamente. Pueden ser aniquilados con un tiro en la cabeza, pero lo más seguro —lo único seguro— es quemarlos.

Los detalles de los extras que hacen de zombis corren por cuenta del vestuarista y son de capital importancia. Nos hablan de una legión que tiene que ver con el momento en que sus vidas se interrumpieron: el señor bien vestido pero pálido, que tal vez murió de un ataque al corazón o se cayó de una escalera mientras pintaba la fachada de su granja; la mujer en camisón que probablemente murió en la cama de su casa o de un hospital; la que salió desnuda de la morgue antes de que le practicaran la autopsia; el reventado en un accidente de auto que se abrió paso entre los fierros antes de que llegaran los paramédicos y así. Si estaba tieso en una camilla, se levantará; si estaba en el ataúd y todavía no había sido enterrado, saldrá de la caja.

El horror tiene un costado novedoso porque implica que ahora pueden ser nuestros propios familiares quienes intenten desgarrarnos y comernos. Ya no es el eterno vampiro del castillo en Transilvania ni el repugnante extraterrestre con intención imperialista intergaláctica. Ni siquiera el muñeco maldito que parecía tan simpático en la góndola de los juguetes. Ahora la amenaza es nada menos que tu abuelo que todavía no había sido velado o tu tía que agonizaba en el CTI. Ellos roerán como un perro hambriento el hueso o la parte de tu cuerpo que te logren arrancar. Y ojo que un simple rasguño ya es contagio.

Dice Stephen King en su estupendo ensayo Danza macabra (Valdemar, 2016): “En mi opinión, las historias de necrófagos y canibalismo se adentran en auténtico territorio tabú; vean si no las fuertes reacciones suscitadas por La noche de los muertos vivientes de George Romero. Creo que en este caso nos encontramos ante algo que va más allá de un mero e inofensivo viaje en la montaña rusa; aquí tenemos una oportunidad de agarrar a la gente por el músculo de la náusea y apretar a tope”.

Romero había nacido en el Bronx, donde seguramente vio a los primeros muertos vivientes: vagabundos sin techo, yonquis y otros descalzados que no son habituales en otras zonas de la opulenta Nueva York. Empezó rodando películas de terror pedorras con una cámara de 8 mm a los 14 años. Trabajó para la televisión y se fogueó haciendo cine con un puñado de dólares. En el origen de La noche de los muertos vivientes, lo reconoció el propio Romero, está la novela Soy leyenda (1954), de Richard Matheson, que generó varias adaptaciones al cine. El libro trata de vampiros o de seres nocturnales que azotan al último sobreviviente en la Tierra. Romero hizo un ligero ajuste y apostó por los muertos. Y aclara con una risita detrás de esos enormes lentes que usaba: “Los zombis no pueden correr. Si los vemos correr, es que alguien nos está engañando”.

Nosotros tenemos que correr si nos alcanza semejante peste.

Vida Cultural
2021-11-03T21:06:00