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En 843 (hace 1.174 años), los tres nietos de Carlomagno se repartieron territorios y títulos. Nacieron así los embriones de las futuras Italia, Francia y Alemania. Se gestó también en ese tratado firmado en Verdún el imperio que con el tiempo se conocería como Sacro Imperio Romano Germánico, con raíces culturales, ideológicas e históricas en el imperio de Carlomagno y en el romano. Pasó a llamarse “El primer reino”.
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Las luchas seculares entre el portador de la corona imperial al norte de los Alpes y el Papa en Roma —agravadas por las ambiciones de la monarquía francesa y el revoltijo propio de los Estados en la península itálica— impidieron que ese primer reino, formalmente finiquitado en 1806 luego de las victorias de las armas francesas sobre las austríacas, tuviese contundencia y peso específico en la vida cotidiana de las masas europeas.
Siguió, entre todas las cosas que siguieron, el intento de Napoleón de unificar Europa bajo la batuta gala. Habían pasado tan solo 17 años de la Revolución francesa, de las cabezas rodando por los adoquines y los inflamados cantos a la idea republicana, cuando el pequeño gran corso se hizo coronar emperador en diciembre de 1804.
Pero Napoleón fracasó. En 1814, el Congreso de Viena redibujó el mapa político de la vieja Europa buscando imponer el equilibrio de poderes y los frenos a cualquier exceso liberal y revolucionario.
El avance militar de Prusia llevó a la guerra franco-prusiana y a la victoria germana sobre la Francia de Napoleón III en 1871. El canciller Bismarck (“el canciller de hierro”) elevó al rey Wilhelm I al rango de emperador del imperio alemán: en alusión al antiguo Sacro Imperio Romano Germánico, el Estado prusiano se identificó como “El segundo reino”.
Pocos años más tarde, como consecuencia directa de la I Guerra Mundial, fueron barridos del escenario cuatro imperios: el alemán, el austro-húngaro, el ruso y el turco otomano. La democracia política avanzó en todos los frentes salvo en Rusia, convertida en una dictadura comunista.
Pero quienes creían que el proyecto de unir a todo el continente europeo —o mejor dicho a sus territorios centrales— bajo un mando único estaba muerto y enterrado no tardaron en comprobar su error.
En efecto, de la misma manera que primero los romanos, luego Carlomagno y más tarde los reyes alemanes, Napoleón y los emperadores austro-húngaros, en los años inmediatos al fin del conflicto mundial surgió un nuevo personaje con las mismas ambiciones aunque armado de una metodología radicalmente diferente. Su nombre era Adolf Hitler.
Consciente del peso de la historia, e inspirado en el acontecer continental durante los últimos dos mil años, Hitler apodó a su proyecto hegemónico Das Dritte Reich: el tercer reino, que continuaba en la senda de Barbarroja y Wilhelm I.
Neuropa (la nueva Europa) representaba en el imaginario nacionalsocialista un nuevo eslabón (o mejor dicho: el eslabón final) en la cadena de creaciones de un Estado multinacional y continental bajo la égida de un pueblo elegido.
Pero “el tercer reino” nazi no duró mil años, como auguraban sus defensores, sino solamente 12, pues nació en 1933 y murió en 1945.
En un intento por ponerle fin a siglos y siglos de enfrentamientos armados, sobre todo entre las eternas rivales Francia y Alemania, fue creciendo en la inmediata posguerra un nuevo entramado de naciones. Primero se tejieron acuerdos comerciales e industriales, luego se fue avanzando en la colaboración económica y cultural, en la creación de zonas de libre comercio e intercambio de personas, productos y capital.
Al mismo tiempo que más países se integraban al nuevo proyecto europeo, el objetivo fue lograr una única dirección, una única moneda, una única política en todos los sectores de la actividad humana.
Viendo este proceso histórico a vuelo de pájaro, la Unión Europea aparece como una especie de “cuarto reino”, con ciertas similitudes pero con abismales diferencias también con las versiones anteriores. Entre otras cosas, porque es un proyecto de paz y no de guerra. Y también porque se basa en el ejercicio democrático y no en el totalitario.
Pero sobre el cielo de este cuarto reino han aparecido nubarrones amenazantes en forma de avances electorales, ideológicos y políticos de cuño ultranacionalista y aislacionista.
La historia no termina mientras haya hombres sobre la tierra. Se modifica. Varía los cursos que sigue. Muestra nuevas formas. Y además, es impredecible.