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Sobre todo en el mundo financiero, circula el dicho de que la regulación llega siempre tarde. Por eso una crisis, como la que se vivió en 2008, suele ser sucedida por nuevas reglas de juego para bancos, industrias y otros actores económicos. Una regulación adecuada, entienden los economistas, puede resolver fallas de mercado, mientras que una poco apropiada solo contribuye a profundizarlas. Cómo lograr este equilibrio en el contexto actual, con una economía globalizada y donde grandes multinacionales acaparan varios sectores de la actividad, ha sido el foco de estudio del francés Jean Tirole. Director de la escuela de Economía de Toulouse, recibió el Premio Nobel de Economía en 2014 por su contribución a cómo “entender y regular a industrias donde hay pocas y poderosas firmas”. En medio de una gira promocionando su nuevo libro, La economía del bien común —el primero en lenguaje “no académico”—, estuvo en Montevideo participando de las Jornadas de Economía del Banco Central. En ese marco respondió por escrito a un cuestionario de Búsqueda.
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—Usted ha mencionado que mercados sobrerregulados pueden tener impactos en el desempleo y se arriesgan a una baja en la tasa de actividad. ¿Cuánto de esto se ve afectado también por la automatización laboral?
—Los países tratan de proteger al trabajo de diferentes maneras. Algunos usan políticas proteccionistas, que son de cierta forma autoderrotistas (otros países reaccionan penalizando a los trabajadores de los sectores de exportación), y utilizan monopolios que alejan a las personas de lo mejor que el mundo tiene para ofrecer. Otros países hacen que sea extremadamente difícil para las firmas despedir a un trabajador, incluso si ese puesto ya no encaja con la demanda de la empresa. Esto desalienta a las firmas a crear trabajos decentes y atemporales. La deficiencia de este tipo de políticas solo puede empeorar con la llegada de la inteligencia artificial, que vuelve obsoletos a muchos trabajos de una forma muy rápida.
Pero aunque las políticas son inapropiadas, responden a una preocupación legítima que no podemos ignorar. Una fracción de la población ha sido dejada de lado. Por ejemplo, los obreros en el medio oeste de Estados Unidos (EE. UU.), que son desplazados por las importaciones chinas y no necesariamente encuentran un trabajo similar, especialmente en su región. Debemos atender esto.
Debemos proteger al trabajador en vez del puesto. Esto es en parte el espíritu de lo que intenta la nueva administración en Francia. La reciente legislación laboral ha aumentado las multas para los despidos indebidos, a la vez que limitó la capacidad de las cortes para otorgar a los trabajadores mayores indemnizaciones. Desde mi punto de vista, se trata del abordaje correcto: el problema no es el nivel legal de la indemnización por despido sino el prolongado proceso judicial luego del despido, que puede durar años con un eventual resultado incierto.
El próximo proyecto será cambiar el financiamiento del esquema de seguros de paro. El costo de los beneficios por desempleo no va hacia las empresas que despiden. Por el contrario, termina en las que conservan los puestos de trabajo y aportan a la seguridad social. Funciona al revés, y crea incentivos para jugar con las reglas: por ejemplo, usando contratos a corto plazo y haciendo que renuncias parezcan despidos. También necesita de un sistema que se basa demasiado en jueces que analizan decisiones de compañías, creando cargas enormes y dejando desprotegidos a los trabajadores que tienen menos acceso a una defensa legal. Necesitamos ir hacia un sistema bonus-malus, donde las firmas que crean trabajos estables paguen menos aportes a la seguridad social y aquellas que abusan del sistema paguen al menos una fracción del costo que están imponiendo en la sociedad.
—En América Latina los monopolios y empresas del Estado son comunes, e incluso jugadores esenciales en la industria. ¿Puede esta forma de organización sobrevivir en la economía globalizada?
—El mercado domina en todo el mundo, aunque existen fallas. Los actores económicos ejercen externalidades en terceros, como en el caso de la polución. Los individuos tienen información limitada —aún cuando algún tipo de consentimiento total es necesario—, lo que reivindica la protección del consumidor y la supervisión prudencial de bancos y compañías de seguros. Poner frenos al poder del mercado requiere políticas contra los monopolios así como regulación. Los gobiernos también se enfrentan a “internalidades” que se refieren a comportamientos de individuos en contra de su propio interés, y que justifican las políticas contra las drogas, el tabaco o la poca cultura de ahorro.
El mercado necesita del Estado. Pero el Estado con asiduidad es disfuncional por sí mismo. Puede ser capturado por lobbies o grupos políticos —que terminan comportándose según las encuestas— y hay también aspectos jurisdiccionales, ya que un país no puede enfrentar solo temas globales como el cambio climático o la competencia fiscal, así como no puede enfrentar el trabajo infantil en otros países.
El Estado moderno debe ir más allá del dualismo estéril entre Estado y mercado. Son complementarios. Las visiones polares que muestran al status quo con un Estado omnipresente o uno minimalista que se ocupe solo de tareas soberanas, están impulsadas por la visión de que el Estado y el mercado son sustitutos. No lo creo. En el pasado el Estado era visto como un proveedor de trabajos y un productor. Por el contrario, el Estado moderno debe imponer las reglas del juego e intervenir para compensar las fallas del mercado, pero no sustituyendo a los actores económicos. Y debe, a su vez, examinar cada una de sus políticas preguntándose si sirven al interés público, y en ese caso si no pueden ser provistas por otra rama del sector público o privado.
—Algunos analistas señalan que detrás de los recientes movimientos nacionalistas en Europa y EE. UU. se encuentran efectos no deseados de la globalización, que ha dejado atrás a trabajadores, sobre todo el sector manufacturero. ¿Coincide con esta visión?
—El creciente populismo tiene causas específicas en cada país, pero parece haber factores universales como las frustraciones sobre el desempleo, la inequidad, la crisis financiera, la crisis de la eurozona así como ansiedades sobre el cambio tecnológico, los robots, la desaceleración en la economía y el aumento de la deuda. La economía, y en particular nuestra falla como economistas es no preocuparnos lo suficiente por los perdedores del proceso, pueden explicar en parte el descontento y el voto populista. Pero hay otras causas, asociadas con la identidad, religión y otros factores.
—En EE. UU. el presidente Donald Trump propone desregular el mercado financiero. ¿Cree que se han aprendido las lecciones de la crisis de 2008 como para bajar los controles?
—Hubo algo de progreso: el requerimiento de capital es más alto y se ha hecho contracíclico. Hay incentivos para que los bancos utilicen las bolsas de valores y no mercados por fuera de ellas. La infraestructura regulatoria mejoró en algunos países. Se le ha dado un rol más prominente a la Reserva Federal en EE. UU. y al Banco Central Europeo en Europa. Podemos reducir el riesgo de una crisis, pero no podemos garantizar que no volverá a suceder.
Tenemos que ser cuidadosos en no abandonar la protección al consumidor o los test de estrés (en los bancos). Debemos seguir trabajando dentro del marco de regulaciones internacionales. Espero que la retórica del gobierno EE. UU. se mantenga retórica y que el país no se mueva en una dirección que sería perjudicial para los ahorristas y los contribuyentes.
Otra área de vigilancia debe ser la banca en las sombras, que puede crear dos riesgos. Por un lado, puede enfocarse en poblaciones políticamente sensibles para los bancos: depositantes minoristas y pequeñas y medianas empresas que no tienen alternativas crediticias. Esto puede conducir a rescates no deseados. Por ejemplo, (la aseguradora) AIG fue rescatada en parte para evitar un efecto dominó y fallas en el sector regulado.
Por otro lado, la interacción con el sector regulado puede generar una exposición cruzada o la desviación de liquidez pública. Un ejemplo fueron líneas de crédito garantizadas por bancos que securitizaban hipotecas creando vehículos especiales que agrupaban varios préstamos de manera que cuando se cortó la reinversión a corto plazo, los bancos se vieron forzados a darles liquidez.