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Con solo 72 horas de diferencia, tres artistas de notable influencia en la historia del rock y pop de los últimos 40 años actuaron en Montevideo. Y los tres ofrecieron muy buenos espectáculos, cada uno en su terreno. El caballero calvo, rengo, encorvado y arrugado, que aparenta 15 años más que sus 67, demostró que pese a todas las adversidades físicas recuperó el resto y la dignidad como para superar una severa depresión y volver a subir a un escenario cargando con su cuerpo gastado y maltrecho, bastón en mano, cantando sentado en una silla giratoria y, aun así, emocionar a 20.000 personas a quienes poco les importó empaparse por el diluvio.
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La dama Chrissie Hynde, entera, delgada, sonriente y con la misma intensidad y potencia vocal ahora, a sus 66, que en los viejos 80, cuando despeinaba la cresta de los punkies con sus iluminadas melodías new wave, dio una lección de rock con un set de 15 temas intenso y arrollador. The Pretenders y Phill Collins dieron muy buenos conciertos el sábado 17 en el Centenario. Cada uno a su manera, al máximo de sus posibilidades artísticas actuales.
Pero lo de David Byrne el martes 20 en el Teatro de Verano fue otra cosa: fue una auténtica maravilla que nos voló la cabeza a los 4.000 afortunados presentes como hacía mucho tiempo no sucedía en esta ciudad.
Collins está visiblemente disminuido, pero se mantiene en buena forma vocal e interpretativa. Salió al escenario sostenido en su bastón, ocupó su lugar y arrancó con una de sus máximas creaciones: Against All Odds (Take a Look at Me Now). Si bien su voz comenzó algo débil, ya para Another Day in Paradise se acomodó y así pudo recorrer con oficio una sólida selección de sus clásicos, con un trío de Genesis (Throwing It All Away, Follow You, Follow Me e Invisible Touch). Una tribuna Olímpica prácticamente colmada —casi todos mayores de 35 años— vibró con este repertorio que nos lleva en Delorean directo a los 80 y 90. Luego cayeron bombas eighties como Hang in Long Enough, I Missed Again, Who Said I Would y Something Happened on the Way to Heaven.
En esta gira, Collins compensa su estatismo con una banda formidable, compuesta por un coro de cuatro grandes voces negras, una cuerda de cuatro bronces que sería la envidia de Rubén Blades, e históricos compañeros de ruta como su legendario bajista barbado Leland Sklar y el guitarrista (también de Genesis) Daryl Stuermer. A ellos se suma su hijo Nicholas Collins, quien con apenas 16 años logra emular el sonido y la garra de su padre en una batería blanca que suena igualita que en los discos. En buena parte del show los músicos rodean a Collins y bailan a su lado, una escena que lejos de transmitir tristeza, denota el amor por la música que se respira en este concierto.
Justo en medio de In the Air Tonight, quizá el mejor tema ever de Collins, y pocos segundos antes de su icónica frase de batería, cayeron las primeras gotas. Cinco minutos después, el diluvio. Dance Into The Light en Montevideo será recordada por el momento en que 20.000 espectadores ensopados bailaron con Phil Collins. Tres temazos ambientaron la despedida, Invisible Touch, Easy Lover y Sussudio, con los asistentes de escena cuidando que el hombre no se mojara. El único bis, Take Me Home, bajó las revoluciones y dio un cierre más emotivo a una actuación austera en la comunicación, con un protagonista que concentró todo su carisma en el acto interpretativo. Al fin y al cabo, es lo que importa.
Demencial.
El martes 20 Byrne nos trajo noticias del futuro. Con sus imperceptibles 65 años —su estado físico y vocal es impecable— el exlíder de Talking Heads se despachó con una propuesta que rompió con todos los códigos ya conocidos de un concierto de gran formato y encarnó una poderosa muestra de innovación escénica, en una acción artística arriesgada en el mejor sentido. Eso que ha distinguido a artistas como Roger Waters, David Bowie, Madonna, U2 o Peter Gabriel. Y eso mismo que hace deslumbrante a Stop Making Sense, el recital de Talking Heads que Johnattan Demme filmó y estrenó como una película en 1984 (siempre recomendable, siempre fresca, siempre contemporánea). De hecho, algunos recursos de American Utopia, el nombre de este show que tuvimos la suerte de ver pocos días después de la edición del disco, son piezas expresivas ensayadas en aquel show de los Talking que ahora parecen perfeccionados, como la escena de la lamparilla (Blind) como única fuente lumínica y las grandes sombras proyectadas en el fondo.
Si bien las canciones de este nuevo disco están a la altura del mejor repertorio de este señor, lo que vuela las chapas aquí es un concepto estético simple y efectivo, pero que denota un profundo trabajo de búsqueda y ensayo para lograr una síntesis perfecta: un escenario vacío, sin grandes tarimas ni cables ni monitores. Una cortina de cuerdas grises que cambia de color según la luz es el límite permeable y semitransparente entre la escena y su trastienda. Cualquiera entra y sale por cualquier sitio. Los 12 músicos, casi todos descalzos, uniformados de traje gris, camisa sin corbata y botón alto prendido. Y el sello distintivo: los instrumentos colgados con arneses: guitarras, bajos, teclados y piezas de percusión. La función de un baterista es sustituida por un percusionista para cada instrumento (redoblante, bombo, platillos, tumbadoras, etc.). La tecnología inalámbrica permite que todos los músicos se muevan por el escenario con total libertad, dentro de las premisas preestablecidas. Además de la partitura estrictamente musical, este combo que por momentos hace cosas muy parecidas a las que puede hacer una murga o una comparsa lubola en ese mismo escenario, sigue una partitura de movimientos escénicos y gestualidad confeccionada con una mezcla adecuada de precisión y espacio para la improvisación.
El resultado, lo que tuiteó el periodista Carlos Dopico minutos después del show, en un estado de euforia emocional que se apreció claramente en los comentarios a la salida del teatro y en las redes durante las horas posteriores al show: “Música, swing, fusión, diseño, concepto, danza, estética, simpleza, libertad y compromiso artístico. ¿Qué más se puede pedir en un concierto?”. O lo que publicó el colega Gonzalo Curbelo en Facebook: “Lo de Byrne fue demencial: un tipo intentando treinta años después superar su espectáculo de Stop Making Sense y consiguiéndolo. No tengo ni ganas de hablar porque se va a hablar sobre eso varias semanas de corrido”. Y el crítico Andrés Torrón: “Así como hace más de 30 años que estamos hablando de Stop Making Sense, vamos a estar hablando por 30 años de American Utopia en el Teatro de Verano. No ocurre muy seguido que alguien mencione que el que acaba de terminar es ‘el mejor’ show que vi en mi vida”. Y quien esto escribe ha escuchado ese comentario en varias ocasiones en estas horas.
Estamos todavía hipnotizados y tratando de asimilar y comprender esta materialización de una utopía: un músico que se para en un escenario vacío para desarmar una montaña de esquemas que acumula la tradición de la música popular y el rock en particular, para volver a entender la música como un fenómeno ancestral de comunicación humana, que está con nosotros desde antes de que empezáramos a vivir en cavernas. Sin ser bailarines, Byrne y su troupe bailan como les sale y transmiten un desprejuicio que vale la pena aplicar en muchas áreas. Son tremendos músicos, por supuesto. La sección de percusión y el coro de seis voces son prodigiosos, ni que hablar. Pero ese ritual de compartir y disfrutar la música en forma horizontal es algo que está buenísimo recuperar como nuestro. Como protagonistas del hecho musical y no solo espectadores que pagamos una entrada o compramos un disco o damos play en streaming para admirar estrellas lejanas e inalcanzables. La música y el arte están en nuestro ADN —la creación es uno de los rubros que nos distingue a los humanos del resto de los animales— y por suerte están los artistas con la cabeza de David Byrne para recordarnos que vivir, compartir y gozar en ronda, en torno a una canción, no es una utopía.