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Camino por mi barrio un 24 de agosto. Las tiendas de ropa interior ofrecen diseños cool o fetichistas. Los boliches se aprovisionan: alcohol y otras ofertas. Los oficinistas van de prisa por las calles, han salido antes del trabajo para ir a la peluquería, o a comprar perfumes y supercherías.
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De pronto, cerca de la Plaza Independencia, escucho un coro agudo y desesperado. Delante de la Torre Ejecutiva, diviso un apiñamiento de túnicas blancas. Son las maestras que, llorando e indignadas, se acaban de enterar del decreto de esencialidad para los trabajadores de la enseñanza. Sus voces femeninas componen una protesta en cuya angustia vibran todas las protestas: por el desprecio social por su trabajo, por la altanería con que los políticos (ya sean verdaderos iletrados o universitarios de alcurnia) las han tratado durante los últimos años, con implacable descrédito. Y por la impotencia que experimentan, día a día, al intentar educar, cuando en verdad las escuelas públicas se han convertido en una mera guardería social.
Con el llanto de estas mujeres me invade una ola de intensa nostalgia. Surge nada menos que mi infancia, que por cierto no fue un paraíso. Pero allí, entre los recuerdos gratos o ingratos, se alza como un bastión, como una torre que jamás se rindió a ningún embate, la escuela pública Simón Bolívar.
Y se me llenan los ojos de lágrimas. A mí también. El arroyo salado del pasado se me desliza en las mejillas, mientras recuerdo a aquellas maestras que tal vez estén muertas. Aquellas mujeres que me enseñaron —y no me olvidaré jamás— el sujeto y predicado, el modo indicativo y el subjuntivo, el Reglamento de los Campos, el Mapamundi, la poesía de Rubén Darío y Rabindanath Tagore, el misterio de las semillas, el funcionamiento del ojo, la ortografía a rajatabla (con dictados diarios y cuaderno de doble raya para rectificar errores), los nombres guaraníes de los ríos de la Banda Oriental, la biografía de seres humanos tocados por un don, como Artigas, Bolívar, San Martín y madame Curie.
Mi escuela pública, mi querida escuela, donde las maestras eran indiscutibles y dignas trabajadoras a quienes la sociedad remuneraba por sus saberes y su solvencia. Mi escuela pública, mi querida escuela, donde jamás vi madre ni niño insultar ni pegar a una docente. Mi escuela pública, mi querida escuela, donde esa mujer de blanco, tiza en mano, nos inspiraba una mezcla de admiración, amor y respeto. Mi escuela pública, mi querida escuela, en donde en las aulas había bibliotecas y cada viernes el niño se llevaba un libro para leer el fin de semana. Mi escuela pública, mi querida escuela, en la que me sentaba al lado de hijos de médicos y de hijos de empleadas domésticas.
Escuela de pobres y de los que no eran pobres. Escuela en la que un uruguayo podía tener una sólida plataforma para la vida: estudiar, trabajar, tener un proyecto, saberse ciudadano.