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    Obras maestras: “Freaks” de Tod Browning

    El oscuro cineasta estadounidense y sus inquietantes fenómenos de circo
    POR

    La vida del realizador Tod Browning no puede separarse de los circos y de las ferias de variedades, donde era común la exhibición de atrocidades. Nacido en Louisville, Kentucky, en 1880 y en el seno de una familia de burguesía adinerada, de adolescente abandonó su casa y los estudios y corrió perdidamente enamorado tras los pasos de una trapecista. De las carpas, las fieras enjauladas, los enanos, los forzudos, los payasos y los equilibristas fue a dar al incipiente Hollywood del cine mudo y se resguardó bajo las alas de D. W. Griffith, quien lo empleó de chico de los mandados e incluso le dio un pequeño papel en su legendaria película Intolerancia, de 1916.

    El caballo que galopa con elegancia alrededor de la pista con la bailarina en su lomo mientras la gente aplaude dio paso a las 24 fotografías por segundo donde los temas y las historias varían, pero básicamente vuelven al mismo punto: la ilusión de la magia y la vida ambulante de un circo, en el que sus protagonistas deben abrirse paso gracias a las anomalías que caracterizan a muchos de ellos. En Hollywood eso siempre estuvo claro: la gente paga una entrada para ver algo distinto, raro, excepcional. Y Browning hizo migas de inmediato con Lon Chaney, el Hombre de las Mil Caras, experto en maquillaje y versátil actor de papeles tormentosos y diabólicos pero también románticos como El jorobado de Notre Dame (1923), El que recibe el bofetón (1924, obra maestra de Victor Sjöström) y El fantasma de la ópera (1925). Los padres de Chaney eran sordomudos, de modo que el lenguaje de señas aprendido en su casa más tarde le sirvió para desarrollar su particular expresividad en la pantalla.

    Si bien una de las películas más famosas de Browning es Drácula (1931), producida por los Estudios Universal en los albores del cine sonoro y con el actor húngaro Bela Lugosi como protagonista, antes tuvo una fructífera asociación con Chaney en el período mudo y lo dirigió en destacados ejemplos como Los tres malditos (1925), Maldad encubierta (1926), Garras humanas (1927) y Más allá de Zanzibar (1928). Las cuatro realizaciones, con excepción de la segunda, que está ambientada en los bajos fondos londinenses, tienen en común el mundo del circo.

    Durante el rodaje de Los tres malditos, cuyo guion es de Tod Robbins y trata de una antigua banda circense dedicada a robar casas y formada por un ventrílocuo que se disfraza de vieja (Chaney), un forzudo (Victor McLaglen) y un enano que se hace pasar por un bebé, interpretado por Harry Earles, este último alcanzó a Browning otro cuento de Robbins titulado Spurs, en el que los fenómenos de un circo, los enanos, la mujer barbuda, el hombre sin brazos ni piernas, luego de ser humillados por la bella trapecista y el forzudo (si ofenden a uno, ofenden a todos), deciden emprender el camino de la venganza. Era una historia hecha a la medida de Browning, a quien le brillaban los ojos, mientras Chaney se relamía ante el espejo al quitarse el maquillaje y Earles miraba desde una dimensión más pequeña con una risita maliciosa. Nacía Freaks (1932), que en nuestro país se estrenó como Fenómenos humanos en 1934 en el Teatro Artigas, hoy un asqueroso estacionamiento de autos.

    Pero faltaba un productor que se la jugara ante semejante parada, y ese sería Irving Thalberg, otro entusiasta de lo estrambótico que venía de la Universal y ahora integraba la Metro-Goldwyn-Mayer. Los derechos para hacer la película los tenía Lon Chaney, pero la estrella del cine mudo falleció de cáncer de laringe en 1930. La idea era monstruosa: una película con auténticos fenómenos de circo tomando venganza. Dicen que el cuento era todavía más negro: todos los personajes tenían algo deplorable, no se redimía ninguno. Por eso la Metro decidió dejar de lado semejante proyecto y hacer otra cosa. A Browning, que ya era un cineasta oscuro pero exitoso, le ofrecieron filmar una superproducción sobre el mafioso de frac y galera Arsenio Lupin. Pero Browning se negó. No le interesaban ni la gala del hampa ni los oropeles del mal; él quería la arena sucia de la pista en la carpa, los carromatos, los enanos, las hermanas siamesas, el hombre-torso, la mujer barbuda, y todos ellos emprendiéndola contra los de genética normalizada.

    Finalmente, y luego de no pocas discusiones entre los peces gordos de la Metro, dieron luz verde al proyecto. Thalberg quería a Myrna Loy para interpretar a la malvada trapecista Cleopatra. Con solo echar un vistazo al guion, Loy quedó espantada y su papel fue para la poco conocida actriz rusa Olga Baclanova. Para el forzudo pensaron en Victor McLaglen, pero su lugar lo ocupó el actor alemán Henry Victor. El payaso estuvo a cargo de Wallace Ford.

    Y llegó la hora de reclutar a los freaks. No fue difícil para Browning, de acuerdo a su pasado, contactar con varios circos. El enano engañado por Cleopatra sería Harry Earles, con quien el director ya había trabajado precisamente en Los tres malditos, donde todo se originó. Earles, cuyo verdadero nombre era Kurt Schneider, pertenecía a una familia de artistas enanos alemanes que se había radicado en Coney Island. Daisy Earles, la hermana en la vida real de Harry, sería su compañera y actriz principal. Los Earles, que eran cuatro hermanos, vivían en una casa con muebles adecuados a su tamaño. Como quien dice, una casa de juguete.

    Peter Robinson es el Esqueleto Viviente. Estaba casado con una señora de 200 quilos.

    Frances O’Connor, la mujer sin brazos, hacía todo con los pies.

    Prince Randian, el torso viviente sin brazos ni piernas, armaba un cigarro y lo encendía con los labios, como se ve en la película.

    Al apuesto Johnny Eck le faltaba la mitad inferior del cuerpo y caminaba con los brazos.

    También estaban las hermanas siamesas y los Cabeza de Alfiler. Todos llegaron a trabajar de sí mismos y a ganarse la vida de esa manera, y la gran mayoría vivió muchos años. El enano bailarín Angelo Rosito, por ejemplo, murió a los 83 años. Su última película fue Mad Max 3, más allá de la Cúpula del Trueno (1985).

    La única persona que se arrepintió de haber hecho Freaks fue Olga Roderick, la mujer barbuda. Era miembro del Partido Socialista y consideró un error su participación en “una empresa de explotación”.

    La producción comenzó en 1931. Fueron 36 días de rodaje en los que quedó patente la habilidad de Browning para tratar a cada uno de los singulares artistas del circo. Con el fin de abaratar los costos se emplearon los decorados de una reciente película de Greta Garbo que tenía que ver, en alguna medida, con los circos y las ferias de variedades.

    Freaks es asombrosa y estremecedora. Y también perturba, claro. Asombra la entrega de los miembros del circo y el modo en que se desenvuelven convirtiendo sus limitaciones físicas en virtudes. Estremece ver esas mismas limitaciones pero, más aún, la humillación a la que son sometidos por algunos de los “normales”; con otros es armoniosa la convivencia, incluso con intercambio de ironías. Asombra la ya famosa secuencia de la boda, en la que los freaks dan la bienvenida a Cleopatra (¡One of Us!, ¡One of Us!). Estremece el mundo detrás de bambalinas de los circos, los dramas dentro de los dormitorios ambulantes, el indispensable blanco y negro que del exterior se cuela al interior de los personajes; ni siquiera Bergman con Noches de circo llegó a tanto. Asombra el paso a paso, el ritmo infernal de la venganza final bajo la lluvia, entre las ruedas de los carromatos, una secuencia que perfectamente puede figurar dentro de las 10 mejores de la historia del cine.

    Se estrenó en San Diego en enero de 1932 y resultó un rotundo fracaso comercial. Hubo gente horrorizada. Se exhibieron algunas funciones en Nueva York y luego fue retirada de circulación. Estuvo prohibida en varios países por más de tres décadas y recién fue redescubierta en los —gloriosos— años 60, cuando la comprensión cultural resultó mayor y la censura fue menor. En el mediocre y reducido mundo de lo políticamente correcto es inviable hacer semejante película. El indomable y provocador Werner Herzog no podría encarar hoy en día También los enanos empezaron desde pequeños (1969).

    Browning cayó en desgracia. Pudo hacer la estupenda Muñecos infernales (1936, con Lionel Barrymore y Maureen O’Sullivan), que es precursora de los efectos de empequeñecimiento que se hicieran famosos años después con El increíble hombre menguante (1957), de Jack Arnold, y se lo tragó la oscura noche del olvido. Era un cineasta taciturno y maldito, y se pasó al lado más oscuro, aún si esto es posible. Había tenido un accidente de auto en el que chocó con un tren en marcha, mató a un acompañante y quedó él mismo gravemente herido. Tenía una casa de verano en Malibú y los vecinos le temían: era el hombre que hacía películas de terror y se daba contra los trenes. Y además era un asiduo espectador en el muelle de Santa Mónica, donde en los durísimos años de la Gran Depresión se organizaban maratones de baile que podían durar días y en los que ganaba —si acaso unos miserables dólares— la pareja que lograba quedar en pie, permitiéndose arrastrar al compañero si caía vencido por el cansancio. Así lo relató Horace McCoy en ¿Acaso no matan a los caballos?, novela que fue llevada al cine por Sydney Pollack en la descarnada Baile de ilusiones (1969), con Jane Fonda y Michael Sarrazin. Pues bien: Browning no se perdía ninguno de estos bailes y desde su cómodo asiento aplaudía y daba propinas a los indigentes bailarines.

    En 1944 murió su esposa y por error se publicó una reseña en Variety informando la muerte del cineasta. Tuvo la suerte de muy pocos de poder leer su propio obituario. Luego de más años de soledad, Browning dejó de respirar en 1962. Nunca dio una entrevista.